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Los diarios de Lem

fuente en cordoba foto pedro martinez

La Perla de Córdoba
(1.ª parte)
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Carlos Montuenga


¿Estaré condenado a vagar sin fin por este mundo extraño? Hasta ahora todos mis esfuerzos por encontrar una ruta de regreso han resultado vanos. Peor aún, creo que cada nuevo intento me aleja cada vez más de los míos.

Al menos, puedo asegurar que el lugar al que he venido a parar esta vez no tiene nada de inhóspito. Es una fértil llanura que se extiende hasta donde alcanza la vista, salpicada por cuadros de tierra roja y manchas verdes de vides y hortalizas. El agua borbotea en los canales que riegan las huertas y discurre entre árboles frutales y grandes palmeras. Aquí y allá se perfilan los contornos de pequeñas casas blancas junto a las que se levantan establos y graneros de adobe.

Llevo un tiempo viviendo con Ahmed y su mujer Ummara. Me encontraron entre los juncos del río cuando apenas era capaz de moverme, aturdido aún por las secuelas del tránsito. No dudaron en llevarme a su casa y gracias a sus cuidados pude restablecerme en poco tiempo. Hablan una lengua extraña que al principio me desconcertó; es muy diferente a todas las que conozco y, sólo después de no pocos esfuerzos, he conseguido empezar a entenderla. Ahmed, es un hombre fornido, tiene el rostro marcado por varias cicatrices y cojea de una pierna. Según he podido entender, antes de dedicarse a las faenas del campo llevaba una vida mucho más agitada, como oficial al mando de una sección de arqueros. Me ha contado algunas historias sobre las guerras que han sacudido esta tierra. Fue herido en el transcurso de una gran batalla y se vio forzado a dejar la milicia y buscar otro modo de ganarse la vida. Entonces, con algunos recursos de que disponía decidió establecerse con su mujer en una pequeña hacienda que explota con la ayuda de varios criados. Tiene viñas, en las que crecen grandes uvas rojas, olivos, limoneros y almendros. A veces, viaja a las ciudades vecinas buscando los mejores mercados para dar salida a sus cosechas.

Ayer tras terminar el almuerzo, me palmeó el hombro y dijo:

—Muchacho, creo que ya estás completamente restablecido. Debo ir a Córdoba para cerrar la venta de una partida de uvas y tal vez quieras acompañarme. No te veo aún en condiciones para trabajar en el campo y dudo que aquí puedas serme de mucha ayuda. Además, me parece que estás impaciente por levantar el vuelo. Eres decidido y tienes una inteligencia despierta; estoy seguro de que en una gran ciudad como Córdoba no te faltarán ocasiones para hacer fortuna.

—Ahmed, estoy en deuda con vosotros y siento dejaros, pero yo también creo que no debo permanecer aquí más tiempo —respondí.

—Cada hombre ha de encontrar su propio camino —dijo él—. Hace ya mucho tiempo, yo decidí cual era el mío. Nací en Granada de padres cristianos y fui bautizado con el nombre de Juan. Mi padre tenía muchas bocas que alimentar; sólo a duras penas conseguía sacarnos adelante con su trabajo de alfarero. Con quince años me escapé de casa y decidí abrazar la fe del Profeta. Como tantos otros, lo hice por conveniencia; en aquel entonces yo era sólo un muchacho que soñaba con salir de la miseria y llegar a lo más alto. Pero cuando me hice hombre, vi con claridad que el dios de los musulmanes es el único verdadero.

—Lo mío es la acción —continuó Ahmed— y no estoy versado en cuestiones religiosas; aun así creo que ciertas verdades son evidentes. Ningún hombre de bien puede dudar de que Allah, en su misericordia infinita, nos ha mostrado a los mortales el verdadero camino al hablar por boca de hombres santos como el profeta Muhammad. Sólo aquellos que observan los preceptos del Corán pueden ser dignos de convertirse en instrumentos del Altísimo; por eso, los reinos cristianos están condenados a permanecer sumidos en la ignorancia y acabarán doblegándose ante nuestra fuerza.

—Pero alguna vez me has dicho que los cristianos han obtenido grandes victorias sobre vuestros ejércitos —dije yo.

