Volver al índice de la Biblioteca

Página principal

Música en Margen Cero

Poesía

Pintura y arte digital

Fotografía

Artículos y reportajes

Radio independiente

¿Cómo publicar en Margen Cero?

Contactar con la redacción

Síguenos en Facebook





portada relato azul

En azul
___________________
Luis de Felipe


Blus. Así suena la pena en inglés, y así suenan las burbujas que dejo escapar por la nariz cuando, sumergida, mando el aire de mis pulmones a la superficie, a reunirse con sus semejantes, átomos que flotan invisibles sobre mi cabeza, fuera del agua. Así suena para mí el mar: no fsssh, como hace mucha gente al imitar el rumor de las olas rompiendo, sino blus, un sonido de burbujas y tristeza.

La primera vez que Alex vio el mar tenía diez años. Yo lo conocí mucho después, a los treinta y tres. Tenía el cabello de color rubio oscuro erizado con furia, una barba rala de color anaranjado que se resistía a cualquier intento de una cuchilla por adecentarla, y seguía llevado por el embrujo de aquel momento en que comparecieron ante sus ojos las barbas blancas de las olas y la inmensidad azul de las aguas. Era bastante alto, alargado como un junco. Y poseía una irresistible inocencia sabia, una atractiva picardía caballeresca. Era como luz brillante por un lado y como oscuridad impenetrable, por el otro.

Yo había cumplido veintinueve y trabajaba como profesora en un centro de español para extranjeros. Tenía ocupadas unas seis horas al día y un sueldo que me permitía malvivir, con lo que siempre andaba necesitada de un extra. Mi vida me resultaba un poco deprimente, y él, que frecuentaba mi grupo de conocidos desde hacía un tiempo, cometió la imprudencia de resultarme irresistible, con el misterio que ocultaban sus ojos y su aire interesante.

En una noche inexplicable, cuando los dos solos nos encontramos en la pista de baile de una discoteca, apenas necesitamos un par de frases y dos miradas para acabar enredando nuestras lenguas. Me cautivó su olor, me encendió una llama dentro que parecía imposible de apagar y nos fuimos de allí, le arrastré hasta mi casa para poder desnudarlo, meterme su miembro en la boca y luego montarme sobre sus caderas, llevada por la necesidad de que sus dedos, su lengua, su aliento y su pene dentro de mí borrasen los sinsabores de mi desagradable rutina. Recuerdo haber gritado, entre orgasmo y orgasmo, cada vez más fuerte, hasta que eyaculó y caí sobre su pecho, agotada.

Nos habíamos quedado solos casi sin pretenderlo: el resto del grupo se fue descolgando poco a poco por distintos motivos. A uno le entró sueño, otra tenía que madrugar, el tercero y la cuarta querían irse a casa, pero no a dormir… Alex y yo seguimos, de un modo tácito, por inercia y por no confesar que ambos andábamos buscando lo mismo. Dio igual nuestro silencio. Tras unas copas, un cambio de local, otras copas más y unos bailes… estábamos bastante ebrios, y entonces me dijo algo al oído. He olvidado las palabras, pero era algo así como que estaba en una isla, a solas con él, mientras toda aquella gente bailaba a nuestro alrededor. Me abracé a su cuerpo espigado y le dije entre risas, metiéndole mano con descaro, que no me dejara ir, que me mareaba, a lo que Alex respondió, sin más, «si te caes de la isla, yo iré nadando a por ti», y ninguno de los dos nos reímos, sino que nos miramos… creo que nadie ignora como termina una situación así. Es más, ya lo he contado.

Su cuerpo espigado era una masa compacta de músculos alargados y flexibles, vibrantes bajo una piel que adornaban tres o cuatro cicatrices de arma blanca y un tatuaje, de trazo sutil, que representaba a un payaso llorando. Un reflejo perfecto de su dualidad, de su misterio. Nunca me dijo a qué se debían las cicatrices, pero me contó que el tatuaje se lo hizo con Verónica, su hermana muerta. Tampoco supe cómo había muerto.

