La misma historia
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Óscar Bartolomé
Poy
«¡Este dolor es celestial;
hiere allí donde ama!».
Otelo, el moro de Venecia (William Shakespeare).
Puede
cambiar la época, pueden cambiar las circunstancias e incluso
pueden cambiar los actores, pero siempre interpretamos a los mismos
personajes. Concededme un poco de vuestro tiempo y os lo enseñaré.
Vais a presenciar cómo las pasiones humanas y mundanas, que es decir
lo mismo, son inalterables. Arrellanaos en vuestra butaca y contemplad
esta escena que os presento.
He aquí una clásica pareja, urbanita y de clase
media. Él se llama Otelo. Es un varón alto y corpulento, de piel cetrina
y robusto pecho. Su mentón prominente y su frente ancha dan fe de
su carácter rudo, mas sincero. En su cara angulosa cual trazo cubista
sobresalen unos pómulos que semejan espolones. A sus labios aflora
una mueca de escepticismo, característica en todo aquel que ha arrostrado
numerosas adversidades. Su mirada teñida de melancolía y su semblante
macilento pueden llevarnos a pensar que tiene una edad venerable,
cuando lo cierto es que aún no ha cumplido los cuarenta.
Ella es Desdémona, una mulata cenceña y delicada,
con un busto como esculpido en mármol y una cabellera espesa y negra
como el azabache. No es una jovencita, aunque tiene un rostro aniñado
que bien puede hacernos creer que aún está en edad núbil. Su ánimo
es jovial de ordinario, mas, cuando se siente agredida, puede ser
violenta y desabrida como un potro salvaje.
En este momento yacen en el tálamo. Están acostados
de lado, dándose la espalda, aunque ahora vemos cómo Otelo se da la
vuelta y rodea con un brazo el vientre de Desdémona. Prestemos atención
a lo que dicen.
—¡Quita esa mano! ¡He dicho que no me toques!
Esta noche no tengo ganas de monerías —Desdémona se levanta de la
cama como impelida por un resorte. En su boca se dibuja un mohín de
repugnancia—. Voy al lavabo a tomar un vaso de agua. Me ha entrado
sed.
Otelo permanece inmóvil en la cama con aire resignado.
Al cabo de unos minutos regresa Desdémona.
—A ver, dime, ¿qué haces mirándome con esos ojos
de perro abandonado? No te hagas el mártir, que no te va bien el papel
de víctima —Desdémona se mete en una esquina de la cama, procurando
dejar suficiente espacio entre ella y Otelo—. A mí no me necesitas
para nada. Ya tienes a todas esas fulanas que tan buenos momentos
te hacen pasar.
—¿Pero qué dices? ¿De dónde has sacado eso de
que me acuesto con otras? Desde el primer día te he sido fiel. Tus
reproches son injustos y me hacen daño.
—¿Hacerte daño?, ¿a ti? Pero si tú no tienes
corazón. Ni siquiera tienes lo que hay que tener para reconocer que
te ves con otras —Otelo niega con la cabeza, pero con eso no hace
sino crispar más los nervios de Desdémona—. Sí, me refiero a Emilia
—arrastra las sílabas con sumo desprecio—, tu compañera en el departamento
de publicidad, ésa que enseña las tetas —se lleva las manos a los
pechos en un intento de resaltar su turgencia— cada vez que se le
cae un folio al suelo. De todas las putas que hay, me la tienes que
jugar precisamente con ésa, la más guarra de todas. No tienes vergüenza.
—Eso es un disparate. Mi relación con Emilia
es estrictamente profesional. Nunca ha habido nada entre nosotros.
Vaya, que ni siquiera me gusta.
—¡Ajá, conque ella no te gusta! Eso quiere decir
que hay otras que sí te gustan. Tus palabras te delatan, bribón.
—Esta discusión es absurda. No me escuchas. Sólo
oyes lo que quieres oír. Se te ha metido el demonio de los celos.