—Es cierto —respondió Ahmed—. Mi abuelo me contó que siendo él un niño, Toledo fue conquistado por el rey Alfonso VI. Entonces, los musulmanes se vieron obligados a pagarle tributo y muchos debieron pensar que estas tierras jamás volverían a conocer un esplendor comparable al del califato omeya, cuando Córdoba rivalizaba en lujo y grandeza con Bizancio o Bagdad. Es triste reconocerlo, pero tras iluminar al mundo, el pueblo de los creyentes fue languideciendo bajo el reinado de reyezuelos que sólo destacaban por su codicia. Sin embargo, la torpeza de algunos hombres no basta para cambiar lo que está escrito.

—¿Lo que está escrito? ¿Qué quieres decir? —pregunté.

Ahmed se rascó la barba y quedó pensativo.

—Es voluntad de Allah que llevemos la verdad revelada hasta el último rincón de la Tierra —dijo al cabo—. Cuando al-Andalus estaba en peligro de sucumbir ante el empuje de los cristianos, nuestros hermanos de al Magrib atravesaron el estrecho e irrumpieron en nuestras ciudades como un huracán purificador, decididos a terminar con los indignos. Derrotaron a Alfonso y sembraron el desconcierto entre los príncipes cristianos, que a partir de entonces fueron incapaces de volver a recuperar la iniciativa. Muchos años después, un califa almohade se convirtió en señor de al-Andalus e hizo retroceder todavía más a los infieles. Su sucesor, Abu Yusuf Yaqub, es nuestro actual soberano, un hombre santo que hace poco más de dos años asestó en Alarcos el golpe definitivo a esos necios castellanos. Yo estuve allí y aún resuenan en mis oídos los gritos de los hombres y el relinchar enloquecido de los caballos.

Acababa de amanecer sobre la llanura y los caballeros cristianos se habían lanzado contra nuestra vanguardia, abatiendo a cientos de arqueros situados en primera línea. La confusión era terrible y apenas conseguíamos ver nada entre las nubes de polvo que nos envolvían. Recuerdo que sangraba por varias heridas, pero apenas sentía dolor; en aquel momento, sólo pensaba en mantener agrupados a mis hombres para evitar que perecieran bajo los cascos de los caballos. Nuestro señor Abu Yusuf ¡las bendiciones de Allah se derramen sobre él! había previsto la carga de los cristianos y ordenó que nuestras unidades de infantería abrieran las filas centrales y se reagruparan a ambos lados; entonces, la masa de los atacantes se precipitó como un torrente a través de la brecha y su tremendo impulso les forzó a dividirse en grupos desorganizados. Antes de que pudieran reagruparse, lanzamos contra ellos una lluvia de flechas; muchos jinetes fueron abatidos y otros cayeron de sus monturas, quedando aturdidos en el suelo a merced de nuestros hombres. Una segunda oleada de caballería cristiana cargó contra los Hintata, una fuerza almohade que había pasado a situarse en vanguardia. Pero una vez más, nuestras filas se abrieron y el empuje de los atacantes volvió a perderse en el vacío. Los caballeros cristianos iban protegidos por pesadas cotas de malla que dificultaban sus movimientos, y quedaron trabados en combates cuerpo a cuerpo, incapaces de progresar en su avance. Aquél páramo se había convertido en un mar de cadáveres y ninguno de los dos bandos parecía dispuesto a ceder un solo palmo de terreno. Pudimos ver entonces como nuestra caballería, que hasta entonces había permanecido en los flancos sin intervenir en el combate, realizaba un rápido movimiento envolvente para caer sobre retaguardia enemiga; el pánico cundió entre los cristianos, que huyeron en el más absoluto desorden, y nos lanzamos en su persecución mientras miles de gargantas se fundían en un clamor de victoria.

Tras ese descalabro, los cristianos quedaron más desunidos que nunca. Ahora ya sólo es cuestión de tiempo… no me cabe la menor duda de que nuestros ejércitos terminarán por reconquistar todos los territorios perdidos, para luego proseguir su avance al otro lado de los Pirineos. ¡Créeme muchacho, nada puede detenernos!


Ahmed conoce a mucha gente en Córdoba. Al poco de llegar, me pidió que lo acompañara a casa de un buen amigo suyo, un tal Hafid, que trabaja desde hace años en el taller de un viejo maestro joyero muy apreciado en la ciudad. Hafid, un hombrecillo afable de voz aflautada y manos regordetas, es el oficial más antiguo del taller y dirige el trabajo de varios artesanos. Conoce a la perfección técnicas que pocos orfebres dominan y tiene una extraordinaria habilidad para combinar los metales preciosos con las gemas más diversas: lapislázuli, granates, marcasitas o rubíes. Desde hace muchos años, cuenta con la confianza del dueño para dirigir la fabricación de los encargos más importantes, casi siempre caprichos de grandes personajes que buscan distinguirse con muestras de su poderío económico. Por las manos expertas de Hafid pasan innumerables objetos de gran belleza, como brazaletes, ajorcas para los tobillos o empuñaduras de espadas.

