Los diarios de Lem
La Perla de Córdoba
(1.ª parte)
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Carlos Montuenga
¿Estaré condenado a vagar
sin fin por este mundo extraño? Hasta ahora todos mis esfuerzos por
encontrar una ruta de regreso han resultado vanos. Peor aún, creo
que cada nuevo intento me aleja cada vez más de los míos.
Al menos, puedo asegurar
que el lugar al que he venido a parar esta vez no tiene nada de inhóspito.
Es una fértil llanura que se extiende hasta donde alcanza la vista,
salpicada por cuadros de tierra roja y manchas verdes de vides y hortalizas.
El agua borbotea en los canales que riegan las huertas y discurre
entre árboles frutales y grandes palmeras. Aquí y allá se perfilan
los contornos de pequeñas casas blancas junto a las que se levantan
establos y graneros de adobe.
Llevo un tiempo viviendo
con Ahmed y su mujer Ummara. Me encontraron entre los juncos del río
cuando apenas era capaz de moverme, aturdido aún por las secuelas
del tránsito. No dudaron en llevarme a su casa y gracias a sus cuidados
pude restablecerme en poco tiempo. Hablan una lengua extraña que al
principio me desconcertó; es muy diferente a todas las que conozco
y, sólo después de no pocos esfuerzos, he conseguido empezar a entenderla.
Ahmed, es un hombre fornido, tiene el rostro marcado por varias cicatrices
y cojea de una pierna. Según he podido entender, antes de dedicarse
a las faenas del campo llevaba una vida mucho más agitada, como oficial
al mando de una sección de arqueros. Me ha contado algunas historias
sobre las guerras que han sacudido esta tierra. Fue herido en el transcurso
de una gran batalla y se vio forzado a dejar la milicia y buscar otro
modo de ganarse la vida. Entonces, con algunos recursos de que disponía
decidió establecerse con su mujer en una pequeña hacienda que explota
con la ayuda de varios criados. Tiene viñas, en las que crecen grandes
uvas rojas, olivos, limoneros y almendros. A veces, viaja a las ciudades
vecinas buscando los mejores mercados para dar salida a sus cosechas.
Ayer tras terminar
el almuerzo, me palmeó el hombro y dijo:
—Muchacho, creo que
ya estás completamente restablecido. Debo ir a Córdoba para cerrar
la venta de una partida de uvas y tal vez quieras acompañarme. No
te veo aún en condiciones para trabajar en el campo y dudo que aquí
puedas serme de mucha ayuda. Además, me parece que estás impaciente
por levantar el vuelo. Eres decidido y tienes una inteligencia despierta;
estoy seguro de que en una gran ciudad como Córdoba no te faltarán
ocasiones para hacer fortuna.
—Ahmed, estoy en
deuda con vosotros y siento dejaros, pero yo también creo que no debo
permanecer aquí más tiempo —respondí.
—Cada hombre ha de
encontrar su propio camino —dijo él—. Hace ya mucho tiempo, yo decidí
cual era el mío. Nací en Granada de padres cristianos y fui bautizado
con el nombre de Juan. Mi padre tenía muchas bocas que alimentar;
sólo a duras penas conseguía sacarnos adelante con su trabajo de alfarero.
Con quince años me escapé de casa y decidí abrazar la fe del Profeta.
Como tantos otros, lo hice por conveniencia; en aquel entonces yo
era sólo un muchacho que soñaba con salir de la miseria y llegar a
lo más alto. Pero cuando me hice hombre, vi con claridad que el dios
de los musulmanes es el único verdadero.
—Lo mío es la acción
—continuó Ahmed— y no estoy versado en cuestiones religiosas; aun
así creo que ciertas verdades son evidentes. Ningún hombre de bien
puede dudar de que Allah, en su misericordia infinita, nos ha mostrado
a los mortales el verdadero camino al hablar por boca de hombres santos
como el profeta Muhammad. Sólo aquellos que observan los preceptos
del Corán pueden ser dignos de convertirse en instrumentos del Altísimo;
por eso, los reinos cristianos están condenados a permanecer sumidos
en la ignorancia y acabarán doblegándose ante nuestra fuerza.
—Pero alguna vez
me has dicho que los cristianos han obtenido grandes victorias sobre
vuestros ejércitos —dije yo.
—Es cierto —respondió
Ahmed—. Mi abuelo me contó que siendo él un niño, Toledo fue conquistado
por el rey Alfonso VI. Entonces, los musulmanes se vieron obligados
a pagarle tributo y muchos debieron pensar que estas tierras jamás
volverían a conocer un esplendor comparable al del califato
omeya, cuando Córdoba rivalizaba en lujo y grandeza con Bizancio o
Bagdad. Es triste reconocerlo, pero tras iluminar al mundo, el pueblo
de los creyentes fue languideciendo bajo el reinado de reyezuelos
que sólo destacaban por su codicia. Sin embargo, la torpeza de algunos
hombres no basta para cambiar lo que está escrito.
