Un trayecto de
dos kilómetros doscientos metros
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Martín Piedra
Soy cartero,
reparto cartas. Cargo la moto
amarilla, arranco y me voy. Bajo por la avenida José Gárate, toda
llena de rotondas, y acelero y freno, entre el tráfico. Adelanto a
grandes camiones que van al polígono industrial; me pongo delante,
en su carril, y miro por el retrovisor las caras de los conductores,
gente cansada. El aire me da en la cara. Pienso que esta tarde tenemos
que ir a la compra porque en casa no queda ni leche ni fruta; que
en unos días llegara el recibo del seguro; que debo ir a la óptica
para que ajusten las patillas de mis gafas.
Parado en el semáforo de la avenida
de la Cañada veo a varios escolares, que cruzan. Todos ríen y corren
excepto una niña, una muchacha de unos catorce años que se queda atrás,
abrazada una carpeta contra su pecho. La llaman desde la acera y veo
que llora. Al pasar delante de mí me mira y sorbe sus lágrimas. No
sé por qué se me viene a la cabeza la niña que apadrina mi mujer en
el Perú, o en Bolivia, no sé. Se llama Elena. La conozco por fotos
que envía la ONG de vez en cuando. Tiene una cara dócil, redonda,
con ojos grandes y el pelo negro y fuerte. Al fondo siempre se ven
piedras apiladas, y un suelo reseco. Son fotos semestrales. Cada seis
cuotas de abonos bancarios llega una foto. Mi mujer las guarda con
cariño. Dicen los de Intervida que la cuota da para que Elena desayune
todos los días un buen vaso de leche y además pueda asistir al colegio.
Es muy aplicada, le gustaría ser médico. Vive con su madre y cinco
hermanos. Mi mujer piensa que el padre los abandonó. Primero emigró
a Estados Unidos. Entró al país de forma ilegal, como otros muchos.
Encontró trabajo de camarero. Los primeros meses les mandaba dinero
puntualmente pero luego conoció allí, en cualquier ciudad norteamericana,
a otra mujer, una compatriota. Se lió con ella y dejó de enviar giros.
Luego dejó de escribir. Escribió una última carta diciendo que repudiaba
a su antigua familia y que ahora fundaba otra nueva, allá. Que le
perdonaran. La mamá de Elena lo comprendió. Al fin y al cabo, un hombre
tiene que estar arrimado a una mujer. Es su condición de hombre y
animal. Todo esto lo piensa mi mujer, sin prueba alguna. Son conjeturas,
le digo, lo estás inventando. Pero ella insiste en que eso es lo más
probable que pasara con el papá de Elena. Sucede a menudo en aquellos
países. Allí los hombres son así, rehuyen sus responsabilidades. Lo
que es seguro es que Elena tiene cinco hermanos, desayuna leche y
está estudiando en un colegio regentado por cooperantes españoles,
dice ella.
Se abre el
semáforo. Acelero. Giro en la calle Villanueva, ya dentro del polígono
industrial. El tubo de escape suena raro y el embrague va duro. Al
enfilar la calle Galileo veo al perro de todos los días. Me sale al
paso de sopetón. A pesar de todo consigue sobresaltarme. Ladra. Siempre
merodea por aquí. Los de Josman, el taller de coches, de vez en cuando
le dan los restos de un bocadillo o un trozo de pan. El perro se pone
a mi altura. Sigue ladrando y debo hacer un esfuerzo para mantener
la dirección de la moto. Es un chucho de color ceniza, con cara y
cuerpo esmirriados. Tiene unos hocicos feos, con bigotillos húmedos,
como si acabara de tomar un plato de sopa, y lanza dentelladas al
aire. Estoy harto de sus ladridos, que resuenan en la calle como chillidos
de algún animal exótico en lo oscuro de la selva, y de los sustos
que me da.
De pronto,
sin pensarlo, freno, reduzco la marcha. Lanzo mi pie con fuerza y
golpeo su cabeza con la punta de la bota. Suena hueco. Me arrepiento
al momento. En un segundo deja de ladrar y queda tendido en medio
de la calle, el lomo sobre el asfalto, las cuatro patas tiritando
al aire. Paro unos metros más allá. El baile atroz de sus patas dura
un par de minutos larguísimos. Luego acaban las convulsiones y el
animal queda tendido boca arriba, ya inmóvil. Gotea sangre su hocico.
No pasa ningún coche. Pienso en que hay que ir a comprar esta tarde,
en la colegiala del semáforo, que lloraba, y, sobre todo, en Elena
y en su padre. En la dejación de su padre. Me acude una tristeza infinita.
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Martín Piedra
es el seudónimo utilizado
por un autor madrileño que escribe porque le gusta y porque no puede
dejar de hacerlo...
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La máquina |
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Si el Capitán Trueno
* ILUSTRACIÓN RELATO: Moratalaz, fotografía por
Pedro M. Martínez©
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