La vida hecha
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Jorge Castellví Peinado
La primera vez que nos abrazamos
para bailar, mientras nos rozábamos educadamente por no ceder a la
indisciplina del instinto, me sobrecogió la impresión de cómo las
palmas de mis manos se hundían en su espalda, lo que me daría después
cierto prestigio en los corrillos de graciosos al explicar que esos
seres, además de deslenguados, eran blandos al tacto, porque llevaban
más grasa, sobre todo por la zona de los riñones. Más tarde, la Facultad
de Medicina, en donde aún seguía tan burlón, me daba la explicación:
tejido adiposo de mayor grosor. Como también el olor de su pelo —Maribel
me dejaba tocarle el cabello a discreción— me daba arrobo, a los quince
años había dejado establecido que ellas eran pues, blandas, contestonas
y olorosas.
Esta noche, Maribel ha llegado
tirada en una camilla, como muerta, en mitad de mi turno de guardia.
Parece una muñeca despeinada.
Me dicen desde la ambulancia que
viene sola. Y se ve también que vive sola, por eso se ha tomado los
calmantes que ha querido, sospecho, y más de un tranquilizante también,
porque se ha asustado. Cuando venía hacia aquí, la mezcla la ha llevado
a esta inconsciencia profunda.
Las primeras radiografías son desalentadoras.
Aunque una aparente elevación del diafragma es un hallazgo inespecífico,
encuentro que algunas estructuras abdominales han ingresado en el
tórax a través de un defecto por el que no pasaría el pulpejo del
quinto dedo. Y hay clara constricción del tejido pulmonar. Está respirando
mal.
Maribel y yo siempre nos volvemos
a encontrar, desde la escuela, y ella siempre lleva algo para mí.
Esta vez me trae una hernia diafragmática, probablemente espontánea.
Otras veces me trajo celos, por cobarde, por no atreverme a decirle
nada y acabar cediendo el paso a otros machos de más brío, mientras
yo esperaba mi momento como una alimaña. Ahora, han pasado los años
y está sola.
En aquellos días, para el baile,
lo mejor era huir de las estrellas más adoradas; por envidia a ellas,
la mejor, en esos casos, solía ser la del montón, la que por faltosa
de cariño era que se volvía imprevisible. Soler-Román, en lección
magistral a su vuelta de Ibiza, lo había visto así: «A la más fea,
le haces todo lo que quieres».
Otros teóricos —sólo teóricos—
defendían un sobeteo incesante en las orejas: «Si les mordisqueas
bien los lóbulos, están perdidas», decía un Bejarano enardecido, y
Cayuela, ortodoxo y serio, que apuntaba hacia el espinosísimo asunto
de las encías: «Es la punta de la lengua la que trabaja». Yo les escuchaba
con el alma agazapada ¿podría hacer esas cosas a las chicas y no morir
de vergüenza instantáneamente?, ¿y el intercambio de microbios?
Ocurre lo que yo no quería. La
compresión mediastinal le provoca disminución del retorno venoso y
del gasto cardíaco. Le baja la tensión. Por suerte, no hay compromiso
del pericardio.
Creyendo que lo que necesitábamos
era dar un paso más, que algún éxito con las criaturas blandas de
pelo largo no nos vendría mal y que una buena ristra de besos rehabilitaría
a nuestra camarilla ante los notables de otros cursos, acordamos urdir
una malvada estrategia, siendo mía la gran idea de utilizar un vasodilatador
periférico, que se vendía sin receta para ayudar a nuestros padres
a orear las apatías del matrimonio. Y el ataque con clorhidrato de
yohimbina tuvo lugar, también a indicación mía, exactamente a las
diecisiete horas de una soleada tarde de domingo, pasando tristemente
a la lista de las cosas que ya no tienen remedio, y no porque dañáramos
a nuestras damas echando aquellas pequeñas pastillas blancas en sus
vasos, porque a esa dosis no les hizo nada —en palabras de Lozano,
«esto no dilata nada»— sino por la ruindad de la acción, y porque
el fin, aunque noble, me dejó el sabor de la ignominia pegado a los
dientes y me quitó el honor y la fuerza para hablarle con la cabeza
alta, como un hombre, cuando ya la tenía a tiro con la cintura rodeada
y unas palabras ensayadas, de las tiernas, de las que les gustan a
ellas, que habían sido contrastadas, incluso, con la más que docta
opinión de importantes embaucadores de cuarto curso.
Es una herniación que carece de
saco y aunque no hay órganos involucrados, el abordaje intestinal
está indicado. De inmediato. Pero no debo ser yo.
Gracias a Dios, ella hizo lo que
tenía que hacer y me besó, me besó y me salvó. Mi miedo a los caprichos
de su lengua y a sus gérmenes quedó en nada, porque yo no abrí la
boca. Ella, por su parte, me había besado sin ninguna afectación,
como en un trabajo ineludible, sin calidad, como quien friega un suelo,
dejándome la cara mojada, y se había ido diciendo que se hacía tarde
y que le tenía miedo a su padre…, Maribel se escapaba otra vez.
Y fue señalando las babas de la
victoria todavía en mis mejillas cuando comenté, en pose estudiadamente
descuidada aquello de: «Yo, con las mujeres, ya tengo la vida hecha…»,
lo que quedó indeleble en mi lista de frases vergonzosas e igualmente
irremediables que he ido dejando por ahí. La alegría, que me había
podido…
Al primero de la clase lo he levantado
de la cama a golpes de teléfono hasta que me ha prometido por la vida
de sus dos hijas, que antes de que rompa el día estará con estas tripas,
dándoles hilo. Esposo ejemplar y cirujano metódico que duerme sus
horas, el Doctor Cañas siempre ha sido el mejor de los compañeros.
Le he dicho que no quiero ser yo. Que no tengo, con ella, manos de
médico; que me ha sorprendido el verme a mí mismo mientras le giraba
el cuerpo delicadamente, con cuidado. Demasiado cuidado. Le he hablado
de las cosas sin solución, de los tiempos pasados con nuestro grupo,
de cómo Maribel siempre tropieza conmigo y de cómo se me escabulle
después. Descanso ahora en la confianza de que no me ha entendido
ni una sola palabra, lo que nos dará para muchos cafés de conversación
masculina, y me quedo con la tranquilidad que da el saber, que en
manos del preciso e infalible Cañas, mi chica vivirá.
Pero el postoperatorio será mío,
porque esta noche he resuelto reunir pedazos de valor, de aquí y de
allá, y para horror de mis timideces le voy a pedir para salir. Esta
vez sí. Para que se me quede mirando con esa cara de boba que tan
bien sabe poner cuando ve que le conviene lo que le dicen y para dejar
que me llene la cara de saliva las veces que quiera, a la salud de
las cosas nuevas, de las que comienzan.
Como la sangre, que en su vagabundeo
famélico en busca de mejores arterias, no repara en que siempre vuelve
para empezar otra vez.
Amor a los cincuenta. Se va a enterar.
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JORGE CASTELLVÍ
PEINADO es un autor residente
en Castelldefels (Barcelona).
ILUSTRACIÓN RELATO:
Comprimidos, By Abinoam
Jr. (Own work) [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html), CC-BY-SA-3.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/) or CC-BY-SA-2.5-2.0-1.0
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