Bah, ya se te pasará. El que se pica, ajos come.
—¿Pero cómo se puede tener tanta desfachatez?
—Desdémona se reincorpora sobre la cama y de un manotazo echa la sábana
encima de Otelo—. Me voy al sofá. No quiero dormir al lado de un desalmado.
—No te molestes, me iré yo —tras un tenso e incómodo
silencio–. ¿Puedo darte un beso de buenas noches?
—No —responde ella mirando hacia otro lado.
—Está bien. Que tengas dulces sueños, cariño.
Otelo se pone en pie y sale del dormitorio. Desdémona
se arrebuja bajo las sábanas y oprime la cabeza contra la almohada.
¿Está llorando? Sí, mirad cómo su pecho se agita al compás de los
hipidos. ¿Quién pensáis que se ha erigido en portavoz de su palabra?,
¿ha sido su corazón o su orgullo? Su corazón deseaba con fervor recibir
un beso cálido que la serenase, mas su orgullo, tirano de sus sentimientos,
ha emasculado todo signo de ternura por considerarlo una debilidad
imperdonable. ¡Qué no podrá obrar el orgullo, que se impone con tanta
facilidad sobre nuestros deseos!
Dejémosles que duerman y corramos la cortina
del tiempo. Ha amanecido un nuevo día y vemos a Otelo entrando en
un bar. Allí le está esperando su amigo Iago. Es un hombre menudo
de andares torpes y estevados. Lo que más llama la atención de su
fisonomía son sus ojos pequeños y astutos, centelleantes como luciérnagas
en una noche oscura e impenetrable. Su sonrisa pícara y su cabello
rizado le confieren un aspecto zangolotino. Otelo se le acerca y le
estrecha la mano.
—Hola, Iago. Me alegro de verte. Gracias por
venir.
—Es un placer, amigo. ¿Quieres algo?
—No, gracias. No me apetece tomar nada. En realidad,
no pensaba quedarme mucho tiempo.
Iago pega un trago a la Budweiser con tal ansia
que a punto está de tragarse el gollete. Ahora mira a Otelo detenidamente
con una sonrisa inabarcable. Se diría que está escrutando su rostro.
Salta a la vista que Otelo está nervioso. Después de una pausa, Iago
toma la palabra:
—Bueno, ¿y qué tal te trata la vida?
—Sobre eso quería hablarte. Dime, ¿puedo confiar
en ti?
—Claro que puedes. Para eso están los amigos
—se suena la nariz con estrépito—. Cuéntame, ¿qué te pasa?
—Se trata de Desdémona. Lleva varias semanas
esquivándome. Ni siquiera me permite que la toque. Está muy rara.
Se le ha metido en la cabeza que se la pego con otras.
—¿Y no es así? —le interrumpe Iago, que acto
seguido estalla en una risa estentórea, como la de una hiena. Otelo
le dirige una mirada fulminante—. Perdona. Ha sido un chiste malo.
Lo reconozco. Ya sabes que me cuesta contener mi humor. Siempre digo
que lo mejor en estos casos es desdramatizar. Por favor, continúa.
—No, creo que ya he hablado bastante. Hasta otra,
Iago.
—Tampoco es como para ponerse así, hombre. Hay
que ver, qué carácter —Otelo no oye las últimas palabras, pues ya
está lejos de él. Abandona el bar a paso ligero.
Demos un nuevo salto en el tiempo y volvamos
a la casa de la pareja. Desdémona e Iago están sentados en un sofá.
Otelo no aparece por ninguna parte. Se palpa la inquietud en el rostro
de ella. Al parecer, Iago le está haciendo revelaciones importantes.
—Pues eso, que esta mañana me lo he encontrado
en el bar en compañía de una mujer. Al principio pensé que sería alguna
compañera de trabajo que había salido con él a tomar una taza de café
en el descanso, pero luego comprobé que era algo más que eso.
