Un viaje,
un destino
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Elda López Martínez
Se oye el murmullo de la gente
a lo largo del andén. Con el billete en la mano las personas avanzan
o retroceden mientras buscan el vagón que les corresponde. Ángela
mira el número del coche, comprueba que no es ése y corre hasta el
siguiente, ya cerca del último le llegan las voces de Tita y Mar paradas
delante de la puerta «aquí, aquí». Se disculpa por el retraso, las
tres suben, y una vez acomodadas Ángela recoge su melena negra en
una coleta.
—He tenido una discusión con mi
marido, estaba molesto por mi viaje.
—Pero si fue él quien lo propuso
—tercia Mar.
Como las aves se posan en los tendidos
eléctricos hasta cubrirlos sin que nadie lo aprecie, así los viajeros
han ocupado los asientos. El talgo se pone en marcha. Al principio
las ruedas se deslizan con lentitud sobre los raíles, pero a los pocos
minutos, las casas y los árboles pasan a gran velocidad, diriase que
son ellos los que han iniciado una carrera para competir con el tren.
Tita y Mar están sentadas juntas,
Ángela al otro lado del pasillo, y Mar aprovecha para preguntarle:
—¿Por qué Álvaro estaba enfadado
por tus vacaciones? Durante tu enfermedad hizo todo lo posible para
mimarte.
—Es verdad, pero durante ese tiempo
él ha cambiado, no es el mismo, o tal vez yo estoy más sensibilizada.
Con el movimiento del tren Tita
se ha adormecido, Ángela está sumida en la lectura de una novela,
y Mar las observa. Es la mayor de las tres, por debajo de los cincuenta,
su aspecto es despreocupado, con unos ojos algo saltones, que parecen
mirar sin ver, pero es una gran observadora, y está confundida. Este
viaje lo acordaron para celebrar la recuperación de Ángela, Tita,
su amiga íntima, sugirió la costa, a Álvaro no le era posible acompañarla,
pero estaba tranquilo al saber que iría con sus amigas.
El tren ha parado, y ante este
cambio de velocidad Tita abre los ojos y se fija en su hermana callada
y pensativa.
—¿Me he perdido algo?
—No, nada, me preocupa la actitud
de Álvaro.
—De matrimonios no entiendo.
—Claro, como eres soltera.
—Y tú viuda.
El tren reanuda la marcha, y Tita
cae de nuevo en el sopor. Mar la contempla, ambas son rubias, pero
su hermana pequeña es la más guapa, la más inteligente, la más culta,
un poco repipi. Nadie supo por qué se casó ella y Marta no —su madre
quería la misma inicial para las dos, pero el diminutivo se impuso—.
También le parece otra. El último año ha sido duro, cada una lo vivió
de manera distinta, Ángela, siempre con el apoyo de su marido y su
amiga, fue capaz de vencer a la enfermedad, y con el alta en la mano
se abrazó a Tita para compartir su alegría. Ahora cree recordar que
su hermana estuvo menos entusiasta, sin embargo el marido sí fue más
eufórico.
Mar se vuelve hacia su amiga y
no la ve. Algunos pasajeros de las filas delanteras miran hacia atrás,
y supone que Ángela anda por el pasillo pues siempre levanta admiración,
es la más elegante de las tres. Un ruido le hace girarse, y tras ella
ve a Ángela tratando de coger un bolso del maletero. Un hombre se
lo alcanza. Con el murmullo Tita abre los ojos y ve el neceser en
manos de su amiga, salta por encima de la hermana y se lo arrebata.
—«No tienes derecho a hurgar en mis cosas»—. Todos los pasajeros contemplan
expectantes la escena. —«Sólo iba a buscar una lima»—, contesta aquélla
con una mirada atónita. Tita vuelve a su sitio, coloca el bolso en
su regazo, y lo sujeta con fuerza.
—Habéis compartido el colorete,
el maquillaje, y ahora te pones así por una lima.
No contesta, aprieta el neceser
contra su cuerpo como una niña enfurruñada, mientras oye la reprimenda.
Al otro lado del pasillo Ángela tiene la cabeza baja, la actitud de
la amiga le ha perecido una bofetada, y le duele todo el cuerpo, como
si de verdad hubiera recibido el castigo físico. Primero su esposo
y ahora esto, el viaje no lo ha iniciado con buen pie.
El tren se detiene, el aire se
ha vuelto más denso por la humedad, y un olor a salitre inunda el
ambiente, han llegado a su destino. Las tres descienden en silencio
y se dirigen a la parada de taxis. Sólo dos personas, el tercer vehículo
es para ellas. Mientras el taxista coloca las maletas las amigas se
acomodan en el interior, Tita siempre con el neceser. El conductor,
un hombre joven y hablador, les cuenta sobre el barrio donde está
ubicado el hotel, cerca de una playa grande, pero apenas le han prestado
atención. Le pagan, se bajan y cada una coge su maleta.
El recepcionista les muestra un
impreso para rellenar.
—¿Vais a poner todos los datos
que piden? —pregunta Ángela.
—¡Haz lo que te dé la gana!
—Pon tu nombre y firma —puntualiza
Mar.
