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ojo mujer relato transformacion

Transformación
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Elda López Martínez


El espejo le devuelve una mirada limpia, sus ojos conservan la expresión de inocencia, pero sin la alegría de antes, la tristeza hace tiempo se ha instalado en ellos. El pelo castaño recogido bajo la nuca deja al descubierto la cara de una mujer atractiva de mediana edad. Estudia sus facciones, y las manos buscan en la bolsita de aseo los útiles de maquillaje. Hoy la caracterización tiene que ser perfecta, no puede fallar.

Con el pincel difumina una sombra sobre el párpado. Ya no recuerda cómo empezó todo, sí cuando. El día que él consiguió el ascenso, tantos años, anhelado. El hombre de aspecto atlético, de ojos azules, con un mechón sobre la frente, un seductor y un relaciones públicas. El cultivo de estas facetas ante sus superiores había dado frutos, ya formaba parte del equipo directivo, pero ese cargo no se ejerce sólo con sonrisas, y la responsabilidad lo sobrepasó. Con el delineador negro subraya el perfil del parpado inferior.

Antes de seguir con el maquillaje observa el resultado, le satisface, y continúa. Es verdad que él siempre se había mostrado algo celoso, pero nunca ejerció sobre ella presión alguna, y estaba tan enamorada del hombre guapo, que esos celos la divertían. Luego se volvió más exigente, pues su mujer era otra de las bazas para medrar, y si en alguna reunión ella no había estado todo lo perfecta según su criterio, le dedicaba una retahíla de insultos hasta humillarla, sin permitirle una réplica.

Ahora los últimos toques de máscara negra, el pulso es firme, el ojo derecho ya está maquillado, e inicia el proceso con el izquierdo. Desde el ascenso, la convivencia fue más difícil. Para disimular su incompetencia se llevaba el trabajo a casa, y exigía a su mujer que le ayudara, y así la vida privada de ella desapareció. Los asuntos domésticos y los papeles de él se convirtieron en prioritarios. A veces la cogía de la mano, con aparente suavidad, y la llevaba hasta el lugar de lo que él consideraba un desperfecto, a la cocina para mostrarle los cacharros en el fregadero, o al despacho para que viera los papeles en desorden, y allí mismo la obligaba a fregar o a recoger.

Él apenas controla el inglés, y ella tuvo que dejar su actividad de traductora para traducir y redactar los escritos del marido, pues el directivo no podía quedar en evidencia. La mujer ya no tiene horario de trabajo, sentada a la mesa pasa la mayor parte del tiempo con los textos en inglés preparando las notas para que el ejecutivo salga airoso de las reuniones. Si el trabajo no está a tiempo, el castigo es no poder visitar a sus amigas o familiares, y si la sorprende hablando por teléfono con su madre, le arranca el auricular de un manotazo.

El maquillaje del izquierdo ha concluido. Los ojos han quedado envueltos en un aureola negra y tienen una expresión siniestra, casi dan miedo. Rebusca de nuevo en la bolsita. En los últimos meses la situación ha empeorado, él empezó a beber y la irritabilidad es continua. Ella aprovecha la ausencia de él para salir, pero hace unas semanas, al llegar el marido ella no estaba y se encolerizó —«¿a dónde has ido? Sabes que te necesito en casa, no puedes irte de pingo»—. La arrastró y la puso de espaldas contra la pared sujetándola con las manos, ella sentía su aliento sobre el rostro. —«Te he dicho muchas veces que tienes que estar en casa, la próxima vez seré más contundente»—. Ese «contundente» resonó en la cabeza de la mujer como un martilleo y las piernas le temblaron.

De la bolsita sobre la repisa del lavabo extrae una barra de labios de color rojo, la sostiene en la mano, mira al espejo e imagina el tono en sus labios, no, no sería el adecuado, y vuelve a buscar con cierta prisa. Desde aquella reprimenda, la mujer vive con temor y se ha convertido en una sumisa, tiene miedo a una agresión física. Hoy la ha obligado a disfrazarse para asistir a la fiesta de máscaras de los Pérez, para celebrar el solsticio de verano. A ella le pareció una ridiculez, pero Pérez es el consejero delegado.

Ya tiene la barra perfecta. La desliza sobre los labios que se tiñen de un negro rojizo, con una brocha espolvorea sobre el rostro una lluvia de polvos blancos, y retira el exceso con un algodón. El espejo ya no refleja una mirada ingenua, ahora hay una expresión de seguridad, y ese maquillaje negro y blanco, lejos de afearla, le confiere más atractivo. Sonríe, se siente fuerte.

Abandona el aseo de baldosas blancas y suelo gris, su refugio para llorar tras una discusión. En el dormitorio, saca del armario una capa de color negro al igual que la blusa y el pantalón, necesitaría también un sombrero pero eso es más difícil de conseguir, un chal sobre la cabeza puede servir.

En la cocina busca en el cajón de los cubiertos. La voz del marido llamándola resuena por el pasillo, y cuando entra disfrazado de Julio César, ve de espaldas a su mujer vestida de negro, y le grita —«pero, ¿qué haces todavía sin arreglarte?»—. —«Ya estoy lista» —responde ella mientras se gira con lentitud.

Cuando él la ve de frente se sobresalta, pero enseguida se enfurece, sus ojos son dos bolas azules sin expresión, y se dirige hacia ella en actitud amenazante, —«¿te has disfrazado de adefesio?»—. Ella sostiene en la mano un cuchillo de picar, y con firmeza responde: —«No, ¡de la Muerte!».


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Elda López Martínez
vive en Madrid y es miembro integrante del grupo literario El Parnaso.

Lee otro relato de esta autora: Un viaje, un destino

Ilustración relato: Blue Eye, By Umberto Salvagnin [CC-BY-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)], via Wikimedia Commons.