Volver al índice de la Biblioteca

Página principal

Música en Margen Cero

Poesía

Pintura y arte digital

Fotografía

Artículos y reportajes

Radio independiente

¿Cómo publicar en Margen Cero?

Contactar con la redacción

Síguenos en Facebook

Almiar, en Twitter





Los diarios de Lem

foto alquimia relato carlos montuenga

Doctor Paracelso
___________________
Carlos Montuenga


Ha pasado ya algún tiempo desde que perdí el contacto con los demás. Tengo que encontrarles como sea. A veces, lo ocurrido me parece un mal sueño del que voy a despertar en cualquier momento.

Recuerdo los tejados de París recortándose contra el cielo sereno de la tarde. En la lejanía, las campanas de Notre Dame elevaban su voz severa sobre el bullicio de calles y plazas. Yo paseaba despreocupado, observando las travesuras de unos pilluelos que corrían entre la gente.

Luego las cosas tomaron mal cariz. Recibimos orden de trasladarnos con urgencia y muchos creímos que se iba a iniciar una gran ofensiva. Cuando llegó el momento señalado, fijé las coordenadas y me preparé para la partida. Pronto, aquella ciudad tan fascinante no sería para mí más que un lejano recuerdo.

Durante el tránsito no percibí nada anómalo. Como ya había ocurrido en otras ocasiones, los contornos de todo cuanto me rodeaba empezaron a borrarse y me fue invadiendo una intensa sensación de ingravidez. Procuré no pensar en nada y me abandoné al placer de sumergirme en un torbellino luminoso en el que todo desaparecía estallando en mil destellos fugaces.

Sé que aquello sólo duró un instante, pero cuando las luces se extinguieron y pude palpar otra vez mi cuerpo, habría jurado que regresaba de cruzar un océano sin límites.

Pronto comprendí que algo iba mal. En el lugar donde me encontraba, no había ni rastro de los míos, nada familiar, ninguna referencia; he de admitir que algún fallo inexplicable me desvió de la ruta prevista.

Ahora sólo puedo confiar en que consiga comunicarme con ellos. Mientras tanto, dependo de mis fuerzas para sobrevivir en un mundo que apenas conozco.

He tomado la decisión de dirigirme hacia alguna población importante y buscar una ocupación que me permita pasar inadvertido.

Ayer tuve que emplear la mayor parte del día en atravesar un bosque solitario. Al fin, se fue aclarando la espesura y apareció ante mí un territorio llano con abundantes pastos y tierras de labor.

Ya avanzada la tarde, entré en una pequeña aldea rodeada de prados.

No había probado bocado desde el día anterior y mis tripas no dejaban de protestar. Me acerqué a una choza y di unos golpes en la puerta. En el umbral apareció una mujer muy delgada, con dos niños agarrados a sus faldas, y me invitó a pasar. El suelo de la estancia estaba cubierto de paja y se oía el gruñido de cerdos tras una estacada. Flotaba en el aire un olor nauseabundo. La mujer me ofreció una escudilla con coles hervidas y algunos trozos de tocino, que devoré en un santiamén sentado junto al hogar. Tras terminar el refrigerio, conseguí que me entregara unas libras de carne en salazón y medio queso, a cambio de una hebilla de plata.

Las últimas luces del día se apagaban cuando salí de la choza para proseguir mi camino. Parecía como si la aldea hubiera quedado sumida en un profundo letargo; sólo el silbido de los vencejos y el eco de alguna voz lejana turbaban el silencio.

Cuando noté que el cansancio se adueñaba de mí, dejé el camino y me tendí bajo los árboles, dispuesto a descansar unas horas. El verano derramaba su aliento tibio sobre la tierra y las hojas de los abedules brillaban en la oscuridad; en seguida, me venció el sueño.

Apenas rompía el alba cuando sentí que alguien me sacudía el brazo. Un hombre alto, embutido en faldones negros, estaba junto a mí observándome con atención.

—La paz del Señor esté contigo —dijo.

Respondí a su saludo asintiendo con la cabeza; luego le expliqué, tan bien como pude, que el azar me había llevado lejos de casa y necesitaba encontrar algún modo de ganarme la vida.

—Por tu forma de hablar, veo que eres extranjero y desconoces nuestras costumbres —dijo él—, pero pareces un joven decidido, y tal vez encontremos para ti alguna ocupación en el monasterio. Acompáñame, si ese es tu deseo. Con la ayuda del Señor, llegaremos allí antes de la hora Sexta.


El monasterio está asentado sobre un promontorio desde donde se divisan extensos campos de cebada, salpicados por algunos viñedos. El abad ha dispuesto que mientras permanezca con la comunidad, he de ayudar a los hermanos que cuidan del huerto.

