El último día
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Yonnier Torres
Rodríguez
Eran sólo
las diez de la noche. No podíamos esperar más. Cuando se acabó
la segunda botella nos quedamos sin nada que hacer. La lista estaba
limpia, repasé cada número y taché con tinta azul la penúltima línea.
Las muchachas ya bajaban las escaleras, busqué en los bolsillos y
sólo encontré un billete de cinco pesos.
―En estos días de fiesta el transporte empeora
―dije―, seguro que estarán un buen rato en la parada.
Afuera pasaban los carros por la avenida, iluminaban
la parte baja de la habitación. Aún quedaban algunas manchas de sangre
sobre la cama, volteé la sábana y la eché en el cesto de la ropa sucia.
No imagino de dónde sacaron a una virgen, para mí no era tan importante,
pero ellos tenían la ilusión, esa manía gótica que no se les quita.
Mandamos a Cristo por cigarros pero regresó con
las manos vacías.
―Todos los lugares están cerrados ―dijo y me
devolvió los cinco pesos―, el último día del año nadie trabaja.
En el tercer piso tenían formada una fiesta tremenda,
por un momento pensamos en colarnos, luego ellos desistieron y no
me quedó otro remedio que acatar la decisión. Quizás nos pudieran
aceptar, pensé, e incluso, alguno de nosotros se hubiera empatado
con la hija de la mulata que vende harina. La noche hubiera sido distinta,
pero el orgullo vanguardista nos lo impidió, toda esa mierda que habla
Roy de la élite, la ruptura de la tradición y los segmentos apartes
de la realidad para nosotros, los diferentes. A mí esa historia filosófica
y esa manía de grandeza me tenían aburrido. Comencé a pintar los dragones
en la pared y la tinta se me acabó en la cola del segundo.
―Así queda mejor ―dije en voz alta―, como algo
que nunca termina.
Nadie me hizo caso, al final todos querían subir
a bailar y se recomían el cerebro con unos versos de Jhon Kinselas
que iban de mano en mano.
—Pasamos a lo último ―dijo Roy y se puso de pie.
La mayoría estábamos cansados, sobre todo el flaco, que ganó la apuesta
y le tocó hacer de telonero con las tres rubias. Cuando nos tocó a
los demás ya él estaba por el suelo. «Con un poco de esta hierba me
recupero», dijo, pero nadie le creyó y cada cual fue a lo suyo, o
a la suya, que para el caso era lo mismo.
La discusión sobre la música que debíamos escuchar
durante toda la ceremonia sexual duró poco, aparecía bien claro en
la lista: Jim Morrison y alguna que otra de los Rolling Stones.
La noche anterior había quemado los discos y
tecleado cada uno de los objetivos. «Un milenio no se acaba todos
los días» ―fue el lema que colocamos en la parte superior de la lista.
Ese día salimos temprano. Anduvimos rápido. Ya
para el mediodía teníamos tatuada la estrella roja en la nuca.
Roy seguía de pie y nosotros en el suelo.
―Vamos a lo último ―dijo―, no es difícil. Sólo
tienes que empujar un poco, giras la muñeca y ya está. La sangre saldrá
a chorros —envolvimos las cosas en un trozo de tela, salimos de uno
en fondo. Yo llevaba el cuchillo en la cintura, ajustado con el cinto.
Hacía un poco de frío y metí las manos en los bolsillos, con cada
paso se me pegaba el filo a la entrepierna, pero no era como para
inquietarse. La calle estaba prácticamente vacía. Caminamos un par
de cuadras y no aparecía nadie.
―Estoy cansado ―dijo Cristo―, después de repartirnos
los pedazos me voy.
Los anuncios lumínicos parecían repetirse, las
columnas estaban llenas de carteles y de fotografías. La lluvia de
la tarde había arrastrado las pergas de cartón hasta los tragantes
de la acera. Recordé que el cuadro aún no estaba seco, buena mojada
se dio cuando corrimos desde la galería hasta el apartamento, al final
fue idea mía lo de incluir el robo en la lista, siempre quise tener
uno de esos cuadros, quizás nos anden buscando, quizás no, el último
día del año nadie trabaja.
