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Shitsurei shimasu
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Brenda G. Figuerola


Es un ritual, una danza maquinaria. Toco la puerta con la yema de los dedos y esparzo la suavidad barnizada del roble en semicírculos. Hay tanto silencio aturdiéndome, que a veces creo que la sensación de sueño es sólo esa conocida elipsis saturada.

Ella me mira, no me sonríe como en los cuentos, pero sé que me mira. Hace una reverencia apenas inclinando el cuello, mueve la punta de los dedos caídos, se llena de expresiones que nadie más comprende. No intenta hacer cosas mayores; ella es sólo la sombra de todas sus sutilezas.

Nunca le pregunté a nadie sobre su procedencia; de dónde vino, quiénes eran sus padres, cuánto tiempo pasaba en el palier prolongando esos minutos que no le interesaban. Inútil averiguar acerca de su existencia, inútil advertir que, para los otros, ella no existía. Una satisfacción, aguda y retorcida, comprobar que era mío el privilegio de contemplarla; mía la poesía de sus gestos trágicos, mía la insostenible delicadeza de su quietud. Tengo la impresión de que, de un modo extraño, nuestro mundo no es solamente de carne, sino de un hechizo recíproco frente al cual todas las leyes naturales se desvanecen.

No tiene nombre. Yo nunca quise dárselo por la simple suposición de que tendría alguno. «¿Estás sola, pequeña?», pregunté la primera vez en que crucé ante sus ojos de muñeca, de muerte lenta, de acordes quebrados. No me respondió. Y en la ausencia de palabras ambas hicimos un primitivo pacto de mutua comprensión, de secretos jamás develados y de encuentros furtivos al desinterés del mundo. Siempre allí, detrás de la puerta de calle, siempre habitando el alargado pasillo; cuando caliento mi almuerzo en la ajustada cocina, cuando repaso mis libros en el dormitorio, cuando las voces de las visitas se han apagado en el living comedor. Regreso del trabajo y ella está ahí, anhelante; recojo las cartas apiladas sobre las cerámicas y ella está allí, melancólica. Al acostarme en la cama pienso en ella, pienso en sus ojos de cristal, en la piel aporcelanada, en las manitos unidas que, abrazándose, sostienen un peluche descolorido.

El fantasma del palier me rompe el corazón.

Cada mañana, al partir, no puedo evitar mirarla tiernamente, ansiar estar con ella, rezar por un milagro que me permita comprobar las incalculables suposiciones que hago acerca de su presencia confinada a un hall de entrada. «¿Qué te trajo aquí por primera vez, pequeña?». Como respuesta, una mirada compasiva de las infinitas cuestiones que yo ignoro y que, mientras tanto, ella conoce; la muñeca me declara secretamente que es a mí a quien ha elegido, que soy yo la única dueña de su aparición, la portadora de una locura que fascina, de un espejismo que conmueve.

Y eso me basta. No me preocupa el resto; mis padres, mis hermanos, mis amigos. He tenido a quien amar, pero ya estoy muy lejos; estoy afuera, estoy en ese pasillo, con esa niña. Mi alma mater, mi tesoro; yo sólo quiero verme reflejada en esos ojos de ensueño. A mí sólo me importa comprender por qué su expresión es siempre frágil, por qué en su boca sellada hay una dolorosa promesa de serenidad.

Ya no recuerdo el exterior: el vaivén de las hojas caídas en otoño, las risas de los jóvenes iluminar el parque, el humo de las chimeneas ascender al cielo. Mi mundo se ha reducido a la fácil resignación con que esa niña, la niña del corredor, espera lo inesperado, aguarda lo inevitable, insiste en algo que todavía no fue cumplido. Concibo la felicidad cuando la figura errante al otro lado de mi puerta me asegura con esa economía de gestos suya y con ese abismo de calma y fatalidad que la envuelve, que persistirá allí un rato más, que no se irá para siempre, que todavía restan unos minutos para nuestra separación y que, hasta la despedida, quedan otro par de horas largas e inagotables…