—¿Algo más?, ¿a qué te refieres?
—Bueno, es duro para mí decirlo. Bien sabes que
Otelo y yo somos como uña y carne, y por nada del mundo quisiera entrometerme
en vuestros asuntos de pareja y causarle molestias.
—También eres mi amigo, ¿no?
—Sí, claro que soy tu amigo, y por eso estoy
aquí —Iago coge aire y, luego de una profunda espiración, le espeta:
—Desdémona, siento tener que comunicarte que tu esposo tiene una amante.
—Lo sabía, lo sabía. Llevo tiempo sospechándolo.
Él siempre lo niega, pero yo sé que miente —Desdémona se frota las
manos convulsivamente. Su pulso se acelera y su respiración se entrecorta
en arrebatos de ansiedad—. Cuéntame todo lo que viste. ¿Estabas tú
allí?, ¿te vio?
—Sí, estaba en el bar, pero no me vio. Estoy
seguro de que no pudo verme. La mesa en la que estaba sentado está
apartada en un rincón mal iluminado y, aparte de eso, había mucha
gente a esa hora.
—¿Se besaron delante de todos?
—Sí, se dieron un beso. Te juro que cuando lo
vi me quedé de piedra. Siempre tuve a Otelo por una persona fiel.
La verdad, no entiendo que pueda verse con otra cuando te tiene a
ti.
Desdémona no puede contenerse y prorrumpe en
sollozos. Saca un pañuelo carmesí de su bolsillo y se enjuga las lágrimas
que resbalan por sus mejillas.
—Qué hijo de puta —repite una y otra vez a media
voz—. Me la ha jugado, a mí, que lo he dado todo por él, que dejé
a mi familia en Cuba para venirme acá. Seguro que su padre le ha lavado
el cerebro. Nunca me tragó ese desgraciado de Brabancio. Le comía
la cabeza diciéndole que me había casado con él para robarle el dinero.
Él está detrás de esto. Lo sé.
Iago se acerca a Desdémona para consolarla. La
atrae hacia su pecho y la mece. De pronto ve cómo la fuerza abandona
sus dedos y suelta el pañuelo. En un movimiento veloz, lo recoge y
se lo guarda. Mientras le acaricia el pelo, le susurra:
—No pasa nada. Todo irá bien. Ya lo verás.
¿Qué os parece? ¿No tenemos acaso a un Tartufo
entre nosotros? Saltemos una vez más el charco del tiempo y volvamos
a la casa. Han transcurrido dos días con sus correspondientes noches.
Otelo está solo, meditando, como es costumbre en él. Llaman a la puerta.
Es Iago. Después de un saludo de rigor, pasa y se sienta en el sofá.
Es tan desenvuelto que se comporta como si estuviera en su propia
casa. No hace falta que le inviten a tomar asiento. Otelo se sienta
frente a él, en un taburete.
—Me alegra volver a verte, Otelo. Tienes buen
aspecto. La última vez que nos vimos te fuiste como alma que lleva
el Diablo. Me quedé con la sensación de que había hecho algo mal y,
bueno, ya sabes cómo soy, he venido para disculparme y para ver si
estabas mejor.
—Agradezco de todo corazón tu gesto. Perdóname
a mí, Iago. Estaba nervioso y te traté con brusquedad.
—No tiene importancia, amigo. Es comprensible,
dada la situación en la que te encontrabas. Por cierto, ¿has resuelto
ya tus diferencias con Desdémona?
—Ojalá así fuera, pero ocurre todo lo contrario.
Se ha puesto furiosa conmigo y me amenaza con irse de casa. Quién
sabe por dónde andará ahora. Discutimos y se marchó dando un portazo.
Estoy preocupado.
—Oh, no sabes cuánto lamento oír eso. Cuando
me hablaste de ello imaginé que sería un enfado pasajero. Ya sabemos
cómo son las mujeres, caprichosas y celosas todas, sin excepción.
