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puente relato renzo carnevale
En franca contradicción
con su abismo

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Renzo Carnevale

Fueron tantos los intentos que hizo por lanzarse que dejó la cuerda elástica de cinco metros estrellarse sobre el pavimento. Adivinó el temblor del vértigo y exploró en el borde del precipicio una anchura favorable a sus pies. Vio que tres tipos del clan esperaban su turno, y atendió a la voz del que había servido de instructor que le pedía que se lanzara ahora. Dos minutos después se sintió persuadido por las miradas que lo acechaban y soltó sus manos de las barandas del puente. Les rezó a los santos hermanos Cirilo y Metodio de Salónica una plegaria corta. Desmidió su equilibrio de frente a la profundidad del abismo. Por último pegó un alarido y se enfrentó al vacío.

Ante la sensación pavorosa de caer (en cuyo fulgor la resistencia puede hacer estragos) el Pedro se orinó: a gran velocidad sintió como sus calzoncillos se mojaban en el espacio. Era esa la imagen fugaz que llevaba en su caída y la que no hubiese querido mostrarle a nadie. Lo tranquilizó el pensar que el no controlar su vejiga era una de las reacciones más comunes entre los que se lanzaban por primera vez, porque nada era más difícil que contener en el espacio las emulsiones del cuerpo; y más bien, agradeció el no haberse vomitado: que con esa velocidad que llevaba, inhumana, todo su cuerpo siguiendo la boca, hubiese parecido un avión en derribo votando los fluidos.

Sabía mucho sobre la práctica del puentismo, básicamente porque «era un teórico» y porque, tarde o temprano, terminaría lanzándose él también. Se había leído largas notas de expertos que hablaban de sus invencibles personalidades reforzadas por la adrenalina segregada en cada caída. Lo obsesionaba el saber que las cabezas de los nativos de las Antípodas (enjambre donde hirvió por primera vez el reto al vacío) nunca se estrellaban en la cálida arena, isla del Pentecostés, en sus prácticas ancestrales para la fertilidad, pero algunos habían muerto de infartos fulminantes; le preocupaba sobretodo porque, días previos al lanzamiento, debió entregar un certificado médico cuyo testimonio asegurara el no padecer ningún tipo de afección cardiaca (examen que, por falta de dinero, no se había hecho).

Las primeras iniciativas de querer lanzarse desde un puente amarrado a una cuerda elástica las habían recibido sus amigos con entusiasmo y le atribuía el elemento de los valientes, pero su novia, que no era de las que nacieron para adorar a los mártires, le había prohibido que bajo ningún concepto llevara a cabo esa locura. «Si te lanzas me da pie a que haga yo también lo que me dé la gana», le dijo.

Una noche, sentados juntos en el bacón del apartamento donde ella vivía con sus padres, mientras observaban la ciudad desde un treceavo piso, Pedro logró persuadirla después de una lucubración que lo hizo sentirse orgulloso de él mismo. Le dijo que veía el lanzarse como un acto en el cual confluían en un sólo tiempo todos los tiempos, y le explicó que la persona que se lanzaba, amarrada de una cuerda, era el presente detenido en el momento en que se frenaba la caída por la acción de la elasticidad, era también el porvenir cuando se eleva y el pasado en el tiempo en que se soltaba desde el puente. «Todo ocurre tan rápido que no atañe al conocimiento ni a la razón. El tiempo se estira como la misma cuerda de hule que lo ata» le dijo.

