X y la ballena
amorfa
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Raquel Cortés
Inspiró.
Retiró la sábana de flores. Suspiró y se le cerraron los ojos. Volvió
a inspirar, esta vez con más ímpetu. Mirando de costado a la ventana
solo veía cielo. Cielo y una nube con forma de ballena amorfa. Se
dejó levantar con el calor del sol dorándole el cuerpo. Mantenía los
ojos cerrados esculpiendo la ballena. Palpando los muebles, y sin
querer abrir los ojos, comenzó a vestirse. La ropa, esperando en la
silla desde la noche, ansiaba el cuerpo caliente. Se vistió sin que
el acto durara más de minuto y medio.
Caminó por la moqueta, tiró los libros de la
mesilla, la esquina de uno de ellos fue a caer justo a su pie, abrió
los ojos seguido de un gemido y se destruyó la ballena. Terminó por
calzarse velozmente cuando vio la hora que le marcaba su reloj de
pulsera. Metió sus pies en los zapatos haciendo fuerza con todo el
cuerpo hacia abajo. Le faltó poco para calzar su mano también. Escuchaba
a su estomago pidiendo un maldito desayuno decente por una vez en
meses, y a la vez al ascensor llegar a su planta. Viviendo en el catorce,
y llegando tarde al trabajo eso podía esperar. Una vez más esperaría.
Siempre esperan los mismos. Una punzada le advirtió que no le iba
a pasar otra más.
Salió al descansillo abriendo la puerta de casa
de forma cómica, con el pelo danzándole en la cabeza y la ropa estirándose,
despertándose aún. Pero X no sonreía lo que hacia más ocurrente la
situación. La señora del 14B frente al ascensor se llevó la mano al
pecho, tomando aire con la boca abierta y soltó una carcajada saludándole
con la otra mano. X le respondió con la cabeza, mientras intentaba
ajustar su corbata en el cuello y sus pies en los zapatos. Y pensó
en que el aire debe de entrar por la nariz y por la planta del pie.
Cómo quisiera sacarme los zapatos, pensó.
Llegó el ascensor y con él el alivio de evitar
una conversación en el rellano.
X apretó el botón de planta baja e inspiró.
—Un ascensor pequeño —pensaba—, ¿por dónde entrará
el aire?
Seguro que ni ha desayunado, suponía ella mirándolo
desde abajo.
Si tomo la segunda avenida, y voy por la Rambla,
puedo ganar unos minutos y llegar a la primera reunión.
Seguro que no conoce su sonrisa. Seguro que es
de esas que inflan las mejillas.
Planta diez. Planta nueve... contaba X.
Yo tengo que romper el hielo, pensó la mujer.
—Me encantan sus zapatos, le hacen unos pies
pequeños —le dijo.
X sonrió condescendientemente: —Se los regalo,
yo estoy deseando quitármelos.
A ella esto le hizo reír.
Risa escandalosa para un ascensor tan minúsculo,
pensó X.
Rió tanto que un movimiento brusco del ascensor
se la cortó de golpe. Como si el director de orquesta hiciera callar
a todos los instrumentos.
El ascensor quedo parado entre la planta ocho
y siete.
Ni siquiera hemos llegado al número de la buena
suerte, susurraba X en su cabeza.
Apretaron el botón con forma de campanita tantas
veces que quedó atrancado y obstruido hacia dentro.
—¿Por qué no prueba de nuevo a ver si sale hacia
fuera?
X la miraba desde arriba, miraba el reloj, la
campanita, sus zapatos y de nuevo el reloj. Inspiró. Volvió apretar,
pero en vano. Ella insistía. Él apretaba. Ella insistía.
—No sale señora, ya lo ve. Ha quedado atorado.
—¿Y no sale?
—¿Cuántas veces se lo tengo que decir?
X suspiró y golpeó la puerta del ascensor.
Ella miró hacia arriba negando con la cabeza.