—¿Lo que está escrito?
¿Qué quieres decir? —pregunté.
Ahmed se rascó la
barba y quedó pensativo.
—Es voluntad de Allah
que llevemos la verdad revelada hasta el último rincón de la Tierra
—dijo al cabo—. Cuando al-Andalus estaba en peligro de sucumbir ante
el empuje de los cristianos, nuestros hermanos de al Magrib atravesaron
el estrecho e irrumpieron en nuestras ciudades como un huracán purificador,
decididos a terminar con los indignos. Derrotaron a Alfonso y sembraron
el desconcierto entre los príncipes cristianos, que a partir de entonces
fueron incapaces de volver a recuperar la iniciativa. Muchos años
después, un califa almohade se convirtió en señor de al-Andalus e
hizo retroceder todavía más a los infieles. Su sucesor, Abu Yusuf
Yaqub, es nuestro actual soberano, un hombre santo que hace poco más
de dos años asestó en Alarcos el golpe definitivo a esos necios castellanos.
Yo estuve allí y aún resuenan en mis oídos los gritos de los hombres
y el relinchar enloquecido de los caballos.
Acababa de amanecer
sobre la llanura y los caballeros cristianos se habían lanzado contra
nuestra vanguardia, abatiendo a cientos de arqueros situados en primera
línea. La confusión era terrible y apenas conseguíamos ver nada entre
las nubes de polvo que nos envolvían. Recuerdo que sangraba por varias
heridas, pero apenas sentía dolor; en aquel momento, sólo pensaba
en mantener agrupados a mis hombres para evitar que perecieran bajo
los cascos de los caballos. Nuestro señor Abu Yusuf ¡las bendiciones
de Allah se derramen sobre él! había previsto la carga de los
cristianos y ordenó que nuestras unidades de infantería abrieran las
filas centrales y se reagruparan a ambos lados; entonces, la masa
de los atacantes se precipitó como un torrente a través de la brecha
y su tremendo impulso les forzó a dividirse en grupos desorganizados.
Antes de que pudieran reagruparse, lanzamos contra ellos una lluvia
de flechas; muchos jinetes fueron abatidos y otros cayeron de sus
monturas, quedando aturdidos en el suelo a merced de nuestros hombres.
Una segunda oleada de caballería cristiana cargó contra los Hintata,
una fuerza almohade que había pasado a situarse en vanguardia. Pero
una vez más, nuestras filas se abrieron y el empuje de los atacantes
volvió a perderse en el vacío. Los caballeros cristianos iban protegidos
por pesadas cotas de malla que dificultaban sus movimientos, y quedaron
trabados en combates cuerpo a cuerpo, incapaces de progresar en su
avance. Aquél páramo se había convertido en un mar de cadáveres y
ninguno de los dos bandos parecía dispuesto a ceder un solo palmo
de terreno. Pudimos ver entonces como nuestra caballería, que hasta
entonces había permanecido en los flancos sin intervenir en el combate,
realizaba un rápido movimiento envolvente para caer sobre retaguardia
enemiga; el pánico cundió entre los cristianos, que huyeron en el
más absoluto desorden, y nos lanzamos en su persecución mientras miles
de gargantas se fundían en un clamor de victoria.
Tras ese descalabro,
los cristianos quedaron más desunidos que nunca. Ahora ya sólo es
cuestión de tiempo… no me cabe la menor duda de que nuestros ejércitos
terminarán por reconquistar todos los territorios perdidos, para luego
proseguir su avance al otro lado de los Pirineos. ¡Créeme muchacho,
nada puede detenernos!
Ahmed conoce a mucha
gente en Córdoba. Al poco de llegar, me pidió que lo acompañara a
casa de un buen amigo suyo, un tal Hafid, que trabaja desde hace años
en el taller de un viejo maestro joyero muy apreciado en la ciudad.
Hafid, un hombrecillo afable de voz aflautada y manos regordetas,
es el oficial más antiguo del taller y dirige el trabajo de varios
artesanos. Conoce a la perfección técnicas que pocos orfebres dominan
y tiene una extraordinaria habilidad para combinar los metales preciosos
con las gemas más diversas: lapislázuli, granates, marcasitas o rubíes.