Luego, están las circunstancias en que Alex fue revelándose ante mí, desprendiéndose de las sucesivas capas con las que envolvía su persona. En los momentos íntimos que las parejas dedican a este tipo de confesiones, el escenario parece jugar un papel importante. Alex siempre, y digo siempre, me contó sus secretos de noche, a la luz de la luna llena.

Por ejemplo, una noche me desperté a su lado, y me contó mientras el satélite brillaba por la ventana, con los ojos fijos en el techo, que él se consideraba una espada, un instrumento bello y peligroso que había sido forjado por Dios.

—Tengo una extraña relación con Dios: no acudo a ninguna de sus casas, no lo busco en las congregaciones, y a cambio Él me respeta y me enseña mi camino… sin las trampas, sin los problemas. Me lo muestra despejado, directo hacia un punto. Como el filo reluciente de una hoja de acero. Me resulta bonito pensar que soy capaz de ver ese camino, que puedo caminar sobre ese filo. Que mi vida es como la de un funambulista, siempre con un pie en el vacío.

Otra noche, desperté porque él se agitó en sueños, de un modo brusco. Cuando me volví, estaba hecho un ovillo.

—¿Qué te pasa?

—Ha sido muy raro —me dijo con voz de niño asustado—. He tenido una pesadilla en la que moría a los treinta y cinco años. Me pegaban un navajazo por resistirme a que me quitaran la cartera… ha sido muy raro.

Me abracé a él y le di un beso en la nuca, susurrándole que todo estaba bien, que sólo había sido un mal sueño. Me dijo que le había dado mucha pena, sobre todo porque llegó a pensar que se iba sin volver a decirme lo mucho que me quería. Luego, se quedó otra vez dormido, entre mis brazos, como si nada hubiese sucedido. Yo me quedé envuelta en un suave resplandor de plata y pensando en sus palabras.

Por todas estas razones, Alex se convirtió en el centro de mi mundo, en el motivo que tenía para soportar las duras jornadas y los reveses de la vida. Todo era más fácil y sencillo a su lado, todo podía tener una solución si la buscábamos y poníamos nuestros corazones en encontrarla. Y si no era así, entonces nos alegrábamos por haber tenido el valor de buscarla, por no haber sido conformistas y comodones…

Un año después, le perdí. Bueno, tampoco debería decirlo así. Le hubiese perdido si alguna vez hubiera llegado a tenerle, pero no quiero engañarme. Alex nunca fue más mío que el aire que respiro. El regalo que me hizo por mi treinta cumpleaños fue la soledad. No volví a tenerle entre mis brazos, envueltos por las sábanas. Los restos de sus besos y sus caricias se fueron quedando atrás, llevados como polvo por el viento.

La culpa fue de los malentendidos, que es casi lo mismo que decir que la culpa la tuvieron los celos, la incomprensión y el egoísmo. Sobre todo, el egoísmo: Alex me resultaba tan genial, llenaba tanto de luz mi vida, que no podía soportar la idea de que no fuera sólo para mí. Nunca lo fue: aprenderlo sólo sería una cuestión de tiempo.

—Me temo que debo clavar la espada en otra persona —me dijo el día que se marchó.

Y yo, furiosa, recibí el comentario como una bofetada, porque no lo entendí. Cerré con un portazo a sus espaldas, no sin antes haberle gritado que quién coño se creía que era, que un cualquiera como él no había dejado huella en mi vida y alguna cosa más de esa índole. Entre nosotros se interponía un fantasma, al que yo quise echar para que no me robase ni un pedacito de mi Alex. Pero era un fantasma privado, que nunca iba a marcharse de allí, y lo único que conseguí fue que él me dejara. El de Verónica.