Comprendió en esa larga caída que la sensación era embriagante y que apreciaba en el vértigo una inspiración santa. Pensó, mientras creyó cristalizarse la saliva en su boca, nunca haber tenido antes esa impresión de no sentirse él mismo. El nerviosismo se propagaba como gelatina en las venas, cuando el cuerpo, un trompo viviente, inició una serie de giros horizontales, y ya no supo donde estaba el cielo o la tierra. Dos dudas lo abordaron: la primera, por qué si era un muchacho moderno tenía ese atuendo que usan los habitantes de Bunlap, y la segunda, esa sensación de haberse lanzado hacía un segundo desde una torre de ramas y troncos de veinticinco metros de altura. También, aunque su mente no lo quería reconocer, por qué sentía tan cerca el Vanuatu; quizás la misma duda tenían todos esos aldeanos que esperaban que la cuerda detuviera la caída exactamente un milímetro antes que su cabeza chocara contra el piso. Después de esa evasión, después de haber vivido esa especie de alucinación, pudo reponerse. Quiso creer que las condiciones de la caída las regían sus miedos. Se había aventado al vacío sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor presunción de que su alma se iba a dividir. De pronto el momento le estaba pareciendo de una prolongación espantosa. No sabía si se había lanzado a la hora del crepúsculo, siendo un joven de diecisiete años, bajo el sortilegio de su amada novia, o si lo había hecho en la aurora siendo un isleño. Fue en ese instante de la caída en que dudó tercamente ya que podía no ser ni éste ni aquél: era terrible porque, en verdad, sólo era tristemente un hombre de cuarenta y dos años, cuyo destino (un infierno de fracasos momentáneos y dudas eternas) lo habían llevado al suicidio. Ahora había pasado por el décimo tercer piso de un edificio en construcción, las habitaciones huecas, los andamios. Cuando Pedro pensó bruscamente en su vida, su madre, sus tías, se enroscó, en señal de protesta contra él mismo, como un caracol y se concentró en la caída; esperaba fielmente el tirón de la cuerda elástica cuando volvió a escuchar esa voz: «¡Ya estoy arrepentido!», gritaba, «¡yo no estoy atado!». En esa curiosa dimensión del vacío el isleño se sacudió. Se estiró en toda su longitud, había calculado la distancia cientos de veces, sabía que la cuerda jamás dejaría que su cuerpo se estrellara contra la arena. Pedro gritó también. No era un aldeano, tampoco un hombre de cuarenta y dos años, vivía en la ciudad, en Madrid, en Roma, qué importaba ahora. No era un viejo y decaído personaje, era un estudiante honesto y despierto, era un adolescente, aunque un poco tímido, casi calvo ya, era de muy buen ver. Algo confundido estaba ahora el melanesio, su rito de la fertilidad, sus tobillos atados. Los alaridos de su gente se escuchan fuerte, sus tambores, sus totumas. Si la leyenda fuese falsa, pensó, una mentira dirigida únicamente a ponerle fin a su vida, fundamentalmente una treta para su sacrificio. Y si esa cuerda en sus tobillos fuese muy larga. Está bien que su antepasado Tamalié haya tratado mal a su mujer. Tendría que morir como él mismo, engañado para siempre. Mucho antes, el melanesio de sus ancestros, había muerto por él mismo, bajo un mundo que no abarcaba a más de ciento treinta personas, todos sus antepasados, todos con su cara y sus huesos. El misterioso encuentro con la tierra estaba por llegar, las palmas, los tambores que lo representaban, las totumas que lo contemplaban, estaban distrayéndolo de su perpetuidad. Un millón de veces, en todas las épocas, Tamalié se lanzaba tras su amada y era ahora él mismo en su caída. En el espacio, el suicida ya no gritaba. Estaba soñando que nunca se había dejado caer —lloraba y sus lágrimas corrían cavándole la coyuntura de los ojos hacia las sien— era volátil, fluido, los recuerdos todos prendidos en su cabeza. Pedro se repuso; se armó de sus pensamientos más verdaderos; los que formulaban personales enlazaduras entre su más íntimos deseos y su coraje, entre la condición y el estigma; en ese flexible instante en que la pausa son todas las pausas, en que la muerte es imposible y colinda vencida con el intangible universo del ser, la cuerda lo jaló violentamente hacia arriba.



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Renzo Franco Carnevale, es venezolano, graduado en Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello, de Caracas. Ha publicado en periódicos locales como Correo Canadiense, en español y Corriere Canadese, en italiano. Ha hecho carrera profesional en el campo del Fotoperiodismo, publicando fotografías para periódicos locales como el Toronto Sun, MulticomMedia, The Mirrow, y corresponsalías para periódicos y revistas extranjeras. Este relato recibió una Mención Honrosa Especial en el Concurso de Cuentos Nuestra palabra (2006); Toronto, Ontario, Canadá.
@ renzo.carnevale[at]rogers.com

El relato aquí publicado pertenece al libro inédito El astillón.

De este autor puedes leer, también, los relatos:
La casa acribillada de enfrente | La banda.

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


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