La marca doble
___________________
Sergio Borao Llop
El diecisiete
de mayo, (el año se me ha borrado y además carece de importancia)
comenzaron las celebraciones de la Fiesta de la Primavera. Durante
los dos primeros días, fiel a mi costumbre, conseguí mantenerme alejado
de los festejos y, sobre todo, del insoportable bullicio. Al tercero,
después de anochecer, unos amigos vinieron a buscarme con la irrevocable
intención de llevarme con ellos al baile final, famoso colofón de
las fiestas.
Si este hecho trivial no hubiese llegado a producirse;
si yo, obedeciendo a mi natural inclinación hacia la soledad y la
calma, hubiera permanecido en mi casa, ajeno a toda algazara, quizá
mi vida tendría otro signo, quizá sería tan insulsa y feliz como la
de cualquiera de mis vecinos.
Pero acudí al baile. Como era previsible, bebimos
en abundancia. No permanecimos indiferentes a la belleza de las desconocidas,
aunque nuestros requiebros sólo consiguieron despertar alguna sonrisa,
leves rubores y una que otra mirada no del todo amable. Al filo de
las tres, lejana ya la medianoche, unas jovencitas sin compañía nos
aceptaron a su mesa. Bailamos por turnos, charlamos de trivialidades,
nos divertimos. En algún impreciso momento, se habló de tatuajes,
de marcas. El tema me interesó. Una de las chicas (llamada Raquel,
creo) mencionó una curiosa señal en forma de cuarto creciente, situada,
por lo general, al lado de la pelvis. Más arriba, donde el pecho busca
la intimidad en las profundidades de la axila, otra cicatriz, ésta
en forma de cuarto menguante, completaba el dibujo. La posesión de
tales signos determinaba un horror sin límites, aunque la joven no
recordaba los términos precisos en que estaba redactado el artículo
que se refería a ellos. Se discutió, hubo matices irónicos, agudas
chanzas.
Sólo yo permanecí callado. Raquel hizo notar
que, al margen de toda discusión, ella poseía una antigua Enciclopedia,
poco conocida, donde figuraba cuanto acababa de decir. Con una sonrisa
de triunfo, nos invitó a comprobarlo, invitación que algunos interpretaron
como un tácito consentimiento a la continuación de la fiesta en camas
ajenas.
Así pues, nos dirigimos a su casa entre mordaces
comentarios y esperanzados pensamientos. Las calles ya silentes nos
vieron pasar. Alguna farola parpadeaba, como un guiño cómplice. Ajeno
a las conversaciones, yo meditaba. Como sus amigas ya parecían haber
elegido pareja, nuestra anfitriona trató repetidamente de animarme.
Por educación, conversé con ella, pero mis pensamientos se hallaban
dispersos por otros territorios menos seductores.
Frente al número cuarenta de una avenida que
en ese momento no reconocí, la chica se detuvo de improviso. Entramos
a un patio grande, con maceteros a ambos lados. En un ascensor acristalado
subimos al cuarto piso. Nos recibió un salón enorme, amueblado con
gusto. Raquel (si es que en realidad era ése su nombre, si es que
alguna vez existió) nos sirvió licores de frutas y brindamos por nuestra
reciente amistad. Tras un rato de charla, hice notar el motivo de
nuestra visita, pero nadie hizo el menor caso. Como la conversación
comenzó a decaer, una de las chicas cogió a Pablo de la mano, susurró
algo en su oído y salieron de la habitación, abrazados, en busca de
la intimidad de las alcobas. Gradualmente, los demás hicieron lo propio,
dejándome a solas con Raquel. Ella me miró con sus ojos grandes, esperando
acaso que me decidiera a besarla.
—Enséñame el artículo, por favor —pedí. Creí
percibir una opacidad en su rostro, pero accedió a mi súplica y buscó
la vieja enciclopedia. En medio de un extenso párrafo, pude leer:
«...de los designios divinos. Porque aquellos
que posean la citada marca sólo podrán alcanzar las impías aguas de
la muerte en la misma forma en que accedieron a los complejos laberintos
de la vida: A través del acto supremo del amor».
Después de haber leído varias veces esas enigmáticas
líneas, de repasar toda la página en busca de alguna posible aclaración,
dejé el libro sobre la mesita de cristal y me quedé mirando, como
alelado, los entreabiertos labios de Raquel. Lentamente me quité la
camisa, dejando al descubierto mi torso velludo. Cerca de la axila,
la marca en forma de cuarto menguante me delataba.
—¿Quieres ver el resto? —pregunté. Ella, turbada,
apenas fue capaz de abrir la boca para musitar una excitada afirmación.
