La caja
de latón
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Rafael
Borrás Aviño
De todas
las imágenes que recordamos, las que de verdad nos conmueven,
y a la larga conservamos, suelen surgir de la infancia. Se nos quedan
adentro como lo esencial, una vez superadas las edades de engaños
y malaventuras. Antes que cualquier soporte fotográfico o electrónico,
siempre es la mente la morada inmaterial que sabe guardar mejor los
lugares hermosos en los que hemos sido felices, antes de ser olvidados
para siempre en el sumidero de la eternidad más plana e indistinguible.
Éste podría ser uno de ellos.
A pocos kilómetros de la casona de mis abuelos
donde pasé los dieciséis primeros veranos de mi vida, hace poco tiempo
descendí de mi coche en una tarde fría y pastosa de noviembre, y recorrí
paseando lentamente los apenas trescientos metros de camino de tierra
bacheado que une el claro donde finaliza un bosque con el puente de
piedra que conduce al edificio de un monasterio. Comenzó a lloviznar
dócilmente. Me estremecí, ajusté mi chaquetón sobre los hombros, levanté
las solapas a modo de barrera para las orejas y entrecerré instintivamente
los ojos para protegerlos del agua. No había nadie por allí y avanzaba
uno de esos atardeceres prematuros y desapacibles, bajo un sospechoso
sosiego gobernando la atmósfera.
Y, efectivamente, llegando a la tapia que circunda
el edificio del monasterio, y en menos de lo que un gorrión tarda
en cobijarse, la llovizna se convirtió en un aguacero que caía inmisericorde
sobre mi cabeza. En pocos minutos, el suelo quedó transformado en
un riachuelo de barro y gravilla. Me protegí bajo las palmeras enanas
de la entrada; pero no era suficiente.
Fue entonces cuando, al volver la vista hacia
la plazoleta natural donde había dejado aparcado mi coche, valorando
si huir hacía él o esperar, me vi a mí mismo como en un fogonazo ralentizado,
nítidamente, subiendo en bicicleta por el puente hacia el monasterio.
Cuarenta años atrás.
Yo era un crío de trece años recién despertado
al uso de razón en una España de cenizas. Esa misma mañana, con un
sol cegador, ya había estado en el monasterio bañándome con mis hermanos
y primos en la balsa de riego que abastecía los campos de naranjos
de los frailes. Pero por la tarde subía en bicicleta hacia el lugar
intranquilo y expectante; el tiempo había derivado hacia un cielo
encapotado color ala de mosca, y había comenzado a rugir a medida
que ganaba metros por el interior de la pinada. Aún con ello, el monasterio
renació ante mí silencioso, como siempre, y, si bien me lo conocía
de memoria, incluso ensombrecido por la neblina y las nubes bajas
seguía sobrecogiéndome su visión.
De niño nunca me impresionaron los solemnes muros
grisáceos que lo sostenían y arropaban, ni la torre verdiazul del
campanario, ni los ventanales con recuadros de vidrios multicolores.
No, nada de eso. Lo que me seducía de ese lugar era la sensación que
me invadía cuando, sobrepasados los tupidos cipreses que lo ocultaban,
pedaleaba por el puente cuesta arriba, imitando a los campeones ciclistas
de la época. Al aproximarme no podía evitar abrir desmesuradamente
mis ojos por encima del manillar, porque el monasterio parecía proyectarse
hacia arriba, en contra de la ley de la gravedad, desde sus erosionadas
tapias, arcadas y torres aparentemente dormidas. En sensual geometría
de rectas y ángulos de proporciones perfectas, toda la solidez del
conjunto se elevaba en una inverosímil perspectiva vertical, como
si pretendiera abrir una puerta en el cielo. Muchas mañanas de mi
infancia las pasé observando embelesado en sus piedras una sinfonía
de destellos y eclipses, de siluetas de rincones sagrados, al compás
de calmas y mutismos. Todos los elementos allí parecían nacidos para
absorber un sutilísimo barniz espiritual.
El lugar entero ha quedado como una página escrita
en mi cabeza.