Estamos en plena canícula y en la habitación
hace mucho calor. Iago, que es propenso a trasudar, se siente sofocado.
En sus axilas se empieza a perfilar un círculo húmedo, mientras que
abundantes gotas de sudor desfilan por su frente. Se abanica con la
mano en un vano intento de aliviarse del vulturno.
—¡Uf, qué bochorno! ¿Puedes abrir la ventana,
Otelo? Me estoy asando.
—Sí, claro, cómo no.
Otelo se levanta y abre la ventana. Al girarse
observa algo raro en Iago. Ha reconocido el pañuelo con el que se
está secando el sudor de la frente. Es el que bordó la abuela de Desdémona.
No hay duda de ello. Frunce el entrecejo y contrae los labios en señal
de ira. Iago está muy ocupado combatiendo los efectos del calor y
no repara en su expresión. Otelo aplaca su cólera a duras penas y,
mirándole a lo zaino, le dice:
—¿Sabes? Esto que me está pasando me recuerda
a aquel drama de Shakespeare del marido consumido por los celos...
—hace un chasquido con los dedos—. ¿Cómo se llamaba?
—Otelo —le responde Iago con aspereza.
—Sí, eso es, Otelo. No me había dado cuenta de
que llevaba mi nombre. Qué tonto he sido al olvidarlo —se golpea en
la frente—. Oye, Iago, ¿y cómo acababa la historia?
—Otelo mataba a Desdémona y luego se suicidaba.
—Desdémona, sí, es verdad. Igual que mi mujer.
Qué increíble coincidencia, ¿no te parece? Menos mal que yo no soy
moro y que esto no es Venecia —se ríe a pleno pulmón.
Iago mira varias veces su reloj con impaciencia.
—Oye, yo me tengo que ir. No sabía qué hora era.
Me esperan a las seis y ya han pasado cinco minutos. Nos vemos otro
día, ¿vale?
—Sí, vete —responde Otelo con acritud mal disimulada.
Iago sale raudo de la casa y, con las prisas,
tropieza con el taburete. Tan pronto como desaparece, Otelo exclama
para sus adentros:
—¡Y que el Diablo te lleve!
Iago ha conseguido inocular en Otelo el veneno
de los celos. Soplemos la esfera del tiempo y hagamos avanzar las
agujas del reloj unas horas. Nuestro héroe se desespera pensando qué
es lo mejor que puede hacer, si armarse de paciencia como Hefesto
e intentar sorprender en adulterio a los traidores Afrodita y Ares,
o si actuar de inmediato, en cuanto vea a Desdémona. No tiene tiempo
de meditarlo, pues en este momento alguien está girando la llave en
la cerradura. Sólo puede ser ella. Otelo sale al encuentro de su esposa.
—¡Ah, eres tú! Qué susto me has dado —Desdémona
parpadea y se lleva una mano al pecho en acto reflejo.
—¿Quién pensabas que era? —le inquiere Otelo
en tono avieso.
—Nadie. Pensaba que no había nadie a estas horas.
Se supone que deberías estar en el trabajo. ¿Qué haces aquí?
—Espiarte. Hoy me he cogido un día de asueto
por asuntos personales.
—Estás loco —le replica Desdémona clavando sus
pupilas en las de él. Otelo le agarra del brazo con brusquedad y las
llaves caen al suelo, produciendo un tintineo metálico que enciende
una chispa en su cerebro—. ¡Suéltame, maldita sea!, si no quieres
que llame a la Policía —aúlla la infeliz mujer, que presiente el fatal
desenlace.