Desde hace muchos años, cuenta con la confianza del dueño para dirigir
la fabricación de los encargos más importantes, casi siempre caprichos
de grandes personajes que buscan distinguirse con muestras de su poderío
económico. Por las manos expertas de Hafid pasan innumerables objetos
de gran belleza, como brazaletes, ajorcas para los tobillos o empuñaduras
de espadas.
Hasta hace poco,
había en el taller un mozo que se ocupaba de las tareas más comunes,
como encender y alimentar el horno de fundición y limpiar crisoles
que emplean los artesanos para preparar sus aleaciones. Parece ser
que era bastante gandul y descuidado, lo que creaba continuos retrasos
en el trabajo. Terminaron por echarle a patadas y necesitaban con
urgencia que alguien lo sustituyera. Al enterarme, no vacilé un momento:
me ofrecí para realizar esas labores, pensando que así podría observar
de cerca el trabajo del taller y llegar a conocer las técnicas que
emplean. Hafid consintió en que entrara como aprendiz; me dijo que
a cambio podía compartir la comida de los operarios y dormir sobre
un jergón de paja, en una pieza contigua, llena de grandes tinajas
y herramientas de trabajo, que se utiliza como almacén.
El viejo orfebre
que regenta el taller es un anciano alto y huesudo, de mirada ausente.
Vive en una casa separada del taller por un jardín interior flanqueado
por naranjos, donde mirtos y rosales rodean un estanque en el que
flotan grandes nenúfares. Allí, en la quietud que sólo turba el murmullo
del agua, pasa mucho tiempo absorto en sus pensamientos o enfrascado
en la lectura. Hafid me ha contado que el viejo posee una gran biblioteca
con obras muy antiguas, tratados de un arte milenario que muy pocos
son capaces de descifrar. Si he entendido bien, en algunos de esos
libros se encontrarían las claves para aislar un misterioso principio
que constituye la quintaesencia de la materia. Ese principio, que
se designa según asegura Hafid, con nombres tan extravagantes como
agua de plata, tierra de estrella o piedra de los filósofos, permitiría
obrar todo tipo de prodigios, desde transformar plomo en oro hasta
curar enfermedades e incluso otorgar la inmortalidad a quien se somete
a su poder ilimitado. En fin, no me cabe duda de que se trata sólo
de fantasías, pero para estas gentes tan aficionadas a lo maravilloso,
la frontera entre realidad y ficción parece ser muy tenue…
Ayer a mediodía,
se presentó en el taller una mujer deslumbrante acompañada por varias
esclavas. Los operarios no dejaban de mirar a la dama con disimulo
y hablaban por lo bajo entre ellos. Hafid les hizo callar dando unas
palmadas y en seguida todos volvieron a afanarse en su trabajo. Yo
estaba casi oculto tras el horno, cargando en un barril los residuos
de la última fundición, y tuve ocasión de observar con detenimiento
a la recién llegada. No recuerdo haber visto nunca a una mujer tan
bella; sus ademanes eran distinguidos como los de una princesa y al
moverse, su cuerpo parecía un junco mecido por la brisa. Comprobé
con sorpresa que no llevaba el rostro cubierto por velo alguno; en
su lugar, un tocado de seda rojo bordado con filigranas de oro y ceñido
a la frente con una gran esmeralda, coronaba su larga cabellera negra,
que caía ondulante entre los hombros hasta alcanzar la cintura.
Hafid se adelantó
con paso inseguro para recibir a la dama y tras inclinarse tanto como
le permitía su voluminosa barriga, le rogó que pasara al interior
del taller. Después de mostrarle varias piezas de gran valor, sacó
de un cofre una hermosa diadema de oro y rubíes que la visitante examinó
con interés. Luego oí que ella preguntaba por el maestro y Hafid,
tras una nueva reverencia, la acompañó al jardín para llevarla en
presencia del anciano.
Al cabo de un rato,
cuando la dama salía camino de la calle, miró hacia el horno y se
detuvo. Tras dudar un instante, se acercó a donde yo estaba, y clavó
en mí sus grandes ojos color de miel con tal fuerza, que me vi obligado
a bajar la mirada.
—¿Eres extranjero?
—preguntó.
—Así es señora. Mi
nombre es Lem —balbucí.
—¿De dónde vienes
Lem? ¿Acaso eres uno de esos eslavos llegados del norte? —añadió ella.
—Señora, procedo
de un lugar muy lejano… ni siquiera sé como se nombra en vuestra lengua.
—Un buen amigo mío
lo encontró medio muerto cerca de su casa y cuidó de él hasta que
se recuperó —terció Hafid, mientras se atusaba la barba con gesto
nervioso.
La dama quedó pensativa,
mientras hacía girar una de las sortijas que adornaban sus bellas
manos; luego dirigiéndose a Hafid dijo en tono autoritario: —Ocúpate
de que este joven me traiga mañana las joyas que he adquirido.
