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Los últimos cruzados
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Paco Ruiz


Aunque viva dos millones de años no podré olvidar su mirada dolorosa: Aquellos ojos de mestizo en trance faltos de cariño, y los minutos que me regaló como testamento último. Pero eso fue después, tras la trifulca en el Zeppelín, y no quiero adelantarme al curso de los acontecimientos.

Se rumoreó durante algún tiempo por los billares, por los tugurios de todo Madrid que había un tipo alto y triste, vestido de cuero viejo, que hacía que una Stratocaster sollozara entre sus manos como si estuviera viva. Apenas lo habían visto alguna vez, a altas horas y en locales de ensayo medio vacíos. Los veteranos del mundillo hablaban por lo bajo, evitándonos, como si ciertos temas fueran sólo para iniciados, tan sólo podíamos oír de vez en cuando la palabra mágica: Su apellido. No lo diré aún, no por privaros del meollo de la historia, si no para que comprobéis que es cierta, o al menos, os convenzáis de que yo así lo creo. Os doy mi palabra, aunque esto no valga mucho en estos tiempos que corren.

Conocía sus discos por mi hermano mayor. Un auténtico animal el tipo en cuestión, si es que se trataba de él, claro. Era capaz de frasear a toda velocidad sobre cualquier tema, como un violinista clásico. Pero no eran la técnica ni la improvisación las que le hacían ser grande: Eran las tripas. ¿Cómo era posible darlo todo en cada tema, en cada compás, en cada nota? Se entregaba a la música como si le fuera la vida en ello; no se trataba de armonía, pericia u oficio, hablamos de alma hecha carne, de feeling hecho cuerdas, madera, sangre, un auténtico torbellino capaz de hacerte olvidar a la chica que te partió el corazón o aquella moto que te robaron. Murió con veintiocho años en los lejanos setenta, y ahí estaba el misterio: El tipo que se parecía al mito llegó a Madrid en el noventa y tres. Era materialmente imposible que fuera él, pero necesitábamos creer, éramos unos chavales y Los Guns ’n’ Roses daban las últimas boqueadas, el pop lo pudría todo: Necesitábamos al mito de nuevo, porque el rock se estaba muriendo de indolencia, los últimos cruzados, nosotros, y Jerusalén que se desmoronaba a nuestro alrededor. Queríamos creer.

Los detalles sobre aquel tío habían llegado a todas partes, así que para entrar al Zeppelín tuvimos que valernos de la amistad con Fernan, el segurata de la puerta, porque había decenas de chavales y no tan chavales esperando. El Botas, que todavía no había tenido el accidente en la fábrica que lo dejó tullido, y yo, trasegábamos copas, ansiosos por oírle, mientras los grupos locales nos infectaban los oídos con sobredosis de decibelios y malas versiones de los clásicos. Se mascaba en el aire la tensión. ¿Sería realmente él? En unos momentos lo sabríamos. Se retrasaba el plato fuerte y la gente perdía la paciencia, además el aire acondicionado se estropeó y el Zeppelin empezaba por momentos a ser un horno. Media hora después del horario estipulado, Goyo, el gerente, cogió un micrófono.

—Siento deciros que «él» no se ha presentado, pero tenemos una banda que...—no le dejaron terminar. Salimos de allí a duras penas entre la gresca infernal que se formó: Nunca se había visto ni se verá una pelea de ese calibre en Malasaña, con más de treinta heridos y siete detenciones; de hecho, el Zeppelin no volvió a abrir nunca.

El resto de la noche nos quedamos por la zona a tomarla, el Botas, que todavía no era un cojo de mierda por decirlo con sus palabras, y yo. Bromeamos toda la noche, hicimos el guitar hero con la fregona del baño del Honky Tonk, y luego imitamos al héroe ausente al pedirle las copas a la camarera del Piratas, arrastrando la voz hasta que se partía de risa. Qué podíamos hacer: Éramos unos chavales, decepcionados, pero chavales, con todo lo que eso implica.

A las cinco de la mañana, el Botas, que todavía tenía dos pies y el carácter dulce, se retiró para casa, mientras que yo, que a esas horas me resulta imposible dormir me dediqué a vagabundear por el centro, esperando que abriera algún sitio de desayunos donde tomarme el último copazo, para rematar. Entre neblinas llegué caminando a la Plaza Mayor, sin más rumbo que el alba. De los húmedos soportales brotaba una melodía apenas susurrada, tocada muy leve a la guitarra. Me acerqué. A medida que pude distinguirla más nítida fue creciendo mi agitación: No podía ser él. No se parecía, no coincidía el pelo ni el color de la piel, pero estoy seguro de que era él; la forma de apoyar la cabeza en el cuerpo de la guitarra, la mirada mestiza y lánguida, las largas piernas desparramadas por el suelo, y esa música inigualable que me hizo flaquear hasta el punto de sentarme a un par de metros, hipnotizado y al borde de la lágrima:

Well, she's walking…
through the clouds...

El Botas, al que faltaban unos meses para ser reapodado el Bota y aún era mi amigo, no me creyó jamás, no sé si por envidia o por que se le agrió el carácter ya antes del accidente. Qué más da: Sólo éramos chavales, y a nadie más se me ocurrió contarle que aquella madrugada Hendrix tocó para mí Little Wing en la Plaza Mayor, porque nadie me hubiera creído. Cuando terminó, se levantó con indolencia de borracho viejo, majestuoso en su indigencia, me revolvió el pelo al pasar a mi lado y se perdió entre la bruma incipiente, como si nunca hubiera existido.


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PACO RUIZ,
autor residente en Madrid. Los sitios donde trabaja, incluido el actual, así como la formación académica recibida no tienen ninguna importancia: Digamos que puede más un espíritu inquieto que todos los diplomas del mundo.

En lo que respecta a su trayectoria literaria suele presumir con orgullo vanidoso de haber sido premiado en el Villa de Getafe de Relato corto, hace tres o cuatro años (con edición incluida) así como en el del Colectivo Patrañas, de Leganés, del año 2002. Por otra parte, ha publicado varios cuentos en las revistas monográficas de Patrañas Ediciones, algún poema en la revista La Fumarola y algunos cuentos en la revista Margen Cero.

A comienzos del 2004 se embarcó en lecturas en vivo por locales de Madrid con otros cinco impresentables, «Hermanos de barra» se hacían llamar, y estuvieron leyendo en el Café Manuela, en El Bosque Animado, en el Smoke, en AlMargen Café, en fin, donde les dejaban.
francisco.ruiz[at]mpsa.com



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* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©