Me llamo Enrique,
como yo
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Isabel Moure
Soy el octavo y último de los
hijos que tuvo mi madre, sin embargo no tengo hermanos. Me
llamo Enrique, como el primer bebé que nació, el cual falleció al
año de nacer a causa de unas fiebres tifoideas. A causa de su muerte,
mi madre cayó en una profunda tristeza, así que cuando tuvo su segundo
hijo, en memoria del primero, le pusieron también de nombre Enrique.
Desgraciadamente éste falleció de muerte súbita al poco tiempo de
nacer, al igual que los seis hijos siguientes, y a cada uno les fue
bautizando con el nombre de Enrique. Así que yo soy Enrique octavo.
El nombre se debía a que mi madre se llamaba Enriqueta (pero no mi
padre). Mi madre siempre estaba triste, recordando a Enrique primero,
Enrique segundo, Enrique tercero, Enrique cuarto, Enrique quinto,
Enrique sexto y Enrique séptimo, y rezando para que sus almas estuvieran
en el cielo. ¿Y mi alma qué? ¿Dónde estaba mi alma? ¿En pedazos? No,
en pedazos está el corazón, aunque, en mi caso, lo estaba el alma,
pues el corazón siempre lo protegí con un caparazón muy resistente.
Mi madre solía decir, mientras miraba una foto de un bebé plácidamente
dormido con un chupete que cubría la mitad de su cara:
—Tienes los ojos
idénticos a tu hermano mayor.
Cada gesto que
hacía yo, aseveraba mi madre:
—Así sería tu
hermano.
Como si yo fuera
un clon, una réplica. Como si él fuera el original y yo la copia.
Era como si mis gestos, actitudes, características físicas no fueran
mías propias. Ni siquiera el nombre era mío del todo. Pero yo quería
llamarme como yo, ser como nadie más.
Un día mi madre
trajo un perro a casa. El animal tenía ya un año de edad. El sí que
era genuino. Era el único de la familia que no se llamaba como los
demás sino Whisky. Nos lo dio una vecina amiga de mi madre, con la
condición de que no le cambiáramos el nombre. El animalito comía y
jugaba cuando y cuanto quería, y se sentaba donde le apetecía. Desgraciadamente,
un día como otro cualquiera (mi madre llevaba flores sobre la lápida
de mis hermanos mayores) Whisky primero murió. ¡Ay! Mejor diré Whisky
a secas. Es la costumbre.
—Es una pérdida
irreparable —dijo mi madre.
Pero la vida
continuaba, así que reuní todo el dinero de mis ahorros y me compré
otro perro. Era de la misma raza, del mismo tamaño y del mismo color.
Era idéntico a Whisky, y le llamé Whisky, como Whisky. Mi madre no
podía mirar al perro sin ponerse a llorar. Eso no me ocurría a mí,
ya que había empezado a ver las cosas bajo una perspectiva diferente;
había tomado mi propio rumbo en la vida. ¿Por qué había de estar triste
ahora? Cuando se me rompían unos zapatos, elegía otros de la misma
marca y del mismo color. Y lo mismo hacía con mis camisas, mis calcetines,
mis pantalones, bolígrafos, gomas de borrar y carteras. En el colegio
tenía amigos de todas las clases, desde primaria hasta bachillerato.
Cuando se lo dije a mi madre, se alegró porque pensó que yo era un
niño muy sociable.
—Así sería tu
hermano Enrique —dijo ella.
(Por cierto,
no hablo de mi padre porque abandonó a mi madre sin saber que yo vendría
a este mundo. Por eso ella no me hablaba de él. Además, no se llamaba
Enrique). El día de mi cumpleaños invité a todos mis amigos a merendar
a casa. Mi amigo Juan era de mi clase, segundo de la ESO. Juan y Juan
eran de dos cursos por debajo, y Juan, que era altísimo, estaba en
bachillerato y nos enseñaba a jugar al baloncesto. Era el mayor de
todos. También vino Juan, un chaval de siete años, que siempre estaba
detrás de mí, y jugábamos a pelearnos. Al día siguiente mi madre fue
al colegio porque dijo que quería hablar con el psicólogo acerca de
mí. No sé lo que mi madre debió de contarle, pero el psicólogo nunca
me llamó a su despacho, pero sí a mi madre, y no sólo una vez más,
sino todas las semanas durante meses. Pensé que tenían un lío amoroso
porque, por primera vez, mi madre empezó a hablarme de mi padre, de
quien sólo conocía su nombre, Jacinto, y no Enrique, como ya he dicho
antes. Me extrañó la decisión de mi madre de revelarme tal confesión
guardada durante tanto tiempo, así es que empecé a pensar que mi madre
estaba superando su abandono. Entonces, también me enteré que yo tenía
un tío que se llamaba Eduardo, y una tía que se llamaba Isabel, cuyo
hijo se llamaba Óscar. La única prima de mi madre se llamaba Laura,
y mis abuelos maternos se llamaban, Aurelia y Tomás. Mi madre empezó
a llevarme de visita para que conociera a la familia.
—¿Cómo se llama
el chico? —preguntó mi tía Isabel a mi madre, como si yo fuera un
ente, y como tal no tuviera lengua.
—Enrique.
—Ah, como los
otros —a continuación las miradas de mi tía y mi madre adoptaron un
aire nostálgico, apartándose de mí y alejándose hasta perderse en
el recuerdo, hacia otro tiempo y otro lugar. Así que retomé la conversación
para recordarles que yo era el que seguía vivo.
—Me llamo como
ellos, pero llamadme Enrique, como yo.
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ISABEL MOURE
(Valladolid, 1965). Licenciada en filología inglesa y profesora de
inglés y español. Ha acudido a talleres de escritura de relatos en
el Taller de Madrid, los Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja
y la Escuela de Escritores, desde 2004. En octubre de 2005, obtuvo
el I premio internacional del Concurso Narcisista de Relato Autocontemplativo,
convocado por la Escuela de Escritores, con el cuento aquí publicado.
@
ismoale[at]teleline.es
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Ilustración del relato: El Aura1, fotografía por Ángeles Charlyne
© (participante en la
III Muestra de Fotografía Almiar).
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