Como dije, le conocí porque frecuentaba nuestro grupo. Pero ignoraba el por qué, aunque días después ya no me cupo duda. Sergio, uno de nuestros amigos más díscolos, siempre llevaba algo de droga encima porque conocía desde pequeño a Vicente, un traficante de poca monta, algo más importante que un camello pero no tanto como para estar fichado por la policía. Alex utilizó a Sergio para llegar hasta Vicente.

Encontraron a Vicente amordazado en su piso, con dos balazos en la pierna. Una llamada anónima a emergencias tuvo la culpa, seguro que fue Alex quien la hizo. Eso pensaban también los investigadores que vinieron a interrogarme. Para ellos, Alex era tan misterioso como para mí. Les conté que su hermana había muerto hacía tiempo, que tal vez deberían tirar de ese hilo para ver qué madeja encontraban. Pero no podían, porque no sabían quién era él, ni quién su hermana. Por primera vez, caí en la cuenta de que yo tampoco lo sabía. Ni apellidos, ni familiares, ni nada. Después de un año de relación. Los investigadores no se lo tragaban, pero ése no era mi problema.

Los proyectiles que extrajeron de la pierna de Vicente resultaron ser del calibre 38, de un revólver de cañón corto que yo nunca había visto. No tardaron en aparecer otras dos balas del mismo arma, esta vez en el pecho de un proxeneta de nombre Fernando, de quien yo nunca había oído hablar. Por lo visto, se trataba de alguien relacionado con Vicente. A saber. Amenazaron a Vicente, pero no consiguieron nada. Les dijo:

—Si suelto prenda, ese tío vuelve y me pega otros dos tiros. Así me lo juró. Vosotros no le visteis la cara, yo sé que hablaba muy en serio.

Mientras, se produjo en apenas cinco días un reguero de tres muertes más, y todas señalaban al mismo autor de la anterior. Por la manera de actuar, con sigilo y determinación, y por el tipo de munición empleada. Viví esos cinco días en un vértigo constante, sin darme cuenta de lo que hacía. Sólo pensaba en los titulares del día siguiente, sin saber bien qué anhelaba descubrir en ellos: no sabía si quería leer que por fin le habían detenido, o que seguía libre y había cometido un nuevo asesinato, o que su fría y cruel venganza había terminado de una vez por todas.

Después del proxeneta, Alex terminó con la vida de un empresario cuyos negocios, por lo que pude leer en el periódico, no estaban muy claros. El siguiente de la lista fue un banquero, y yo no veía relación alguna entre el camello, el proxeneta, el empresario y el banquero. Sin embargo, existía. Y entre todos ellos y Verónica, pero nadie conseguía averiguarla. La última víctima antes de que me llamase fue un conocido personaje público, de esos que pueblan las televisiones locales dando opiniones que a nadie interesan sobre asuntos que a todos conciernen.

Me habían pinchado el teléfono. Cuando descolgué y le oí saludarme, estuve a punto de gritarle que corriese, que iban a ir a por él. Sin embargo, me contuve. Era buscarme un problema gratuito. Después de todo, Alex debía saber muy bien que me lo tendrían intervenido. Y sus palabras siguientes así lo confirmaron:

—Voy a decirlo para que lo oigan esos que escuchan: tú eres inocente, no tenías manera alguna de saber lo que me proponía. Mi hermana no se llamaba Verónica. Mis apellidos, dejé de usarlos hace mucho. Las cicatrices que has visto, son mis galones. Cuando empecé a buscar al culpable, aún no era una espada afilada.

—Alex —la voz me salía en un hilo, pero tenía que preguntarlo—, ¿alguno de ellos era el culpable?

—No —y lo siguiente que me dijo, casi me hizo caer fulminada—, de los anteriores nada sabes, pero de éstos últimos, uno de ellos era su amante, otro un hermano. El resto han sido para despistar.

En ese momento comprendí, en parte avergonzada y en parte aterrorizada, que me había enamorado de un monstruo. ¿Qué otro nombre podía darle a quien decidía, a su capricho, si una vida era prescindible o no con tal de lograr un objetivo tan estúpido como lo era una venganza?