A Ángela la respuesta le ha parecido
un exabrupto, sin decir nada toma la tarjeta llave que le tiende el
hombre, y se dirige a la habitación. Una vez allí tira la maleta en
el suelo y se deja caer en un sofá. Está confusa, se acaba de dar
cuenta que su amiga es una desconocida, se ha pasado toda su vida
haciendo confidencias a una desconocida. Los médicos le han recomendado
una actitud positiva, una ducha la relajará.
Al salir de la ducha se contempla
en el espejo del armario, con un dedo recorre la cicatriz, no es muy
grande, tuvo suerte, y a los cuarenta y siete años mantiene un buen
tipo, no en vano he hecho siempre deporte. Sus amigas no están en
tan buena forma física. Sentada en el borde de la cama ve la imagen
amenazadora de Tita que se le viene encima, como en aquellas pesadillas
de niña donde un cuervo la perseguía hasta despertar angustiada.
Sí, hoy su amiga le ha dado miedo,
tal vez esté enfadada porque le ha fallado en algo o la ha ofendido
sin saberlo, como siempre sale el sentimiento de culpa. Se pone el
pijama, no va a cenar, las llamará para decirles que no la esperen.
Delante del espejo del baño piensa cómo van a ser estos días con una
persona ante la que ya no puede abandonarse, a la que unas horas antes
le iba confiar sus planes de futuro.
—«Dos camas, esta vez no nos han
considerado matrimonio» —exclama Tita cuando llega a la habitación
compartida con su hermana. —«Se puede saber por qué estás tan borde
con Ángela» —inquiere Mar al tiempo que deposita la maleta sobre una
silla, y después de abrirla coloca las prendas en las perchas del
armario.
—Te he hecho una pregunta.
—No tengo que arrepentirme de mi
comportamiento, ella debe respetar a los demás.
—¿Cuándo te ha faltado al respeto?,
si es una inocente incapaz de hacer daño a nadie.
Tita no quiere seguir con el diálogo,
y de forma atolondrada coloca las cosas. En ese atolondramiento empuja
con el codo al neceser, cae al suelo y se abre, su contenido se esparce
por la moqueta. A los pies de la hermana va a parar un anillo con
un agua marina, se agacha a recogerlo y lo sostiene en la mano, es
el mismo diseño que el anillo con rubí de Ángela, un regalo de su
marido, y también la misma dedicatoria. Extiende la palma de la mano
y pregunta:
—Por esto no querías que abriera
el neceser.
—Dame eso.
—Engañada por su marido y su mejor
amiga, ¿todos estos años habéis sido una farsa para ella?
De la irritación inicial Mar ha
pasado a la calma, deja la joya sobre la mesa, se sienta en una silla
con la cabeza entre las manos, Tita toma asiento en la cama frente
a ella, y comienza el relato.
—Todo empezó con la enfermedad
de Ángela, al principio los dos pensamos que la perderíamos, él a
la mujer de su vida, y yo a mi confidente de siempre. Compartimos
nuestros sentimientos hacia ella, lo que significaba para cada uno,
y poco a poco nos dimos cuenta que teníamos en común mucho más de
lo que imaginábamos, al final de todo nos tendríamos el uno al otro.
Y después de unos meses, cuando los médicos informaron que la enfermedad
era reversible, lo nuestro era irreversible.
Mar tamborilea los dedos sobre
el brazo de la silla, suena el teléfono y Tita descuelga, con el auricular
en la mano no responde, sigue atenta a la pregunta de su hermana.
—Y, ¿cuándo va estar Ángela en
disposición de recibir la noticia de fin de un matrimonio y de una
amistad?
—Por favor no dramatices. ¿Dígame?
Han colgado.
Desde la cafetería del hotel llaman
a su amiga, «estoy cansada, os veré en la playa por la mañana».
Apenas ha dormido, de casualidad
oyó los retazos de la conversación entre las hermanas, y ahora todo
encaja. Un sol tímido asoma entre las nubes, Ángela camina por la
arena, las olas baten con fuerza, y en su retirada dejan puntillas
de espuma que mojan sus pies.
Camina despacio, no sabe si le
duele más la infidelidad, o la amistad traicionada, siente una gran
tristeza. Ellos no saben que fue su presencia lo que produjo ese efecto
beneficioso esperado por los médicos. Ríe a carcajadas, pero su risa
es engullida por el ruido del mar. Su paseo termina en el acantilado,
se sienta en una roca, el aire sacude su cara, y el frío se le clava
en las sienes. No tiene fuerzas ni ganas de tenerlas, tal vez sería
mejor abandonarse al vendaval, que la transporte a otro lugar lejos
de esta pesadilla.
Las olas siguen con su embestida,
pero ahora el agua no sólo juega con las algas o los pequeños crustáceos,
si no con algo más pesado que el viento le ha arrojado, algo que no
le pertenece, cuando amaine la tempestad lo devolverá con delicadeza
a la playa, como un regalo.
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ELDA
LÓPEZ MARTÍNEZ,
vive en Madrid y es miembro integrante del grupo literario El Parnaso
(http://www.anauj-perlasdeluna.blogspot.com/).
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Ilustración relato:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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