Me dijeron
(y otros relatos)
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Romina Cazón
ME DIJERON
Me dijeron que nací
cuando el gallo se quedó dormido en el fondo de la casa. La que sería
mi abuela tomaba su café caliente y después miraba al cielo. Las hermanas
de mi madre jugaban con muñecas de trapos para recibir a la cigüeña.
El viejo recorría lentamente el pasillo como si el aire lo obligara
a no quedarse estático.
Me dijeron que nací
en la ciudad del Señor de las Llaves, en donde las personas hacen
enormes filas para entrar a un lugar que nadie pudo describir. Yo
no sé si les han negado el don de la palabra o ya no pudieron volver,
porque eso es otra cosa que nadie conoce.
Me dijeron que nací
en marzo cuando el sol está cansado de mojar la piel, cuando la piel
está cansada del sol, cuando los que circulan son lagartijas, cuando
las lagartijas son los hombres. Me dijeron también que marzo es el
mes de los muertos, los treinta mil que se aparecen en anuncios para
señalar a su asesino.
Me dijeron que nací
cuando mi madre apenas tenía diecisiete años. Pero eso nunca me dio
pánico. A mi sólo me da pánico las gitanas, los que visten de azul,
los que gritan desde el balcón que viva la libertad, y la dolencia
del lenguaje. A la mujer de diecisiete en efecto, le tengo un amor
desmedido.
PADRE
Padre no sé qué hace
el tiempo con mi vida, pero creo que la última vez que estuvimos juntos
fue cuando yo era tu madre. Por las mañanas volteo la cabeza en la
habitación de al lado y me pongo triste por tu ausencia. Fumo un cigarro
lentamente para ver si se me pasa. Y la perra desde el patio ladra
porque ese es el modo que ha encontrado para prohibirme el dolor.
Ciertamente los animales conocen este idioma. Por eso cuando me pasan
estas cosas salgo al patio: allí chillo como un cordero cuando se
lo sacrifica, allí me despojo.
Padre no sé qué hace
la distancia con mi vida, pero creo estar en el planeta de las hormigas
que arrinconan sus hojas para que alguien sepa que han vivido. Las
cosas en este país están igual que en el tuyo. Quizás peor porque
aquí no están los de allá y mucho peor porque aquí está la que falta
en su país. Aunque hablemos el mismo idioma y adoremos al mismo Dios,
todos, los de allá o los de aquí somos diferentes: miramos al mundo
desde otro lugar. Y yo no sé cómo mirar, ahora uso anteojos y las
imágenes me aparecen dislocadas.
Padre no sé qué hace
este país conmigo o qué hago yo con él, pero desde que estoy aquí
tengo una guerra en la sangre. A menudo cuando amo una parte de la
sangre me ataca y la otra reposa gloriada en su cuna. Cuando camino
una parte de la sangre me cambia el destino y la otra se esfuerza
calladamente para devolverme la dirección. A menudo Padre, me pasan
cosas como estas.
ELLOS
Todas las noches,
del otro lado de la pared, rechina pausadamente la cama de mis vecinos.
Atraídos por el amor ocupan el tiempo para saciarse y otras veces
para agrandar su familia.
Mi madre estando en
el sur dice que la soledad es una gran fortuna. A ella le resulta
fácil hablar porque nunca apreció el silencio de este lugar. Yo prefiero
creer que el silencio se debe al diminuto tamaño de la cama. La pronta
manera de olvidarme es esconder mis manos entre las sábanas, mientras
la cama de mis vecinos se llena de polvo.
el teléfono
Son
los meses del otoño los que matan la memoria de las plantas dice mi
madre. Luego llora con el teléfono inalámbrico como todos los lunes
desde su casa. ¿Es mi voz la aterradora de sus días? ¿Son las plantas
la que le impide el recuerdo? ¿Y quién responderá a todas las preguntas
cuando pase el otoño? Ciertamente nosotras seremos incapaces y no
por ser hembras sino por estar en la tierra, estirpe de todos.