Desabroché los botones del pantalón. Allí, muy
cerca de la pelvis, el cuarto creciente se destacaba desafiante. Ante
mi sorpresa, lo tocó. Sus dedos subieron muy, muy lentamente por mi
piel hasta llegar a la cicatriz de mi pecho. Muy confusa, retiró la
mano y se puso a dar vueltas por el salón. Me aproximé a ella, rodeándola
con mis brazos.
—No puede ser cierto —musité—. De serlo, ya estaría
muerto.
—Vete, por favor. No podría soportarlo.
—Te deseo. Ayúdame a salir de dudas.
—Déjame. No me toques. Me das miedo. Vete. Quizá
podamos vernos en otra ocasión. Ahora necesito tranquilizarme.
—Está bien. Pero vendré a verte. Tenemos algo
pendiente.
—Sí, sí. Otro día. Ahora vete.
Así, sin siquiera despedirme de mis amigos, me
marché de aquella casa. Ardiendo por la fiebre, tomé un taxi que me
llevó a mi barrio. Sin desvestirme, me metí en la cama y me dormí
profundamente.
Ni al otro día, ni nunca, pude hallar la casa
de Raquel. Ninguna avenida se parecía a la que atravesamos aquella
noche. En toda la ciudad no había un sólo portal con el número cuarenta
que tuviese maceteros en el patio. Mis amigos no me sirvieron de ayuda,
puesto que apenas recordaban lo sucedido. Ensayé diversas alternativas
(Un 46, un 48, un 140 a los que se les hubiese borrado una parte)
sin obtener resultado. Finalmente, cansado, determiné que todo había
sido un sueño de borracho.
Pero las palabras estaban extraordinariamente
claras en mi mente. La marca, implacablemente presente sobre mi cuerpo.
Para cualquier otro, en cualquier otro tiempo,
la idea de la inmortalidad hubiese podido resultar, tal vez, atractiva.
No creo que nadie, en este atormentado siglo, pueda jactarse de desearla
en toda su espantosa grandeza.
En ese tiempo, me horrorizaba la idea de sobrevivir
a toda una generación, de ver marcharse a los familiares, a los amigos,
de asistir a innumerables entierros y volver a recomenzar. Pero, ¿Por
qué detenerse ahí? ¿Por qué no imaginar a las generaciones futuras?
Podía ver multitudes naciendo y creciendo vertiginosamente, yéndose
sin apenas haber podido musitar una palabra de despedida, muriendo
una y otra vez ante mi impasible mirada de muerto sin lápida ni responso
ni lágrimas sinceras. Los veía como danzantes a mi alrededor, como
figurantes de un teatro imaginario, representando los pormenores de
una vida gris cualquiera para un único espectador que no podrá aplaudir,
ni tan siquiera dedicar una sonrisa de ánimo a los sufridos actores,
ya que su papel no ha hecho más que empezar, y habrá de prolongarse
hasta el fin de los tiempos, a no ser que sea capaz de hallar el consuelo
de la muerte en el amor, en el acto supremo del amor...
Acaso sin quererlo he mencionado el auténtico
problema: Nunca quise a nadie. Es decir, a nadie que me correspondiera.
Como todos, he cultivado amores imposibles. Como todos, me he acostado
por simple placer. Nunca tuve en mis brazos a una mujer de la que
estuviera sinceramente enamorado. No podría afirmar que mis amantes
ocasionales hubiesen estado enamoradas de mí.
Así pues, de ser cierto lo que leyera en aquel
libro, me enfrentaba a un doble problema. La muerte, sin ser atractiva,
es un hecho inevitable y, en cierto modo, deseable cuando se ha llegado
al final del camino. Pero, ¿cómo determinar ese final? ¿Cómo saber
que efectivamente estamos preparados para afrontarla?
Por otra parte, me imaginaba anciano y solo,
buscando grotescamente el amor que no he sabido despertar en mi juventud.
La alternativa no era en absoluto alentadora. Debía dedicarme de inmediato
a la búsqueda de esa mujer que había de rescatarme de mi destino.
Si tenía éxito, mi vida se vería truncada en su justo cenit. Si no...
Conjeturé que el destino, ese destino que había
sido predicho siglos antes de mi nacimiento, me exigía una entrega
total. Como es natural, pronto surgió una nueva pregunta: ¿Sería yo
capaz de entregarme hasta ese punto? ¿Cabría en mí ese apasionamiento,
esa llama de la que a menudo hemos oído hablar, tan frecuente en las
novelas? ¿No sería más bien uno más de los miembros de esa multitud
sin nombre y sin rostro que abarrota los autobuses y los vagones del
Metro y colapsa las calles con sus utilitarios en las horas punta,
esa multitud que parece insensible al dolor, a la desesperación, a
la pasión, a cualquier manifestación ajena a la rutina que gobierna
los minutos que van eternizándose...?