Hay un monje muy enfermo que ocupa una celda contigua a la mía; es el hermano Wenceslav, un anciano que antes estaba encargado de dirigir la cocina. Respira con mucha dificultad y apenas tiene fuerzas para levantarse del catre. Siempre que puedo, me acerco a verle por si necesita algo. Ayer estaba ayudándole a tomar un poco de caldo, cuando se presentó el abad acompañado de un hombre de semblante adusto que, tras reconocer al enfermo, sacó algunos frascos de un pequeño cofre forrado en cuero. Luego empezó a extender un ungüento amarillo sobre el pecho del anciano.

—Señor, este hombre está muy enfermo —le dije—. Temo que su vida se apague en cualquier momento.

—¡Nadie ha pedido tu opinión! ¿Con quién crees que hablas? —bramó él—. Soy el doctor Teophrastus Bombastus von Hohenheim, muchos me llaman Paracelso. He viajado por todas partes y estudiado en varias universidades, pero mi saber no procede de los libros.

Luego, mirando con malicia al abad, prosiguió:

—Tal vez por eso, algunos me toman por brujo y hasta se ha llegado a decir que hago pactos con el demonio.

—¿Los brujos pactan con el demonio para auxiliar a los enfermos? —pregunté intrigado.

—Verdaderamente, ni el asno que transporta mis medicinas es tan necio como tú —dijo Paracelso escupiendo al suelo—. ¿Cómo te llamas?

—Señor, mi nombre es Lem.

—¿Lem? ¿Eso es todo? Más parece el nombre de un perro. Créeme muchacho, nunca llegarás a nada con un nombre así ¿Acaso no sabes que los nombres encierran la esencia misma de lo que somos? Fíjate en el mío, yo no podría ser quien soy si me llamara, digamos… Teo. En fin no sé por qué pierdo el tiempo contigo. Ya veo, por tu forma de mirarme, que no entiendes nada. Por cierto, tus ojos son oblicuos y hablas el alemán con un acento extraño. ¿Has nacido en las tierras del norte?

—Pues… sí maestro, de muy al norte.

—Bueno muchacho, dejémonos de charla. Si quieres hacer algo por el enfermo, asegúrate de que ingiera una pizca de este polvo negro una vez al día.


En medio de la noche me despertó el tañido de una campana que llamaba a los monjes a la oración. Estaba a punto de volver a dormirme cuando oí toser al enfermo. Me levanté con sigilo de mi jergón y entré en su celda. El anciano ardía de fiebre y respiraba con gran dificultad; sufría continuos accesos de una tos convulsa que le sacudía de los pies a la cabeza.

Consideré la situación: tenía serias dudas de que los remedios del eminente doctor fueran de alguna utilidad; aquel pobre hombre podía morir, a menos que yo hiciera algo… pero eso significaba contravenir el reglamento del Consejo Supremo.

Me aproximé al enfermo y enfoqué sobre él mi campo de visión. En seguida, pude apreciar una zona oscura que se extendía por su pulmón derecho.

El proceso infeccioso estaba muy avanzado y tomé la decisión de actuar con rapidez. Coloqué ambas manos sobre la zona enferma, y pronto empecé a sentir un cosquilleo característico que circulaba por todo mi cuerpo. Al cabo de un buen rato, la mancha casi había desaparecido y el monje comenzaba a respirar con más facilidad. Me senté junto a él para recuperarme del esfuerzo; en la penumbra de la celda, las corrientes de luz que escapaban de mis manos ascendían hacia el techo, envolviéndome en un resplandor rojizo que, al iluminar débilmente la estancia, proyectaba sombras vacilantes sobre los muros.

El monje carraspeó y miró en torno suyo con expresión aturdida. Me miró sin reconocerme y, abriendo unos ojos como platos, exclamó:

—¡Que Dios se apiade de mí! ¿Acaso te envía el maligno para arrastrarme a los infiernos?

Le aseguré que no tenía intención de arrastrarle a parte alguna, pero él estaba fuera de sí y agitaba los brazos como un loco. A pesar de mis esfuerzos, se las arregló para saltar fuera del catre y, al pisar descalzo las frías baldosas, resbaló y se dio de narices contra el muro.

Al poco rato, oí girar los goznes de la puerta y apareció el abad acompañado de dos monjes que portaban antorchas. El enfermo yacía en el suelo atontado por el golpe, pero yo había tenido tiempo de comprobar que sólo sufría una ligera contusión.

—¿Pero qué es esto? —exclamó sorprendido el abad—. ¿Qué ocurre aquí?

La situación era comprometida. Tragué saliva y me dispuse a improvisar una explicación convincente. El ambiente se distendió cuando le dije al abad que sin duda el hermano Wenceslav se había caído del lecho, tras de lo cual yo acudí al oír el golpe y le encontré tendido en el suelo.