Otelo hace caso omiso de sus amenazas y, antes
al contrario, porfía con ella para debelar su resistencia. Durante
el forcejeo llueven los bofetones sobre el rostro de Otelo, que se
mantiene firme en su empeño. El bolso de Desdémona se desprende de
su hombro y va a parar al suelo. Finalmente, Otelo consigue inmovilizarla
asiendo con dureza sus muñecas. Desdémona, antes que rendirse, se
abalanza sobre la cara de Otelo y le muerde la mejilla. Brota el líquido
rojo, pero él no siente dolor físico alguno. Su dolor es de otra naturaleza,
y no hay ungüento o emplasto capaz de bizmarlo. Exhausta por el esfuerzo
baldío, Desdémona sufre un vahído y se abandona a los brazos de Otelo.
Él la coge en vilo y la lleva hasta la cama.
La deposita allí con delicadeza, como si sostuviera una flor de frágil
tallo. Desdémona apenas es consciente de lo que está pasando. Mira
al techo con ojos desorbitados. Otelo se sienta a su lado y, con la
mirada perdida en el abismo de los celos, le acaricia con ternura
la cara. Unas gotas de sangre salpican la faz de Desdémona. Son como
máculas incandescentes, rescoldos de un amor hecho añicos. Otelo se
inclina sobre ella, que tirita de miedo e impotencia, y le besa los
labios con pasión y dulzura. Ahora se separa y sentencia:
—Me has traicionado con mi mejor amigo. Si tienes
algún pecado del que arrepentirte, reza tu última plegaria. ¡Vas a
morir!
—¡Oh, Dios!, ¡Dios!, ¡Dios! ¡Muero inocente!
Otelo oprime con sus enormes manos el cuello
de Desdémona y aprieta hasta ahogarla. Mientras lo hace, tuerce a
un lado la cabeza para no presenciar su villanía. Unas lágrimas asoman
a sus ojos y descienden serpenteando por la orografía de su cara.
Ha transcurrido una hora y siguen tal como los
habíamos dejado, el uno sin alma y la otra sin cuerpo. La habitación
está atestada de policías que investigan el lugar de los hechos. Uno
de ellos, que porta una cámara de fotos, se acerca a Otelo y le pregunta
en tono neutro:
—¿Por qué lo hiciste?
Sin levantar la vista del suelo, Otelo le responde,
impertérrito:
—Porque no había puerta tan alta que pudiera
atravesar sin golpearme la cabeza.
El policía baja la mirada, mueve la cabeza en
señal de asentimiento y continúa tomando fotos.
Y así acaba la trágica historia de Otelo y Desdémona.
Los más curiosos de entre vosotros os preguntaréis qué fue de Iago.
Pues bien, el bueno de Iago salió de escena tan pronto como cumplió
con su cometido, que no era otro que envenenar el amor de dos personas
que se amaban. ¿Me preguntáis que quién soy yo? Je, je. Eso ya lo
sabéis. Soy una vieja conocida. Algunos me conocen como Eris, la Discordia.
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Óscar Bartolomé Poy nació en 1978
en Baracaldo, pero ha pasado toda su vida en Bilbao, cerca del lugar
donde nació don Miguel de Unamuno. Es licenciado en Periodismo y en
Comunicación Audiovisual por la Universidad de Leioa, lo que muestra
bien a las claras dos de sus pasiones: la literatura y el cine. Desde
siempre ha cultivado una panoplia de géneros literarios, que van desde
el cuento a la poesía, pasando por el aforismo. Es autor de los poemarios
Te quiero, no lo olvides. Poemas para Psyche (editorial Belgeuse)
y La luz de tu Faro (editorial Bubok). También hace crítica
de cine y ha escrito y dirigido un cortometraje titulado Un billete
para el mañana. Algunos de sus poemas pueden leerse en su blog
La luz de tu Faro (http://laluzdetufaro.blogspot.com), dedicado
a la memoria de la poeta asturiana Sara Álvarez.
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Ilustración relato:
Rodolfo Amoedo-Desdêmona,
Rodolfo Amoedo [Public domain], via Wikimedia Commons.
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