Excitado, atemorizado, frecuenté las esquinas
de los barrios prohibidos. Así conocí a Virna, muchacha joven y bonita
cuyos ojos parecían haber estado esperando mi llegada desde siempre.
Unos angustiosos minutos entre el olor a suciedad
de la habitación alquilada y a colonia barata y a sexo, sintiéndome
incómodo ante la mirada lánguida de amor por contrato que yacía en
el fondo triste de los ojos (más prosaicos en la intimidad) de la
chica que me acariciaba, de aquella mujer prematura que apenas pudo
sonreír fugazmente cuando terminamos y le di el poco dinero que quiso
pedirme, me convencieron grotescamente de la inutilidad de tales experiencias.
Con el olor aún pegado a mis ropas, fui a emborracharme.
En medio del delirio, comprendí, con la resignación
nacida de las continuas frustraciones a las que casi nadie es ajeno,
que debía producirse una combinación imprevisible de factores favorables,
que tenía que provocar un momento único e irrepetible en el que todo
mi ser se concentrase en un miembro, en una sacudida de deseo que
me llevase al otro lado en medio del éxtasis embriagador y dulce y,
sin embargo, tan cruel; éxtasis liberador y asesino, verdugo y puerta
entreabierta, tiniebla y salvación...
Así, esta idea fija guió mis pasos por plazas
y avenidas de ciudades sin nombre y sin memoria de mi búsqueda; me
introdujo en discotecas, cines, teatros y bares de moda; me llevó,
en suma, a cuantos lugares pudiesen permitirme el inicio de una relación.
De este modo, conocí a muchas mujeres, deseé a otras, logré trabar
amistad con algunas y conseguí acostarme con unas pocas. Pero todo
ese intercambio furioso de besos, todo ese ir y venir de cuerpos debatiéndose
en camas desconocidas, (¿cómo no lo había comprendido aún?) estaba
abocado al fracaso. O mis amantes no me excitaban lo suficiente o
no me deseaban en absoluto y tan sólo se acostaban conmigo para saciar
sus instintos junto a alguien a quien ya no fuesen a recordar a la
mañana siguiente, o ambos nos hallábamos borrachos o ahítos de estupefacientes.
Otras veces, incautamente ligaba con profesionales que luego me pedían
dinero a cambio de sus servicios. Hubo mujeres a las que de verdad
deseaba y por quienes fui desdeñado. Eso me condujo (todos los dioses
me hayan perdonado) a cometer una violación, no por lascivia o crueldad,
sino únicamente llevado por el desesperado afán de encontrar la llave
de mi infame destino. Mas produje dolor y no hallé liberación, lo
que me llevó a un vergonzoso estado de apatía y de odio hacia mi propio
cuerpo, al que causé brutales heridas en mi loca huida hacia ninguna
parte, queriendo acaso destrozarme por tanta culpa y tanta eternidad
en lontananza. Todo lo intenté y ni una sola vez había conseguido
entregarme enteramente. Sólo había logrado agotarme, entristecerme,
embrutecerme y, a menudo, emborracharme.
Vino luego un periodo de inacción, un dejarme
llevar por las circunstancias, un ver pasar los días sin hacer el
menor esfuerzo por retener esos instantes preciosos que jamás regresan
y que constituyen ese algo intangible que llamamos felicidad. Esa
pausa en mi desbocada carrera me abrió las puertas del análisis.
Centrar mis esfuerzos en seducir a una única
mujer, cribar la multitud de rostros hasta dar con el rostro exacto,
hallar el reverso (o el anverso) de la moneda que venía a ser la suma
de mis días y mis noches, encajar la pieza que faltaba, la figura
que con su ausencia negaba el tapiz de mi existencia.
Muchas noches de vigilia o insomnio, muchas horas
de concentrada espera, de arduo espionaje, de metódica observación,
de paciente examen, mucho entrechocar de pensamientos, incontables
jarras de cerveza, numerosos dolores de cabeza y varias cajas de aspirinas,
me convencieron de la inutilidad de la fatigosa tarea emprendida.
Mi única opción, entonces, era esperar. Esperar y seguir intentándolo,
seguir llamando a incontables puertas, seguir abordando a infinitas
mujeres, seguir buscando algún rasgo indefinible, una mirada, unos
labios, una manera de hablar o de mover las manos, algo que me permitiera
albergar una esperanza, por ínfima que fuese. Seguir fracasando, seguir
pensando, con incontenible amargura, que tal vez Ella ya hubiese pasado
por mi vida y yo, inmerso en otras búsquedas, no fui capaz de reconocerla.
Seguir naufragando, seguir pescando en las traicioneras aguas de la
casualidad sin hallar jamás la pieza deseada, seguir hartándome de
cervezas y de fármacos alucinatorios, seguir cayendo en insoportables
depresiones que no han de tener fin...