Hasta hace poco, había en el taller un mozo que se ocupaba de las tareas más comunes, como encender y alimentar el horno de fundición y limpiar crisoles que emplean los artesanos para preparar sus aleaciones. Parece ser que era bastante gandul y descuidado, lo que creaba continuos retrasos en el trabajo. Terminaron por echarle a patadas y necesitaban con urgencia que alguien lo sustituyera. Al enterarme, no vacilé un momento: me ofrecí para realizar esas labores, pensando que así podría observar de cerca el trabajo del taller y llegar a conocer las técnicas que emplean. Hafid consintió en que entrara como aprendiz; me dijo que a cambio podía compartir la comida de los operarios y dormir sobre un jergón de paja, en una pieza contigua, llena de grandes tinajas y herramientas de trabajo, que se utiliza como almacén.

El viejo orfebre que regenta el taller es un anciano alto y huesudo, de mirada ausente. Vive en una casa separada del taller por un jardín interior flanqueado por naranjos, donde mirtos y rosales rodean un estanque en el que flotan grandes nenúfares. Allí, en la quietud que sólo turba el murmullo del agua, pasa mucho tiempo absorto en sus pensamientos o enfrascado en la lectura. Hafid me ha contado que el viejo posee una gran biblioteca con obras muy antiguas, tratados de un arte milenario que muy pocos son capaces de descifrar. Si he entendido bien, en algunos de esos libros se encontrarían las claves para aislar un misterioso principio que constituye la quintaesencia de la materia. Ese principio, que se designa según asegura Hafid, con nombres tan extravagantes como agua de plata, tierra de estrella o piedra de los filósofos, permitiría obrar todo tipo de prodigios, desde transformar plomo en oro hasta curar enfermedades e incluso otorgar la inmortalidad a quien se somete a su poder ilimitado. En fin, no me cabe duda de que se trata sólo de fantasías, pero para estas gentes tan aficionadas a lo maravilloso, la frontera entre realidad y ficción parece ser muy tenue…


Ayer a mediodía, se presentó en el taller una mujer deslumbrante acompañada por varias esclavas. Los operarios no dejaban de mirar a la dama con disimulo y hablaban por lo bajo entre ellos. Hafid les hizo callar dando unas palmadas y en seguida todos volvieron a afanarse en su trabajo. Yo estaba casi oculto tras el horno, cargando en un barril los residuos de la última fundición, y tuve ocasión de observar con detenimiento a la recién llegada. No recuerdo haber visto nunca a una mujer tan bella; sus ademanes eran distinguidos como los de una princesa y al moverse, su cuerpo parecía un junco mecido por la brisa. Comprobé con sorpresa que no llevaba el rostro cubierto por velo alguno; en su lugar, un tocado de seda rojo bordado con filigranas de oro y ceñido a la frente con una gran esmeralda, coronaba su larga cabellera negra, que caía ondulante entre los hombros hasta alcanzar la cintura.

Hafid se adelantó con paso inseguro para recibir a la dama y tras inclinarse tanto como le permitía su voluminosa barriga, le rogó que pasara al interior del taller. Después de mostrarle varias piezas de gran valor, sacó de un cofre una hermosa diadema de oro y rubíes que la visitante examinó con interés. Luego oí que ella preguntaba por el maestro y Hafid, tras una nueva reverencia, la acompañó al jardín para llevarla en presencia del anciano.

Al cabo de un rato, cuando la dama salía camino de la calle, miró hacia el horno y se detuvo. Tras dudar un instante, se acercó a donde yo estaba, y clavó en mí sus grandes ojos color de miel con tal fuerza, que me vi obligado a bajar la mirada.

—¿Eres extranjero? —preguntó.

—Así es señora. Mi nombre es Lem —balbucí.

—¿De dónde vienes Lem? ¿Acaso eres uno de esos eslavos llegados del norte? —añadió ella.

—Señora, procedo de un lugar muy lejano… ni siquiera sé como se nombra en vuestra lengua.

—Un buen amigo mío lo encontró medio muerto cerca de su casa y cuidó de él hasta que se recuperó —terció Hafid, mientras se atusaba la barba con gesto nervioso.

La dama quedó pensativa, mientras hacía girar una de las sortijas que adornaban sus bellas manos; luego dirigiéndose a Hafid dijo en tono autoritario: —Ocúpate de que este joven me traiga mañana las joyas que he adquirido.

