Una mancha más
negra
que el cielo
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Federico Buccino
—¡Habridge! —bramó la
radio.
El comandante
Habridge se sobresaltó pero no sacudió el timón del bombardero. A
pesar de la interrupción, siguió escudriñando el cielo oscuro tratando
de distinguir cazas nocturnos.
—No
grite, McLeod —le respondió al radioperador—. Informe —siguió vigilando:
le pareció distinguir una sombra, una mancha más negra que el cielo
cruzando de babor a estribor. No, pensó, demasiado pequeño para ser
un caza.
—El
bombardero a estribor —dijo McLeod con voz temblorosa— reporta haber
recibido fuego de artillería. Quieren saber si desde nuestra
posición vemos algún impacto de Flak en su fuselaje.
Habridge
frunció el ceño:
—¿Usted
vio algún destello de cazas —dijo— o fuego de cazas nocturnos?
—No
—contestó el radioperador—. Al momento de la comunicación, yo oteaba
a estribor desde hacía rato. No vi nada.
—¿Cuál
es nuestra posición?
McLeod
respondió luego de unos segundos:
—Ya
estamos sobre territorio alemán.
Habridge
se quedó pensativo, mientras acariciaba la cruz que llevaba prendida
al pecho, bendecida por el propio obispo de Leicester.
—Voy
—anunció finalmente.
Le pasó
el timón a Stanfield, el copiloto. Se acercó al puesto del radioperador.
McLeod se apartó y le entregó los auriculares y el micrófono.
—Aquí
comandante Habridge —radió—, por favor reporte más claramente.
—Aquí
Stone, señor —respondió una voz con un tono inseguro que preocupó
a Habridge—. Creemos haber recibido un impacto en el fuselaje, pero
no encontramos daños visibles. ¿Pueden inspeccionar ustedes desde
su posición?
—¿Me
está hablando en serio? —dijo Habridge—. La visibilidad es nula.
—Sí,
señor —admitió Stone—. Pero estamos dispuestos a encender por un instante
las luces de posición para que ustedes puedan vernos.
Habridge
no podía creerlo: ¿acaso ese hombre se había desquiciado?
—Sí
—contestó—, podremos verlos. Podremos verlos junto con las cuatrocientas
baterías antiaéreas que nos miran desde tierra.
Silencio.
—Eh...,
señor —dijo Stone desde su bombardero—. Es que el impacto... ¡lo recibimos
desde arriba!
Habridge
quedó perplejo.
—¿No
se distingue nada desde la torreta dorsal?
Antes
de que Stone contestara, el avión se tambaleó. Ese cañonazo les había
errado por poco. Habridge volvió a la radio.
—Repito
—dijo—: ¿no se distingue nada desde la torreta dorsal?
—Nada.
—Stone
—dijo—. No encienda las luces de posición bajo ninguna circunstancia.
¿Entiende?
—Entendido,
señor —un momento de silencio—. ¡Señor!
—¿Qué
sucede?
Pero
no se volvió a oír la voz de Stone, a pesar de que la radio seguía
abierta. Entre el fragor de la artillería, apretando fuertemente los
auriculares, Habridge lograba percibir algo... un crepitar, tal vez
gritos. ¿Se habría desatado un incendio a bordo? Dejó los auriculares
y se precipitó a la ventanilla. El radioperador lo miraba atónito.
Habridge
no veía nada. Creyó distinguir vagamente la silueta del avión de Stone.
Algún destello ocasional, pero más parecido al fogonazo de un disparo
que a un incendio. No era probable. Nadie dispara dentro de su propio
bombardero.
Cuando
las luces de posición de la otra nave se encendieron, Habridge quedó
sin aliento. Ese imbécil de Stone le había desobedecido. ¡Por culpa
de él los iban a matar a todos! Era obvio que el bombardero de Stone
estaba fuera de control y perdía altura. Dios, pensó Habridge, qué
es lo que está pasando.
El fuego
antiaéreo se intensificó alrededor de la desafortunada nave. Recibió
varios impactos antes de quedar en llamas. Habridge no lograba ver
ninguna sombra blancuzca que delatara algún paracaídas.
McLeod
seguía a su lado, tembloroso.
—Qué
pasó, señor, qué le dijo Stone.
Habridge
no le contestó.
—Señor...
—insistió McLeod.
—Quédese
en su puesto —le dijo al radioperador.
Habridge
fue hasta la torreta dorsal, forcejeando entre el abrigo y el estrecho
espacio del fuselaje. El artillero se asomó. Parecía sorprendido de
verlo allí.
—¿Señor?
—Esté
atento a cualquier sombra que vea. Me parece que se trata de un nuevo
caza nocturno. Rápido y pequeño.
—Sí,
señor —el artillero volvió a su puesto. Habridge lo notó asustado.
MacLeod
se acercó y le dijo que el bombardero líder, cincuenta metros por
delante de ellos, reportaba varios impactos.
—¿Varios?
—Habridge creyó que todos habían enloquecido—. ¿A qué se refiere con
«varios»?
El radioperador
miraba a Habridge con ojos abiertos de terror.
—No
lo entiendo, señor —dijo—. Dicen que están recibiendo impactos desde
arriba, pero por su intensidad no parecen de Flak.
Habridge
miró fijamente al radioperador.
—Dicen,
señor, que más parecen golpes que impactos de artillería.