A veces se marcha por un tiempo; no sé por cuánto. Tras su desaparición mi mente se carga de imágenes vacías y reincidentes. En cambio, me quedan la borrosa certeza de haber deseado que regresara y el eco de mi voz ordenándome que no desespere. Es un dolor tan sordo la horrenda expectativa de no volverla a ver... mi espera es tan distinta a la de ella, tan doblemente enloquecedora y abismal, tan encerrada en mí misma. Cuán cierto es que, en el marco de una traición callada, acaricio la esperanza de que esa niña no vuelva a marcharse y de que, en cambio, un día tome mi mano sin ninguna razón y traspase mi puerta para encontrar aquí lo que por tanto tiempo ha estado buscando en el palier. He fantaseado tantas veces alrededor de esa idea, la he modificado y adornado con tantas mezquinas ilusiones que, como ella, como mi escolta infantil y silenciosa, ha tomado vida propia y se escapa de mi manejo y de mi observación. Sueño con escuchar el timbre de la voz de mi muñeca, mi muñeca muda, la que en mis delirios balbucea palabras inexpresables y repite canciones de cuna. Pero jamás la he visto moverse, reírse, tan sólo cerrar esos ojos detenidos. En sus confusas ausencias aguardo el regreso imaginándola desvanecerse lentamente hasta fundirse con el aire; irse, vaporosa, a otro sitio, a otro corredor, a la perspectiva de otros ojos detrás de la mirilla.

Luego, en un instante escogido al azar, ella regresa; la niña pequeña atada a ropas viejas, la preciosa marioneta de ojos pequeños, el ángel vampiro de mis pensamientos, de mis acciones, de mi vida. Entonces, en esos momentos de extrema alegría, veo a mi rutina recobrar el sentido que había perdido y compruebo que el tiempo y el espacio ya no son una marea viscosa, sino fieles sirvientes postrados a los diminutos pies de mi muñeca.


Es tarde y aún no ha venido. Hay una taza de té esperándome en la cocina, están los libros desparramados fuera del estante y el living comedor no atiende a ninguna visita. No he conseguido separarme de la puerta o tan solo quitar mis ojos del cristal rayado de la mirilla. Le estoy hablando a tu vacía imagen, muñeca, pero no me responde; «Quédate ahí», te digo, «no te vayas; yo te vislumbraré desde el ojo de la puerta, abarcaré tu eternidad intangible con mis manos y dormiré pensando en ti, sólo en ti, y nunca le diré a nadie que te he visto, que he hablado contigo, que conozco la verdad detrás de tus pupilas grises y tu vestido de brocado envejecido».

Porque es tan tarde y aún no has venido… ¿No lo entiendes? Ahora, en el anochecer, me invade un frío acerbo e ingobernable ante la idea de perderte, frente al riesgo de entregarte a ese mundo al que perteneces. Ahora, que las cosas mueren intranquilas, me pregunto: «¿A dónde te has ido, pequeña?, ¿qué es ese vacío que a veces te captura y te aleja de mí?».

Te quiero tanto, muñeca… tanto que en tu sombra invisible encuentro consuelo y en tus ojos suplicantes me refracto como si fuera yo la que aguardara magia en ese pasillo, como si fuera yo la que observara el andar de los vecinos indiferentes y como si fuera mi piel la que recibiera el soplo de sus cuerpos traspasar mi imagen.


Es tarde y aún no ha venido.

Mis manos, extendidas en el roble de la puerta, hacen presión contra la madera mientras tejo excusas en torno a la desaparición de mi muñeca. Conozco el temblor que se expande entre mis dedos y el bombear desesperado de mi corazón; conozco, además, la débil intuición de que ella volverá y de que, en el instante en que parpadee y pierda la visión absoluta del palier a través de la puerta, ella ya estará ahí.

Cierro los ojos y me parece escucharla, me parece conseguir por fin esa voz anochecida que nunca resuena. («Pero, ¿y cuando no estás...?, ¿cuándo no estás allí, muñeca?»). Me parece sentirla desde un lugar cercano, sentirla en el interior de mi cuerpo, verla escondida en los espacios agujereados de mi mente («…¿a dónde te has ido, mi amor?»).

Y entonces lo entiendo.

Suavemente, sin tener noción de ello y con una cadencia que invita al sueño, me volteo hasta apoyar la espalda en la puerta. «Perdóname, muñeca, pero es que siempre deseo verte».


Allí, amparada en la penumbra que ha descendido sobre mi departamento escucho la frisa de su vestido avanzar con intermitencia hacia mí. No tengo salida pero, en realidad, nunca la tuve. En el corte transversal del único haz de luz que proviene de la calle, tan sólo recuerdo ese frívolo resentimiento bajo sus ojos acuarelados.


Y de sus labios: —Shitsurei shimasu*



* ‘Shitsurei shimasu’
es la expresión japonesa que utiliza una persona para anunciar su entrada a una casa o a un recinto ajeno.


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BRENDA G. FIGUEROLA
, estudiante de Letras, vive en Buenos Aires.

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ILUSTRACIÓN RELATO: Isome-shi Garden14n4410, By 663highland (663highland) [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html), CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/) or CC-BY-2.5 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.5)], via Wikimedia Commons.