TRISTE HISTORIA DE LA
MANTEQUILLA DE CADA UNO
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Azahara
Palomeque
Paco lleva los ojos rojos y
el pantalón medio caído. Hace ya un par de meses que ha notado
que la ropa le está grande. No tiene ganas de comer, y su dieta se
basa en el café y la tostada de media mañana, etiqueta de su oficio
de funcionario, y un bocadillo a las tres de la tarde, frío. La cena
la ha suprimido por completo, sólo de vez en cuando siente ganas de
una cerveza y una canción de Sabina antes de dormir. Su conjuntivitis
sólo es cosa de un par de días. Duerme mal, y poco, pero eso da igual.
A nadie le importa; su familia no pregunta y si el abandono es tan
cercano como eso entonces la mala vida no existe. No me hacen caso
—dice para sí. Y prosigue su periplo desde la boca del lobo hasta
la boca del metro.
Allí, mira por el cristal de la
ventana y distingue a un hombre pálido y con ojeras en forma de huevo
daliniano. Su ropa es impecable: camisa recién planchada, chaqueta
y corbata a juego. Detrás de la imagen del cristal, un señor con un
mono azul cuenta los cigarros de su paquete. En un asiento cercano,
una chica de coleta alta y tacones bajos cuenta las hojas de su carpeta
lentamente; parece buscar un papel específico, que no encuentra. Cada
cual en su burbuja ha aprendido a respirar sin compartir el aire del
prójimo. Su parada es la próxima, así que Paco se aproxima a la puerta
y deja de mirar el cristal de la ventana. El botón de abrir le hace
cerrar la boca, entreabierta hasta entonces. El centro de la magnánima
urbe está solamente a unos pocos de peldaños del trabajador, aún en
el subsuelo.
Salir de una cueva oscura y ruidosa
no significa ver la luz.
Paco cruza la calle: la oficina
está al otro lado. Parece mentira que después de tantos años no haya
aprendido cuál es la salida correcta que ha de tomar, su salida de
metro. El muñeco inmóvil se torna verde y Paco tiene la intención
de cruzar. Alarga un pie, después el otro sigue la línea marcada por
el anterior, no hay vuelta atrás. Un empujón, dos, la mano que no
intenta ayudar y el coche que pega un frenazo son todo uno. El suelo
no está tan duro como lo pintan, y unas rodillas cuarentonas aguantan
el golpetazo mientras un músculo en forma de puño bombea sangre rápidamente
a todo el cuerpo. El susto no asusta. La gente continúa caminando
a su alrededor, al fin y al cabo, no le hacen caso.
Paco ha llegado a casa: ojos un
poco más rojos y pantalones algo más caídos justifican la jornada.
Se siente normal, portador de un nombre coloquial, de un trabajo cualquiera
y de una familia vulgar. No se siente hombre; él es, simplemente,
normal. Es un adjetivo que complementa al sustantivo cero.
Mientras se saca los pantalones,
sentado en la cama, descubre, en una de las rodillas, un hematoma
violáceo que le mira con rencor. Es morado y su forma se asemeja a
la mancha de mantequilla que queda en mitad de la tostada cuando se
ha derretido el resto: una estrella con picos cortados y bordes difusos.
Violeta es la portada de su único libro publicado. Estrella del mundo
editorial, lo que él iba a ser de joven. Sin reparar en nada Paco
construye su crisálida de sábanas y mantas: se ha dormido sin saber,
como tantos otros, que su sueño es ahora un astro huérfano de extremidades.
No se hace caso.
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AZAHARA
PALOMEQUE RECIO
obtuvo el Primer Accésit
del XIII Concurso Literario de Narraciones Cortas Luis Landero para
estudiantes de Centros de Secundaria (Curso 2002-03), por su relato
La manta de los sueños.
azuhpa(at)hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por Juanjo Barinaga y
Pedro M. Martínez ©
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