―Seguro que cerca del malecón encontramos a alguien
―dijo Roy. Por la avenida se sentía más fuerte el viento, a cada rato
oíamos la algarabía desde algún balcón. Ya estábamos por desistir.
―Si no encontramos a alguien antes de las doce
nos vamos ―le dije a Roy, todos asintieron y relajados miraron el
reloj, sólo faltaban quince minutos. Caminamos un poco más despacio,
como si nos hubiéramos puesto de acuerdo para cambiar el ritmo. A
fin de cuentas creo que somos iguales a los demás, el cuchillo, la
estrella roja en la nuca y esta chaqueta negra no nos hace diferentes.
Nos paramos en la esquina. Me recosté a una de
las paredes. Cerré los ojos durante unos segundos. Cristo ya estaba
decidido a regresar y nos dio la espalda.
—Hasta mañana ―decía el flaco cuando apareció
un policía en la otra cuadra. Volví a sentir el frío en la entrepierna.
—Hablen alto ―dijo Roy― seguro que nos detiene.
Tú, ponte delante.
En la esquina la luz del farol apenas alumbraba.
Saqué las manos de los bolsillos y acerqué los pulgares al cinto.
Nos pegamos al centro de la calle. Esta va a ser la última vez, pensé.
El flaco trastabilló en uno de los baches, por poco se cae. Me sudaban
la frente y las manos, comencé a sentir calor, traté de quitarme la
chaqueta pero ya el policía se acercaba y nos hacía una seña con las
manos. Me fijé en la gorra y en el brillo metálico del revólver. Roy
me clavó la vista. Cristo sacó la cartera. El flaco hizo como que
protestaba y yo tanteé el cuchillo por encima del pantalón.
Justo a las doce comenzaron los fuegos artificiales.
Me quedé un rato con los ojos pegados al cielo. Los colores se multiplicaban
y por un momento sentí alegría, quizás alivio, no lo sé. Nos corrimos
hasta un rincón oscuro y comenzamos a cortar. Cada cual tomó su parte
y brindamos por el nuevo año. De regreso apuramos el paso. La gente
tiraba cubos de agua a la calle y se felicitaban de una esquina a
la otra. Nos sentíamos un poco más tranquilos, hasta hubo alguien
que cantó una canción de Lennon cuando atravesamos el parque.
Tanta tensión me había quitado el hambre. Nos
separamos en los bajos de mi edificio. Subí y guardé la carne en el
refrigerador, estrujé la hoja con la lista y la quemé sobre el cesto
del baño. El cuadro estaba bastante seco. Lo llevé hasta el cuarto
y lo probé en cada una de las paredes. Quedaba mejor sobre la cabecera
de la cama pero ya era muy tarde para ponerme a clavar. Los dragones
en la pared no me convencieron, comencé a retocarlos con un poco de
rojo hasta que me quedé dormido.
Al día siguiente, con la luz del sol, parecían
cobrar vida. Clavé la puntilla, colgué el cuadro y fui hasta la cocina.
Desde la ventana podía ver cómo la mulata que vende harina colgaba
la ropa interior en el cordel. En realidad no somos tan diferentes,
pensé. Saqué la carne del refrigerador, cociné hasta el codo y me
senté a comer.
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YONNIER
TORRES RODRÍGUEZ
(La Habana, 1981). Sociólogo. Narrador. Egresado del XI Curso de Técnicas
Narrativas del Centro Nacional de Formación Literaria Onelio Jorge
Cardoso. Ha obtenido entre otros premios: Tercer Premio en el Concurso
Nacional de Fantasía y Ciencia Ficción Salomón, 2009; Primer Premio
en el Concurso Latinoamericano de Narrativa Breve Tinta Fresca, 2010;
Primer Premio en el Concurso Nacional Una Esperanza de vida, 2010;
Mención de Narrativa en el Premio Calendario 2010. Cuentos suyos han
aparecido publicados en revistas y antologías. Es Miembro de la AHS.
@
yonnier[art]uci.cu
ILUSTRACIÓN RELATO:
France Niederhaslach Dragon head grille top, By Pethrus (Own
work) [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC-BY-SA-3.0-2.5-2.0-1.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.
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