La casa acribillada de enfrente

relato por Renzo Carnevale


Gaitano Ugueto pudo cruzar la calle con cautela ya que sus dos compañeros de tropa estaban alerta para cubrirlo, pero le dio miedo y admitirlo hubiese sido suficiente para que se le negara la medalla de honor que tanto anhelaba: ignoraba si los soldados enemigos habían entrado ya a la casa de enfrente, pero pensó que no era momento para alimentar sus dudas, por eso quiso anteponer a todo pensamiento de terror esa felicidad que le daba el ser de la Brigada de Cazadores y el estar defendiendo los colores de su adorada bandera. Cotejó la distancia de las dos casas con la que había entre el lugar en que estaba y el refugio que había quedado atrás y donde permanecía oculto el resto de la tropa. Los dos soldados que lo cubrían estaban atrincherados en la casa que acababa de abandonar. Había quedado a medio camino en un recortado muro frente a la calle. La casa de enfrente lo esperaba.

—¡Ya sabés lo que tenés que hacer...! —le había dicho hacía unos minutos su coronel, que en su país del sur ya le habían dado una medalla.

—¡Sí, mi coronel!

—Por lo menos haz el héroe, pelotudo. Tengo otras misiones para vos, ¿entendés Garmendia?

—¡Ugueto, coronel, Ugueto!

—¡Ugueto, sí; qué carajo importa eso ahora! El día que levanten un monumento al boludo mayor a vos te jeringan el cemento en la yugular.

Le había confundido el nombre por lo menos una docena de veces pero él le perdonaba esas equivocaciones porque en el fondo sabía que su memoria no correspondía con sus sentimientos.

A los costados del muro pudo ver los hierros calcinados de dos automóviles que habían sido quemados por la turba. Estaba demorando mucho en decidirse y sentía en su nuca la mirada del coronel atento a sus futuros movimientos. Apretó su fusil ametralladora Sten de 32 balas contra su pecho, para que se acordaran de él como un soldado íntegro en caso de resultar muerto, y levantó la vista para estar seguro de no tropezar con ningún obstáculo en su carrera. En la esquina humeaban aún tres cauchos y la calle estaba tapizada de vidrios que reflejaban el cielo.

Finalmente se decidió y ofreció su cuerpo a la suerte. De inmediato se escucharon las resacas de metrallas de su pelotón que golpeaban las paredes de la casa de enfrente. Corrió a la calle desolada y se ocultó detrás uno de los coches desmantelados. Se volteó sonreído buscando las caras de sus compañeros, y en ese momento lució confiado en poder lograrlo. Alcanzó a ver la silueta de algunos de sus compañeros que tomaban posiciones más cercanas, entre ellos el coronel. Se agachó un poco más y estiró la mano izquierda para empuñar su arma. Recordó en ese instante que tenía sed, que llevaba más de diez horas sin beber líquido alguno. Su uniforme de cazador estaba blanco del polvo de las casas que se habían venido abajo. Afincó nuevamente su pie derecho para emprender la carrera hasta el muro ya próximo al objetivo, pero se quedó medio inclinado al ver que un gato negro y pigmeo pasaba espantado y se perdía detrás del ángulo derecho de la casa. Al instante lo volvió a intentar. Una gota de sudor le hizo arder un ojo, se limpió con el dorso de la mano y corrió con todas sus ganas hacia el muro.

Ya ahí suspiró profundamente y recostó su espalda en la angosta pared. No parecía haber nadie en la casa, la puerta de entrada había sido volada y en su lugar quedó un boquete estrellado y ahumado. Miró su reloj, era mediodía ya. Así estuvo en cuclillas mientras recobraba fuerzas para correr el último trecho. Tomó la granada de humo y la lanzó a través del boquete de la puerta. «A lo mejor es el mismo general quien me imponga la medalla», pensó.

Ponerse la máscara anticegadora, lanzarse de barriga al piso y arrastrarse hasta el boquete de la puerta fueron todas una sola acción. Al entrar disparó una ráfaga de su ametralladora y se escondió bajo un mueble que no alcanzaba a distinguir. Cuando se disipó el humo pudo ver que el mueble era un ataúd sobre su pedestal de madera. Se veía que estaban velando a un muerto cuando los sorprendió la guerra.

La casa era una típica vivienda con arquitectura de campo, sencilla y funcional. El piso estaba cubierto de polvo y por su uniformidad, Gaitano Ugueto, supo que no había habido nadie en ella en mucho tiempo. Se distrajo en los detalles del difunto; fastidiaba ver su condición de muerto bien vestido para la ocasión y el polvo uniformemente dispersado por su cara y traje. Se asomó luego por la ventana y vio que su tropa estaba toda acantonada en la casa de enfrente. Alcanzó a ver cómo todos se movilizaban repentinamente. En ese instante reconoció la voz del coronel

—¡Garmendia, boludo! —le gritó— ¡vienen entrando por detrás!