—Lo planifiqué hace mucho tiempo. Escucha, el tiempo apremia. No cumpliré los treinta y cinco, no moriré por no dejarme robar y no me quiero ir sin decírtelo. Te quiero muchísimo. Eres lo mejor que me ha sucedido nunca. Ojalá todo hubiera sido diferente.

Y colgó. La policía estuvo a punto de localizar la llamada, pero Alex lo tenía todo bien calculado. Nada iba a interponerse entre él y el final de aquella locura que apenas había durado una semana.

Según supe cuando todo terminó, el proxeneta era el amante y el banquero, el hermano. El culpable de todo ese dolor que Alex escondía tras sus ojos hechizantes, un dolor que yo ni siquiera llegué a intuir en ese año que pasamos juntos, era un empresario farmacéutico, bastante bien situado, con unos cuantos secretos sobre su conciencia que había decidido mantener ocultos. La hermana de Alex se llamaba Teresa. Era periodista. En algún momento, cometió el error de husmear demasiado en los trapos sucios de las industrias farmacéuticas. Experimentos con vacunas en África y Asia. Un asunto feo. Apareció muerta en un vertedero.

El empresario y el personaje público, a los que Alex asesinó para despistar a los sabuesos de la policía, no merecían encontrarse con su horrible destino de ese modo. En los días siguientes, saltaron a las páginas de los periódicos informaciones escandalosas relacionadas con ambos. Al parecer, formaban parte de una red de pederastas. Más de uno debió pensar que Alex le había hecho un favor al mundo, pero un justiciero anónimo nunca hace favores a las cosas buenas del mundo.

Armado con su revólver, el asesino de mi corazón entró en la lujosa casa del empresario. Le disparó dos veces a quemarropa, delante de toda la gente que allí se había reunido para darle el pésame por la muerte de su hermano. Le dijo a la horrorizada congregación que Dios le había preservado entero hasta ese momento. Que su hermana ya podía descansar en paz, porque él acababa de matar al responsable de su muerte. Y luego, se metió el cañón del arma en la boca.

Desde entonces, el sonido de burbujas y tristeza, blus, me acompaña cuando paseo junto al mar, solitaria, en busca de ese embrujo de las blancas barbas de las olas, de la inmensidad azul de las aguas, que hace mucho tiempo cautivó a un niño.


____________
Luis de Felipe: «Nací en Valencia, y aquí me he criado. Aunque por motivos de estudios he visto algo del mundo más allá de nuestras fronteras, siempre vuelvo a mi ciudad. Supongo que es un referente para mí.

Ahora mismo doy clases de español a estudiantes extranjeros en un centro privado, pero también he trabajado de traductor, profesor de inglés e incluso de jardinero. He traducido varios libros, entre ellos La muerte de los reyes, Almas para el olvido y Un honorable asesino, novelas detectivescas ambientadas en la Inglaterra de Shakespeare.

Me gusta escribir por las ilimitadas posibilidades de experimentación que me ofrece el lenguaje. Fruto de esta pasión, que cultivo desde hace ya unos catorce años, son los relatos que guardo en mi disco duro. Y alguno más que ha visto la luz, como por ejemplo, Último asalto, un microrrelato que apareció en la antología A contrarreloj II, de la editorial hispalense Hipálage.

Mi palmarés es poco sustancioso. Gané en el año 1996 dos premios, el del IES Francesc Ferrer i Guardia de Teatre, y quedé el 7.º en el certamen El Gos i la Tortuga, convocado por el Ayuntamiento de Benicàssim, de narrativa en valenciano. En 2008, fui finalista en dos premios: el VII Premio de Relato Yoescribo, del portal www.yoescribo.com, con Crónica de los años perdidos, y el III Certamen de Relatos «La cerilla mágica», convocado por el portal www.publicatuslibros.com, con El aprendiz de brujo».
@ ludefev[at]ono.com


ILUSTRACIÓN RELATO: Abstract Art, By Mitchfeatherston (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.

logo margen cero relato azul