X encendió el móvil para avisar en el trabajo
del imprevisto que le acababa de suceder. No hay cobertura. Quiso
estrujarlo, pero abandonó la idea al clavarse la antena en la palma
de la mano. Inspiró y se giró hacia la señora. Es la primera vez desde
que se mudó al edificio que se detenía en su rostro. Y pensó que hace
falta más de lo que dura unos «Buenos días» para recordar la cara
de alguien.
La observaba, y ella a su vez se repasaba las
manos que jugaban con las llaves. Se diría que aun no se ha enterado
de que ha quedado atrapada en este cubículo, se decía X. La miraba
y le parecía no haberla visto nunca. Se quedó tiempo mirando su cara
como quién cree desaparecer del lugar y parece no estar presente para
el resto. La mujer se hacia la despistada mientras su vecino la contemplaba.
Sacó un papel arrugado de su bolsillo, lo que parecía ser la lista
de la compra, e inspirando lo estiró, pasando la mano por los pliegues.
«Pelar y comer tres choclos» fue lo único que acertó a leer.
X seguía allí, de pie, mirándola, observando
la escena, jugando a ser invisible. Pasaba la mano por los pliegues
del papel tan delicadamente que aquella lista se volvía en los ojos
de X una nota de amor, el mapa de un tesoro, o cualquier otro sentimentalismo
escrito.
Él, quedó en trance con aquel insignificante
acto. Por un momento su ropa parecía haberse despertado con él. Su
respiración caía en el hombro de la mujer, esta a su vez lo inspiraba.
La luz parpadeó un momento. Los dos miraron hacia
arriba. X tomó aire muy suavemente, se sentía descansado, bajo la
cabeza, y reparó en el espejo. Poco más o menos se dejó impresionar
en silencio por su gesto. El espejo le miraba y se reía. Y pensó si
ella había reparado en el tipo del reflejo.
Se sentó en una esquina y se quitó los zapatos.
Ofreciéndoselos le dijo que ya no los necesitaba.
Ella reía de forma contagiosa, preguntándole
para qué querría un par de zapatos de hombre.
Le invitó a sentarse contagiado por las carcajadas.
¿Para plantar geranios? ¿Más regalos en Navidad? ¿Colocarlos al lado
de los suyos?
La luz parpadeo nuevamente, soltó un chispazo,
dejándoles a oscuras con un hilo de luz que entraba por la puerta
del ascensor proveniente del descansillo de la planta.
—Una bombilla aflojada —le dijo ella sin querer
parecer asustada.
Él le afirmó sonriente.
Permanecieron largo rato en silencio sin decir
nada. Mirando el hilo de luz o la lista de la compra. Él inspiraba,
ella le escuchaba respirar.
Una voz de la que no pudieron entender lo que
decía les abrió la puerta y se marchó mascullando por lo bajo. A X
le costó un poco más levantarse.
Abrieron la puerta, y les llegó el aire del invierno.
Ella se levantó y caminó con su papel estirado en una mano y los zapatos
amarrados por los cordones en otra, balanceándolos.
X los observaba. Inspiró tomándose su tiempo,
cerró los ojos, visualizó su ballena amorfa, reparó su forma y dijo:
—Salgamos juntos.
La mujer giró la cabeza levemente, de la que
se adivinaba una sonrisa.
—Prefiero los zapatos.
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Raquel cortés Fernández,
nació en Vitoria
en 1982. Escribe desde los once años, y estudió para titularse como
Técnica Superior en Fotografía Artística. Su afición a la lectura
se la debe a su madre que le leía cuentos a la hora de las comidas.
Ha realizado el libro Laberintos y el taller de escritura creativa
fusionado con la fotografía dentro de la Fundación Ph15,
en Buenos Aires (Argentina), del que se hizo un libro con los textos
y fotografías de los chicos de la Villa.
reitxelus(at)hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO:
MarinaBaySandsHotel-lift, By Jacklee. (Own work.) [CC-BY-SA-3.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0) or GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)],
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