Y sin esperar respuesta, salió del taller rodeada por sus esclavas.

Hafid me miró con malicia y dijo:

—Vaya, parece que has despertado el interés de la señora.

—¿Quién es? —dije yo, todavía aturdido por el encuentro.

—¿Qué quién es? —respondió Hafid levantando los brazos— pues nada menos que Sehr-es-Krimm, una mujer verdaderamente extraordinaria. Según se dice, desciende de los príncipes omeyas que reinaron en al-Andalus hace ya muchos años. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo está entre nosotros, pero se diría que su hermosura no se marchita con el paso del tiempo. Algunos aseguran que tiene poderes mágicos y su fama ha llegado hasta los reinos cristianos; allí es conocida como la perla de Córdoba.


Sehr-es-Krimm me recibió en una sala de su palacio, recostada entre almohadones de seda. Varias lámparas suspendidas por cadenas de plata iluminaban suavemente el lecho con sus llamas ondulantes, dejando en penumbra el resto de la estancia. A través de dos ventanas gemelas adornadas con esbeltas columnitas, llegaba el murmullo de un surtidor.

Sonrió al verme y me indicó que me sentara a su lado.

—Me alegro de que estés aquí Lem —dijo con su voz cálida—. Supongo que habrás oído decir muchas cosas sobre mí. La gente de esta ciudad siempre está pendiente de lo que hago y nadie ignora que mi casa es frecuentada por filósofos y poetas venidos de todas partes. En los tiempos que corren, algunos no ven con buenos ojos que cualquiera exprese libremente sus opiniones. Y sobre todo, les parece intolerable que una mujer se meta en asuntos reservados a los hombres. Pero en realidad, nada de eso me inquieta. Lo importante es actuar con cautela y tener siempre presente que algunos conocimientos jamás deben ser divulgados… no quiero imaginar lo que podría ocurrir si los utilizara alguien sin escrúpulos, alguien como nuestro califa Abu Yusuf Yaqub, un tirano que ha amenazado con el destierro a Ibn Rushd.

—¿Quién es Ibn Rushd? —pregunté.

—¿Es posible que no hayas oído hablar de él? Los cristianos le llaman Averroes —respondió ella—. Es un sabio eminente, cuyo único delito consiste en defender el pensamiento de Aristóteles frente a quienes afirman que la filosofía está en contradicción con las enseñanzas del Islam.

La dama hizo una pausa y volvió a mirarme como lo había hecho en el taller. Yo, a costa de realizar un gran esfuerzo, conseguí sostener su mirada, pero empecé a sentir por todo el cuerpo un hormigueo que no presagiaba nada bueno.

—Sin duda querrás conocer el verdadero motivo por el que te he hecho venir —prosiguió ella—.Necesito serte franca Lem. No puedo dejar de pensar en ti. Son muchos los hombres a quienes he conocido y acaso haya llegado a sentir verdadero amor por alguno. Pero cuando te vi, me invadieron sensaciones que nunca había experimentado. No sé como explicarlo, es como si al mirarte penetrara en un mundo extraño en el que nada parece imposible.

Se aproximó a mí y me acarició el rostro con sus manos delicadas. Sentí que me sumergía en una fragancia de jazmines.

—Lem, rodéame con tus brazos…—susurró.

La abracé sin pararme a pensar en lo que hacía y rocé sus labios con los míos. Entonces ocurrió algo que debía haber previsto: me sentí sacudido por un violento temblor y mi cuerpo comenzó a lanzar destellos que iluminaron la estancia, creando mil reflejos fugaces en las filigranas del techo.

Cuando recuperé mi apariencia habitual, vi a Sehr-es-Krimm de pie frente a las ventanas, con la mirada perdida en el vacío. La luz de la luna creaba un halo blanquecino en torno a su esbelta figura.

—Verdad es que no basta tener ojos para ver. Sólo quien ha alcanzado la sabiduría puede rasgar el velo de las apariencias —murmuró con voz solemne, como quien recita una lección aprendida de memoria.

La situación no me hacía ni pizca de gracia. Aquella mujer era muy capaz de crearme serias complicaciones ¿qué iba a hacer con ella?


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Carlos Montuenga, es Doctor en Ciencias. Es miembro integrante del Taller Literario de El Comercial.
@ cmrbarreira[at]hotmail.com

Lee el final de este relato y otros cuentos del autor:
Doctor Paracelso · Newton el mago.

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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