El ojo
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Javier Martínez
Lo del
ojo había sido una desgracia. Pero, como a todo acontecimiento
desgraciado, Rómulo Manrique lo había suturado con humor. Nadie recordaba
cómo había empezado la gresca en la votación del sindicato. Lo cierto
es que lo primero que sintió fue un ardor tremendo en la oreja, un
zumbido y, una fracción de segundo más tarde (que paradójicamente
recordaría como anterior en el tiempo), el golpe del puño. Le hirvió
la sangre. Los músculos de la quijada se le pusieron duros como rieles,
tren de la ira, locomotora desaforada del cuerpo preparado para la
pelea. Se dio vuelta en un tris y reconoció al agresor: era el Gordo
Parodi, revoleando los puños, mazazos a diestra y siniestra. La boca
se le secó de repente. Y al segundo siguiente, una catarata de saliva
le indicó que estaba listo. Los puños de Rómulo eran como martillos.
Le asestó uno y otro y uno más y un cuarto golpe en la misma oreja
en que esa masa orgánica, devenida en matón, lo había golpeado. Ese
Gordo era un pelotudo: encima de que no tenía seso ni siquiera estaba
dotado de un sano instinto de conservación. Siempre en el bando equivocado.
Por eso, más que por venganza, se merecía la golpiza. Después fue
leña de árbol caído: todo el que pasaba por su lado se veía tentado
de patearlo, mole en desgracia, pedazo de infeliz. Y los momentos
previos al instante fatal empezaron a suceder. Rómulo se secó el sudor
de la frente y cuando pasaba el dorso de su mano por sus labios, espantando
un sabor amargo, secándose unos hilos de baba rabiosa, vio el filo
de la navaja y el cuerpo esmirriado de su amigo Caferatta; el filo
dirigiéndose hacia ese cuerpito que daba lástima; y saltó a salvarlo
y el entrevero se puso jodido: rodaron por el suelo, se golpeó feo
la cabeza, y casi sin darse cuenta, la navaja que entró por el pómulo
hacia arriba y sintió un dolor agudo, un ruido a tela que se abre,
un chorro tibio y un dolor que le pegó en la base del cráneo. Lo que
siguió después fue la visión acotada de un solo ojo. Para siempre.
Año 1972. Este tipo me costó un ojo de la cara, decía abrazando el
cuerpo finito de Caferatta, que se perdía debajo de su sobaco, asomando
la cabeza como una tortuga marina, los ojitos cómplices y agradecidos,
eternamente agradecido.
Cuando yo lo conocí usaba un ojo de vidrio. Un
ojo temible, inmóvil, interponiéndose en la diagonal de una herida
un poco más blanca que el resto de su piel. Rómulo era el padre de
Rafa, mi mejor amigo de los últimos años de la escuela primaria. Un
hombre tosco con gestos de cariño rudos y ásperos, porque así deben
ser los hombres. Para llorar y quejarse estaban las nenas. Si él,
que había pasado por semejante desastre —aseguraba pasando un dedo
por la cicatriz que le cruzaba los párpados—, nunca había llorado
como un mantequita, nadie, en su propia casa, tenía derecho a hacerlo
por un coscorrón, un tincazo, un pellizco. Una noche, harto de nuestros
cuchicheos nocturnos, harto de decirnos que nos calláramos de una
vez, apareció con el ojo de vidrio en la mano. Nunca duermo con este
ojo puesto porque me da miedo de que se me vaya para adentro, decía
en una extraña confesión de debilidad. Todo hombre la tiene. Pero
eso lo aprendería yo después, con el paso de los años; yéndose el
tiempo en su carrera inagotable, llevándose consigo los segundos desde
el futuro al pasado; apenas dejando el sabor efímero de un presente
que nunca termina de serlo. Entró vestido con un pantalón pijama,
el torso desnudo en pleno invierno y prendió un velador. Puso el ojo
en la mesa de luz, apuntando hacia nosotros y nos advirtió: ojito
que los estoy mirando. Lanzó una risa endiablada y se fue, dejando
a la vista una espalda peluda y el pantalón cayendo por debajo de
la línea que separa los glúteos. Era una visión de terror. Una mirada