Me dices que no sabes lo que la
memoria hace con los hombres. Y yo te digo que iré a visitar a unas
amigas. Insistes que no sabes. ¿Acaso soy yo la indicada para hilvanar
tantas palabras? ¿Acaso el otoño no ha pasado por aquí? Todos los
días sentimos muerta a la memoria y no es por el otoño sino por los
hombres. El otoño mata una porción de memoria, un retazo y sólo eso.
Los hombres la matan, la aniquilan y la buscan cuando es tarde.
En la ventana se asomó un pájaro
dices y yo te pido que llores. Me cuentas que el pájaro es verde brillante.
Afirmas que es un picaflor. Yo no digo nada porque no sé de pájaros,
pero sé qué llanto lava todas las heridas. Por eso lloro con el teléfono
en la mano.
Mi madre y El felino
Recibí una carta que
viene desde el Sur. Me senté y la leí. Después lloré porque la escribió
mamá. Ella dice que me voy a morir pronto si fumo demasiado y le creo.
Cuando se me olvida fumo. Y al día siguiente me postro en el lecho
para pagar la desobediencia.
Mi madre dice que
se pinta el pelo de negro desde mi partida y que encontró la mejor
manera de vivir al sustituirme con un gato gordo. Me pregunto si es
posible que un gato gordo me reemplace. Y si es así pido perdón porque
ya encendí un cigarro para elegir el día de mi muerte.
ELLA Y YO
Ella es la que escribe
mirando el panorama de los días, yo soy la que piensa lo que el aura
trae consigo desde el Sur: imágenes desteñidas por el viaje y una
bandera. De allí es que a veces nos surge un poema.
Ella y yo hacemos
largas oraciones, pero no a las hadas, no a las vírgenes, no a los
dioses, sino a la patria, pez andariego que deambula en la sangre.
Tal vez una noche la patria lea nuestras oraciones y nos cumpla el
deseo de morir ahí para ahorrarnos la tristeza.
Ella y yo escribimos
cosas como por ejemplo, lo que aura sacude en la memoria muy a menudo.
PÁJAROS DOMÉSTICOS
Laura, mi tía, reniega
todas las tardes de su esposo. Me advierte que en unos días se irá
de su casa porque no le gusta vivir mal. Yo le sonrío porque admiro
que pueda escapar. Los peruanos que sintieron los escombros en sus
espaldas querrían hacer lo mismo, pero saben perfectamente que cualquiera
puede escapar, no de la tierra sino de un lugar de ella. Irak y el
resto del mundo también querrían escapar. Después de la masacre llegan
los gritos, los lamentos y al fin la resignación: somos de aquí y
morimos aquí como pájaros.
Extravíos
Leticia perdió las
llaves de su casa. Al darse cuenta entristeció y agarrándose de la
cabeza pensó que no servía para nada. Yo creí que había sucedido algo
peor y me puse a imaginar la muerte de su padre, la de su madre, la
de alguien. Luego reí porque eran las llaves. ¿Pero quién no ha perdido
algo? Mi país está gobernado por perdedores que aplastan las nalgas
en una silla, cruzan los brazos y no paran de pensar y creen que eso
basta. La derrota les invade los ojos y se defienden orinando en los
pantalones e incluso lloran. Así nos hicieron perdedores: y como nada
es gratis, lo pagamos con Las Malvinas, con los treinta mil nombres
que fueron sepultados en cajones vacíos. Entonces ¿quién no ha perdido?
Yo perdí un poco de memoria, tal vez por eso me resulta difícil contar
las veces que he perdido. Acaba de pasar otro minuto y también lo
perdí.
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ROMINA
ALEJANDRA CAZÓN.
Autora argentina (San Pedro de Jujuy, 1981). Reside en Querétaro (México).
Realiza el curso de Lírica Española dictado por el poeta y critico
uruguayo Eduardo Milan. Es Jefe de Información en Querétaro de la
revista Babel. Ha recibido el primer premio en cuento «Populorum Progressio»
(Jujuy, 2002) y mención especial en poesía en la jornada de literatura
Palabras Cruzadas (Universidad Nacional de Jujuy, UNJ, 2004), entre
otros premios. Textos suyos han sido publicados en diarios y revistas
de Argentina, Perú, España, Venezuela y México
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Ilustración relato:
Fotografía por Raquel Olaz © (ver
muestra de esta autora).
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