Ugueto corrió a uno de los cuartos y vio un armario de madera con decenas de gavetas que ocupaba toda una pared. Sin pensarlo abrió una de las puertas angostas verticales y se ocultó en un recodo donde aún colgaban vestidos en sus ganchos. En el piso sintió que aplastaba con sus botas lo que parecían unos zapatos de mujer. Durante dos horas escuchó detonaciones ininterrumpidamente, lejanas y cercanas. Luego sobrevino una pausa larga. Logró abrir un poco la puerta del armario. Por la ventana de enfrente pudo ver que su tropa ya no estaba. Divisó algunos cuerpos caídos. Toda la casa de enfrente estaba agujereada por miles de balas que la impactaron. Escuchó risas y voces en el acento del enemigo. Eligió el seguir escondido y se pegó más aún a la pared del fondo del armario. Escuchó también cuando dos soldados entraron al cuarto; Ugueto contuvo la respiración; podía presentir las siluetas de los hombres a escasos metros.

Estaba reventando de ganas de orinar. Aprovechó para tomar un bolso de mujer de plástico que adivinó en la oscuridad y meó ahí. Por las voces calculaba que había más de cincuenta soldados enemigos en la casa. Trató entonces de ponerse más cómodo, igual tendría que quedarse ahí ya que pensar en escapar era un suicidio. Pasó otro par de horas hasta que un nuevo soldado entró. Escuchaba ahora los resortes de la cama. La espalda de Ugueto comenzó a sudar. Un sonido de botas abandonó el lecho y se dirigió a la ventana. No se escuchó nada por dos minutos. Luego las botas caminaron hasta el centro de la habitación. Ugueto apuntó su fusil ametralladora hacia la puerta. Los pasos caminaron ahora hacia el rincón más alejado de la puerta principal de la habitación Escuchó el rasgar de un fósforo. Al rato le llegó el olor del humo del cigarrillo. Los pasos avanzaron hacia la cama donde se escucharon nuevamente los resortes. Pensó Ugueto en su coronel; no podía estar muerto. Aun veía su imagen como si le hablara en la oscuridad del armario:

—¿Decime negro vos sos un cagón..., medio cagón, tres cuartos...?

Casi pudo imaginar su propia cara haciendo pucheros. Por lo menos él puede fumar, pensó en el enemigo. Unos minutos después escuchó nuevamente los resortes de la cama. El soldado se había parado y los pasos fueron hasta el rincón último del armario. Ugueto empuñó su fusil ametralladora en el reducido espacio. Una bufanda perfumada de mujer calló sobre su casco. Se escuchó abrir y cerrar una gaveta; luego otra. Cuando abrió la tercera se dio cuenta que el soldado organizadamente había emprendido su estúpida tarea de abrir cada una de las puertas y cajones en su dirección. Por eso orientó la punta de su arma hacia la pequeña ranura de luz que alcanzaba a ver. Las puertas sucesivamente se acercaban y Ugueto temblaba como un flan. La primera de las tres puertas verticales se abrió y cerró casi al segundo. La bufanda de mujer había impregnado su alma de un perfume intenso como de lirios encendidos.

Antes de abrir la segunda puerta vertical el soldado enemigo dio una calada a su cigarrillo y se detuvo a seguir con recio amor la letra de una canción que desde hacía un rato sus compañeros habían puesto en el viejo tocadiscos de la casa, Perfume de gardenias...

Ugueto creyó escuchar que llovía e imaginó ver la sangre de su tropa lavarse en el suelo y la misma agua limpiar sus caras y remojarles los labios secos. Afinó el pulso y se apoyó en sus rodillas mientras la manivela de la tercera puerta vertical del armario giraba. Sintió el vago olor del sudor femenino entre los raudales aromáticos de los lirios. Aún tuvo tiempo de imaginarse la cruz de la medalla reluciente del coronel, o al menos limpia de sangre bajo la lluvia.


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Renzo Carnevale, es venezolano, graduado en Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello, de Caracas. Ha publicado en periódicos locales como Correo Canadiense, en español y Corriere Canadese, en italiano. Ha hecho carrera profesional en el campo del Fotoperiodismo, publicando fotografías para periódicos locales como el Toronto Sun, MulticomMedia, The Mirrow, y corresponsalías para periódicos y revistas extranjeras. Este relato recibió una Mención Honrosa Especial en el Concurso de Cuentos Nuestra palabra (2006); Toronto, Ontario, Canadá.
@ renzo.carnevale[at]rogers.com

Ilustración del relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

▫ Relato publicado en Revista Almiar, n.º 36, octubre-noviembre de 2007. Reeditado en febrero de 2022.

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