Por suerte, mi apariencia humana era ya completamente normal y los monjes no sospecharon nada.


Reina una gran inquietud en el monasterio. Por lo que he creído entender, han llegado noticias de cierto edicto promulgado en Worms, que condena a un monje agustino por defender ideas contrarias a las enseñazas de la iglesia romana. El acusado, un tal Lufer o Luther, es un profesor de la Universidad de Wittemberg. Según dicen, hace unos años protagonizó un gran escándalo al publicar numerosas tesis contrarias a algunas prácticas habituales de la Iglesia. Eso último me resulta confuso, pero por lo que me han explicado los monjes, las autoridades eclesiásticas venden unos documentos muy particulares; por medio de ellos, el comprador consigue una reducción de la condena que le corresponde cumplir en un lugar llamado purgatorio, cuyo emplazamiento exacto nadie es capaz de aclararme.

El abad dice que todo esto puede traer consecuencias nefastas, pues algunos príncipes alemanes apoyan las tesis del monje rebelde y no vacilarían en enfrentarse al mismísimo Emperador.

Hace unos días que abandoné el monasterio para seguir mi camino. Me disponía a buscar algún lugar donde pasar la noche, cuando divisé a lo lejos el humo de una fogata que se elevaba junto a un carro. Al acercarme, pude ver al doctor Paracelso, abstraído en la contemplación de las llamas. No me había visto y se puso en pie de un brinco cuando llegué junto a él.

—Maestro, espero que os encontréis bien —dije, haciendo una inclinación de cabeza.

—¿Eh? ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres?

—Soy Lem, maestro, he dejado el monasterio y me dirijo a la ciudad de Marburg.

Al reconocerme, se tranquilizó e hizo un gesto para que me sentara junto a él. Sobre el fuego se hallaba suspendido un caldero del que escapaban efluvios capaces de resucitar a una legión de muertos.

Permanecimos un rato en silencio. Luego, él clavo en mí su mirada y dijo:

—Muchacho, tal vez te sorprenda el que un eminente doctor viaje de un lado para otro como un vulgar buhonero, cuando podría llevar una vida opulenta al servicio de algún príncipe. Pero nada aprecio tanto como la libertad. Todas las riquezas del mundo carecen de valor si se comparan con el placer de tenderse sobre la hierba y contemplar la belleza del cielo estrellado. Pero dime ¿cómo se encontraba el hermano enfermo cuando dejaste el monasterio?

—Maestro, cuando me despedí de él, se sentía aún muy débil, pero respiraba con bastante normalidad y su fiebre había desaparecido.

—¡Rara vez he fallado al tratar un caso como el suyo! —exclamó él con gesto triunfal—. Has de saber que mis remedios superan todo lo conocido. Mientras muchos se obstinan en seguir utilizando purgas y sangrías, yo he descubierto que la Naturaleza oculta sustancias capaces de destruir el núcleo mismo de la enfermedad.

—¿Y sería posible encontrar agentes específicos para tratar cada dolencia? —pregunté interesado.

—Vaya, parece que no eres tan necio como me figuraba —respondió él—. Así es, tal como supones. Algunas de esas sustancias son de naturaleza mineral, como la sal Tartari y el sulfuro de antimonio; otras, esencias volátiles, tal el alcohol vini y los espíritus que pueden extraerse de las plantas por destilación. Sin embargo, Lem, hay algo que debes tener siempre presente: sólo un hombre virtuoso puede practicar con éxito el arte de curar; todo en el cosmos forma parte de una trama que la voluntad suprema teje en secreto.


He cambiado de planes. Por el momento, no iré a Marburg. El doctor Paracelso me ha ofrecido una pequeña paga con la que puedo cubrir mis necesidades básicas. A cambio, le ayudo a realizar sus curas y me ocupo de recoger las plantas que precisa.

Cada día que pasa, acuden a nosotros más enfermos y la bolsa del maestro engorda sin cesar. Poco se imagina él que a veces yo intervengo en secreto para acelerar las curaciones.


¡Al fin he conseguido establecer contacto! La señal se mantuvo estable tan sólo unos segundos, pero bastó para notificar mi posición y pedir instrucciones. Poco después llegó la respuesta. Se hacen cargo de la difícil situación en que me encuentro y han calculado las trayectorias de regreso que les parecen menos arriesgadas. Pero me dejan a mí la decisión final. Esta vez no puedo fallar…


_________________
Carlos Montuenga, es Doctor en Ciencias. Es miembro integrante del Taller Literario de El Comercial.
@ cmrbarreira[at]hotmail.com

Ilustración relato: Anbig 001, By Jacopo188 (Own work) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.


logo revista cultura almiar