Y sin esperar respuesta,
salió del taller rodeada por sus esclavas.
Hafid me miró con
malicia y dijo:
—Vaya, parece que
has despertado el interés de la señora.
—¿Quién es? —dije
yo, todavía aturdido por el encuentro.
—¿Qué quién es? —respondió
Hafid levantando los brazos— pues nada menos que Sehr-es-Krimm, una
mujer verdaderamente extraordinaria. Según se dice, desciende de los
príncipes omeyas que reinaron en al-Andalus hace ya muchos años. Nadie
sabe a ciencia cierta desde cuándo está entre nosotros, pero se diría
que su hermosura no se marchita con el paso del tiempo. Algunos aseguran
que tiene poderes mágicos y su fama ha llegado hasta los reinos cristianos;
allí es conocida como la perla de Córdoba.
Sehr-es-Krimm me
recibió en una sala de su palacio, recostada entre almohadones de
seda. Varias lámparas suspendidas por cadenas de plata iluminaban
suavemente el lecho con sus llamas ondulantes, dejando en penumbra
el resto de la estancia. A través de dos ventanas gemelas adornadas
con esbeltas columnitas, llegaba el murmullo de un surtidor.
Sonrió al verme y
me indicó que me sentara a su lado.
—Me alegro de que
estés aquí Lem —dijo con su voz cálida—. Supongo que habrás oído decir
muchas cosas sobre mí. La gente de esta ciudad siempre está pendiente
de lo que hago y nadie ignora que mi casa es frecuentada por filósofos
y poetas venidos de todas partes. En los tiempos que corren, algunos
no ven con buenos ojos que cualquiera exprese libremente sus opiniones.
Y sobre todo, les parece intolerable que una mujer se meta en asuntos
reservados a los hombres. Pero en realidad, nada de eso me inquieta.
Lo importante es actuar con cautela y tener siempre presente que algunos
conocimientos jamás deben ser divulgados… no quiero imaginar lo que
podría ocurrir si los utilizara alguien sin escrúpulos, alguien como
nuestro califa Abu Yusuf Yaqub, un tirano que ha amenazado con el
destierro a Ibn Rushd.
—¿Quién es Ibn Rushd?
—pregunté.
—¿Es posible que
no hayas oído hablar de él? Los cristianos le llaman Averroes —respondió
ella—. Es un sabio eminente, cuyo único delito consiste en defender
el pensamiento de Aristóteles frente a quienes afirman que la filosofía
está en contradicción con las enseñanzas del Islam.
La dama hizo una
pausa y volvió a mirarme como lo había hecho en el taller. Yo, a costa
de realizar un gran esfuerzo, conseguí sostener su mirada, pero empecé
a sentir por todo el cuerpo un hormigueo que no presagiaba nada bueno.
—Sin duda querrás
conocer el verdadero motivo por el que te he hecho venir —prosiguió
ella—.Necesito serte franca Lem. No puedo dejar de pensar en ti. Son
muchos los hombres a quienes he conocido y acaso haya llegado a sentir
verdadero amor por alguno. Pero cuando te vi, me invadieron sensaciones
que nunca había experimentado. No sé como explicarlo, es como si al
mirarte penetrara en un mundo extraño en el que nada parece imposible.
Se aproximó a mí
y me acarició el rostro con sus manos delicadas. Sentí que me sumergía
en una fragancia de jazmines.
—Lem, rodéame con
tus brazos…—susurró.
La abracé sin pararme
a pensar en lo que hacía y rocé sus labios con los míos. Entonces
ocurrió algo que debía haber previsto: me sentí sacudido por un violento
temblor y mi cuerpo comenzó a lanzar destellos que iluminaron la estancia,
creando mil reflejos fugaces en las filigranas del techo.
Cuando recuperé mi
apariencia habitual, vi a Sehr-es-Krimm de pie frente a las ventanas,
con la mirada perdida en el vacío. La luz de la luna creaba un halo
blanquecino en torno a su esbelta figura.
—Verdad es que no
basta tener ojos para ver. Sólo quien ha alcanzado la sabiduría puede
rasgar el velo de las apariencias —murmuró con voz solemne, como quien
recita una lección aprendida de memoria.
La situación no me
hacía ni pizca de gracia. Aquella mujer era muy capaz de crearme serias
complicaciones ¿qué iba a hacer con ella?
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Carlos
Montuenga,
es Doctor en Ciencias.
Es miembro integrante del
Taller Literario de El Comercial.
@
cmrbarreira[at]hotmail.com
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Lee el
final de este relato
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Doctor Paracelso
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Ilustración relato:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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