muerta, ausente, despiadada e inolvidable. Estuve despierto hasta
el amanecer. Las sombras de la noche se fueron diluyendo en una luz
sonrosada y los miedos se distrajeron, enredados en una modorra progresiva
y picosa. Los ronquidos de Rómulo atravesaban la puerta de su cuarto
e inundaban el ambiente que hacía las veces de dormitorio de mi amigo
y sus hermanas. Unos años más tarde, quien me quitaría el sueño sería
Clarisa, la mayor de las Manrique. Madrugada de un verano agobiante
y pegajoso, húmedo. Su cuerpo apenas envuelto en un camisón transparente,
levantado hasta la mitad de la cadera; formas redondas de piel muy
blanca. Horizontal, la espalda curvada hacia el colchón. Tuve una
extraña urgencia de ir al baño; y no la podía contener y no quería
dejar de mirarla. Finalmente, me levanté sin hacer ruido. Abrí la
puerta del baño con cautela y la escuché chirriar apenas, un grillo
oxidado y diminuto. Mantuve la luz apagada para no molestar. El final
del chorro me dio una sensación de liviandad y desahogo. Que duró
menos que un instante. La estampida fue precedida por unas frenadas
apuradas pero discretas, un tumulto de pasos, unos golpeteos herméticos.
El ruido de madera rajada de la puerta, la ráfaga de disparos rebotando
contra las paredes del baño, el grito de Rómulo, el grito de su mujer,
los gritos de sus hijos, la casa en un grito, órdenes, insultos, golpes,
objetos rotos contra el suelo, palabras desesperadas, un golpe, Rómulo
puteando, un golpe seco, la voz de Rómulo que se perdió en el silencio,
el ruego desesperado de Susana por su marido, que lo dejaran, que
él no tenía nada que ver, que sus hijos, y culatazo en el estómago
que la dobló al medio y la mandó sin pasaporte a un fragmento de tiempo
sin aire, con la sensación de morirse, de perderse y no se lo podía
permitir, y el aire entró y le nubló la vista, la mareó como si hubiera
fumado opio, y Adelita ya estaba ahí, a su lado, sosteniéndola pegada
al mundo, apoyándola en la tierra, los pies de Rómulo y esos dos milicos
de mierda que lo arrastran de los sobacos. Nada puede volver a la
normalidad. Esa vida se rompió. Ese futuro posible no lo será nunca,
se ha perdido para siempre. A partir de ese momento iba a tener que
aprender a vivir sin él; iba a tener que aprender a vivir para dominar
ese dolor que le atenazaba la garganta, peor aún que el culatazo,
peor que la muerte misma; iba a tener que aprender muchas, muchas
cosas. Cuando pude ponerme sobre mis piernas, caminé hasta la puerta
de entrada guiado por un miedo espasmódico. Imaginaba una escena de
tragedia y era una escena de tragedia. Susana rasgaba el piso con
las uñas. Apresándola en sus brazos, Adelita, la menor, conservaba
una extraña calma; la que se instauró en sí esa misma noche para no
abandonarla nunca. Dice que es para preservar algunas cosas muy profundas
detenidas en el instante previo a la tragedia; por lo demás, las formas
de aquella noche se le desdibujan; las voces que recuerda le resuenan
extrañas, uniformes, como dichas por una sola voz; los llantos, los
gemidos, los lamentos y los ruegos están mezclados en un mismo murmullo
que se le hace cada vez más lejano, en eterna bajamar. Lo mismo me
sucede a mí. Volví sobre mis pasos. Mi amigo, estaba de pie al costado
de su cama; abrazándose a sí mismo, temblando; parado sobre un charco
nervioso, una enorme lágrima amarilla. Clarisa tironeándose de los
pelos, poseída. Estiré mi cuerpo para ver la habitación de Rómulo.
Sobre el piso de mosaico, el ojo de vidrio caído, rajado, la mirada
más ausente y más perdida. Lejos, hasta una distancia imposible.
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Ilustración relato:
Rinneateratzu, By By.-Starkiller (Own work) [CC-BY-SA-3.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.
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