De pronto
la radio les heló la sangre: del bombardero líder llegaba una retahíla
de gritos horribles e incoherentes.
Desesperados,
se lanzaron sobre el aparato de comunicaciones.
Entre
un mar de estática, Habridge distinguió claramente la frase «Por
el amor de Dios». Y los gritos cesaron. Oyó varios disparos.
Corrió
a la cabina. Stanfield estaba pegado al parabrisas, escudriñando la
negrura.
Y entonces
volvió a ocurrir. Las luces de posición del bombardero líder se encendieron
y la artillería lo abatió de inmediato. Caía con fuego en los cuatro
motores.
Pero
Habridge logró entrever algo.
Se sentó
frente a los comandos. Asió fuertemente el timón, tratando de ordenar
sus pensamientos. Estaba seguro de que Stanfield también había vislumbrado
lo mismo que él, durante una fracción de segundo, antes de que el
avión se envolviera en llamas. Temía mirarlo, no quería que se lo
confirmara.
Pero
levantó la vista, y Stanfield asintió con los ojos. Había palidecido
mortalmente. Habridge supuso que su propia cara tendría el mismo color.
Porque
había visto a alguien saltar del fuselaje. Pero no desde adentro,
sino del techo.
Alguien
con uniforme alemán.
Stanfield
comenzó a hablar al mismo tiempo que él. Hablaron de abortar la misión,
hablaron de una nueva arma, hablaron —intentaban explicar lo inexplicable—
de una ilusión nocturna por el deslumbramiento de las explosiones.
Un fuerte impacto en el techo del fuselaje terminó con la discusión.
—Nuestro
turno —dijo Stanfield, desenfundando su Browning instintivamente.
Después abandonó su puesto de copiloto.
Habridge
quedó con los comandos. Oyó los impactos —los golpes, mejor dicho—
que se repetían como picotazos colosales sobre el fuselaje. ¡El artillero
dorsal!
—¡Keegan!
—gritó Habridge por la radio—. ¡Reporte!
—¡Nada,
señor! —contestó rápidamente el artillero—. ¡No veo nada! Nada a proa,
popa, estrib...
El grito
desgarrado de Keegan lo hizo saltar del asiento. Inmediatamente un
remolino de alaridos le heló las manos sobre el timón. Oyó disparos,
forcejeos, más gritos. Trató de girar para ver por el pasillo, pero
el abrigo y el asiento estrecho se lo impidieron.
—¡Stanfield!
—gritó—. ¡Por Dios, qué pasa!
Y oyó
algo increíble. Alguno de los tripulantes habría desmontado una de
las ametralladoras, porque la estaban disparando. La estaban disparando
«adentro» del bombardero.
Cegado
por el terror, Habridge se liberó de los controles y abrió la puerta
de escape que estaba en el suelo de la cabina. El fuselaje había quedado
en tinieblas. El zumbido de los motores era lo único que llenaba aquella
oscuridad.
Una
carcajada llegó hasta él.
—¡Quién
es! —gritó—. ¡Stanfield, aquí! ¡Keegan, McLeod!
Se lanzó
a la noche.
Demoró
la apertura del paracaídas más de lo que aconsejaba el manual. Quería
poner toda la distancia posible entre él y el bombardero. Con suerte,
caería en los bosques de las afueras de Hannover. No podía explicarse
nada de lo que había visto y oído. Debe ser un arma secreta, pensó,
algo nuevo que nació de las entrañas de esta maldita guerra.
Abrió
el paracaídas. El tirón fue tan fuerte que la vista se le nubló por
un segundo. En realidad, «supuso» que la vista se le nublaba,
porque no veía nada. Lo rodeaba la oscuridad. Allá iba el Lancaster,
en llamas.
Cayendo
en medio del cielo nocturno, Habridge sintió que algo lo tomaba del
hombro y lo hacía girar. El giro fue una eternidad de terror.
Quedó
cara a cara con una horrible efigie que coronaba un cuerpo impreciso
que volaba envuelto en un etéreo uniforme nazi.
De un
manotón, eso le arrancó la cruz del abrigo y la arrojó al vacío. Una
sonrisa de colmillos afilados resaltó en la nada, y un aliento a sangre
corrupta le inundó la nariz, a pesar del viento.
—¿Responde
esto a su pregunta? —oyó que decía una voz cavernosa en alemán—. Soy
Untot Nachtjäger, primer Oberst-Vampir del Tercer Reich.
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En el año 2005 Marcelo di Marco fundó La Abadía de Carfax, un círculo
de escritores que comparten una pasión común: la literatura fantástica
y de terror. A mediados de 2006, PasoBorgo publicó su primer libro
de cuentos, Cuentos de la Abadía de Carfax (al que pertenece
el relato aquí publicado), antologados por Nomi Pendzik. Una invitación
para todo aquel que se atreva a adentrarse en laberintos oscuros.
El libro se puede adquirir en Librerías Cúspide, en cualquiera de
sus sucursales, o por Internet, en http://www.cuspide.com/isbn/9872299900
o a través del portal de El Aleph, en http://www.elaleph.com/libros.cfm?item=62214&style=biblioteca
Más información en el portal de la
Abadía:
http://www.geocities.com/abadiacarfax/
- ILUSTRACIÓN RELATO:
A vertical aerial photograph taken during a raid on Berlin...,
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