Mi tiempo se fue gastando. A pesar de todo, podía
envejecer. Envejecí y mis ya escasas posibilidades se fueron disipando
en las esferas relucientes de los relojes. Me resigné a la melancolía,
a las noches sin nadie, a los bancos otoñales de los parques, a la
soledad de los atardeceres...
Fue así como conocí a Sara. Una tarde de Octubre,
vino a sentarse en el banco en que yo me hallaba, en el mismo viejo
banco del triste parque donde yo había aprendido a refugiarme del
tiempo y del miedo que sentía crecer, implacable, en el interior de
mi atribulado pecho. Todo fue casual, hubo una mirada que halló respuesta,
palabras ya borradas que arrancaron sonrisas cómplices, un encuentro
de manos en la somnolienta despedida. Nos vimos otra tarde, en el
mismo lugar, y ya todas las tardes desde entonces, y nos enamoramos
como se enamoran los adolescentes, intercambiando besos furtivos contra
el cielo amarillento del atardecer en la intimidad del parque desierto
y en todas las esquinas de la noche. El amor fue creciendo hasta desbordar
los estrechos límites de nuestros corazones ávidos de ternura. Fue
agigantándose el deseo conforme transcurrían las noches de separación.
Algo informe, irresistible, se adueñó de nuestros actos.
Hoy, hace apenas un par de horas, después de
muchos besos y de incontables caricias aplazadas, hemos subido por
la vieja escalera hasta mi habitación barata, que desde ese momento
fue la más maravillosa de las habitaciones que jamás conocí, porque
en ella nos hemos entregado al dominio del cariño largamente postergado.
Y henos ahí amontonados, sintiendo llegar el
momento, sintiendo que estoy, por fin, a punto de traspasar la frontera
maldita.
Pero he aquí el furtivo pinchazo del arrepentimiento.
Ya no quiero morir; ahora sólo quiero vivir, vivir intensamente con
ella y para ella, entre sus brazos morenos que me acarician despacio.
No, ya no más el reino de lo oscuro, ya no la
muerte; ¡la vida!, la vida en su más fabuloso esplendor, la vida...
pero el momento llega y es el más dulce, se agitan nuestros cuerpos
sobre las raídas sábanas en un éxtasis apocalíptico y final...
Ahora, sobre las viejas sábanas, sucias de sudor
y esperma, hay un cuerpo llorando amargamente: Mi cuerpo, que ha sobrevivido,
traicionado por ese amor desbocado que llegué a sentir por la adorable
Sara. Por Sara, que yace junto a mí, empapada, fría. Sus ojos están
cerrados y parece que no respira. Resignado, toco su pecho. Su corazón
no late. Al retirar la mano, en medio de la violenta confusión de
mis sentidos, distingo, junto al sonrosado pezón ya inmóvil, una cicatriz
en forma de cuarto menguante. No me atrevo a mirar su pelvis, en la
que, con toda seguridad, hay otra cicatriz que aparenta un cuarto
creciente de luna, como ése que desde un rincón de la ventana parece
contemplarme con aire de disgusto. Seco mis lágrimas. Ahora ya no
me odio, pues mi sacrificio, esta renuncia que no sé si al final fue
voluntaria, ha servido, cuando menos, para conceder el descanso a
mi amada, en cuya muerte he leído mi amargo destino: Seguiré envejeciendo,
viendo pasar las tardes en cualquier parque o en los alrededores de
la estación, con el ruido de los trenes como telón de fondo de mi
desdicha. Seguiré agonizando hasta esa tarde terrible en que algún
viandante despistado confunda mi sueño con la muerte y me entierren
en cualquier lugar donde el viento no roce mi piel, en un lugar tenebroso
donde nadie traerá flores ni derramará una sola lágrima, donde eternamente
viviré y soñaré que estoy muerto mientras el hambre, la sed y los
dolores de la decrepitud me atormentan y los hombres me olvidan.
______________
SERGIO BORAO LLOP nació en Mallén (Zaragoza, España) en
1960 y reside en la capital zaragozana. Es encuadernador, periodista,
poeta y cuentista.
Ha publicado los siguientes cuentos: Las carreteras (Revista
Nitecuento, n.º 23); Antología Relatos Zaragoza, 1990;
Feria (Revista Nitecuento, n.º 13); Paisaje sin batalla
(Revista Nitecuento n.º 16); Espíritu de la Plaza (Antología
Callejón de palabras - Mizar) y en cuanto a poesía publicada:
La estrecha senda inexcusable (poemas) (Poemas Zaragoza, 1990)
y Poemas (Antología Poemas quietos - Mizar).
Web del autor: http://www.aragonesasi.com/sergio/index.htm
De este autor puedes leer (en Margen
Cero):
Nómadas |
Cansancio |
Las carreteras.
- ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
|