Y aquel silencio. Cuando avanzaba solo en mi
bicicleta, al aproximarme al edificio no solía escuchar voces, gritos,
o ruidos de máquinas; sino tan solo el bisbiseo de la lívida brisa
al lamer la torre de la iglesia o al esquinarse contra las tejas,
el lamento de los cipreses al cabecear, o el alborotado picoteo de
los estorninos, bajo el vuelo encumbrado, pausado y atento, de las
rapaces. De tanto en tanto, me avisaba la añeja campana, desde la
espadaña, desglosando su lenguaje milenario: maitines, laudes, prima,
tercia...
Antes de llegar, por la arboleda de pinos y gigantescos
eucaliptos no había otros ecos que el manso serpenteo de las ruedas
al reptar sobre el asfalto, roído y agravillado, el murmullo de la
cadena al deslizarse por el plato y, de vez en cuando, el crujido
seco al tropezar con un agujero del camino. De fondo, el rítmico galope
de mi corazón ajustado al esfuerzo junto al siseo respiratorio. Una
amalgama de cacofonías ensambladas, tatuadas desde entonces en mi
memoria, entremezclándose con el canto de las chicharras, de alguna
perdiz en celo oculta tras los matorrales o quizá de, fantaseaba yo,
algún espíritu burlón del bosque.
No eran necesarias las palabras. No había confusión
ni algarabía. Sólo un lenguaje de paz. Me gustaban esos sonidos sin
palabras.
Al llegar al pórtico me sentaba en la escalinata
y sacaba del zurrón el último libro de aventuras o el tebeo prestado
o comprado en el pueblo. En aquel escenario sagrado practicaba esa
forma de oración que es la lectura ensimismada y casi feroz, con la
certeza de que el mundo quedaba muy lejos y de que allí nadie me molestaría.
Por entonces aquello me bastaba para ser dichoso, y, por eso mismo,
no me interesaba casi nada más. Aquellas lecturas me excitaban la
imaginación hacia indefinibles anhelos: yo también iba a ser un héroe,
una especie de caballero andante montado en mi bici dispuesto siempre
a luchar contra las injusticias, por muy maltrecho y herido que resultara.
Allí aprendí a amar los libros hasta comprender, pasados los años,
que sin leer merecía muchísimo menos la pena vivir.
Un día aquel muchacho se dijo que sería una buena
idea enterrar en una caja algunos objetos preciosos allá donde hubiera
sido feliz. Pensaba que así, cuando fuera muy mayor, como por ejemplo
lo era ya su padre, y por tanto le acosara la ruina física, volvería
a desenterrarlos, se alegraría de recuperarlos y podría rememorar
algunas de las mejores horas de su vida.
Parpadeé con el rostro ya totalmente mojado.
El puente estaba ante mí, completamente vacío.
Con el chaquetón a modo de paraguas, me dirigí
a grandes zancadas al otro lado de la huerta, hacia la ermita que
en mi infancia se había utilizado como almacén de herramientas y abonos.
Le faltaban las mitad de las tejas y la puerta estaba someramente
atrancada. La abrí sin esfuerzo. Comprobé que nada había en el interior
más que lustros de abandono y muchas telarañas. Las ventanas estaban
cerradas con tablones cruzados y las paredes, como el resto de la
estancia, huérfanas de muebles.
Excavé en un punto bajo los estantes de la pared;
con facilidad, ya que con la lluvia había más barro que tierra endurecida.
De repente me produjo un escalofrío el contacto de mis dedos con algo
sólido, lejanamente familiar, que palpé estirando la mano hasta el
fondo y que al instante destapó un rincón de mi memoria. Al fin, aferrándola
por el asa, rescaté la caja de latón que contenía los cimientos con
los que cuatro décadas antes dejé atrás mi dorada niñez para traspasar
la puerta entreabierta por la que accedí al mundo real: la bolsita
con el juego de canicas, un puñado de guijarros multicolores de río
que había coleccionado con una labor de oruga, el tirachinas infalible,
mi peonza favorita, el collar de mi querido perro Gulf, el timbre
de la bici Orbea y algunas fotografías en sepia con mis amigos, vestido
de ciclista o en la playa con los ojos entornados. La piel negro carbonero,
piernas alámbricas y la cara de mejillas chupadas.
Ah, y la joya de la caja de latón: la primera
edición completa de El Guerrero del Antifaz. Mi mayor tesoro.
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RAFAEL BORRÁS AVIÑO
es un
autor
que reside en San Antonio de Benagéber
(Valencia - España).
@
rafaelborras16[at]yahoo.es
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La cara oscura de la Luna.
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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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