Folio en blanco
Juan Carlos Fernández León


Llevaba casi dos meses mecido en una mala racha. Uno de esos períodos en blanco en los que te das cuenta de que todo el engranaje de una vida depende del peso de unas cuantas palabras. Me sentaba a escribir y las teclas del ordenador parecían de granito, forradas de alguna clase de material execrable que impedía su uso habitual. Comenzaba las historias, pero algún tipo de obstáculo desconocido se presentaba en los inicios y me avisaba de muy malos modos de que no continuara adelante. Las palabras me surgían breadas con la torpeza de un enano de circo y daba la impresión de que se estorbaban las unas a las otras. No llegué a escribir ningún día más de una cuartilla, que terminaba al final arrojada junto a otras de su misma especie en la canasta de una papelera. El director del Laurel Mustio me preguntó si me pasaba algo, si se me habían agotado todas las ideas de golpe o si estaba dedicando mi tiempo a otra cosa. Solía entregarles una colaboración semanal y llevaba algunos números sin hacerlo. Le prometí que al término de esa semana tendría su historia.

Busqué la inspiración desde todos los ángulos posibles. Frecuenté durante las mañanas el bucolismo del parque Fernando Royuela, un centro social colonizado por palomas y por ancianos que relataban viejas historias al compás de un lento lanzamiento de petanca, toda esa retahíla de anécdotas carcelarias en la hacinada prisión de Ocaña, de penas de muerte promulgadas por puños absueltos de clemencia y de zapadores caídos en la batalla de Brunete. También me contaron las correrías de pequeñas hordas de maquis bandoleros a lo largo de la umbrosa Sierra Morena y me describieron el estado de los paredones hirviendo de metralla tras un madrugador fusilamiento. Asumían la verdad de sus historias, y suponían que la arruga era sabia si engolaba la voz para narrar algún testimonio que al cabo se asemejaba a todos los demás. Hablar con uno de esos ancianos era escuchar recuerdos aderezados de moho y salpimentados de musgo. Las tardes las entregué en acudir a una taberna de la Estación que acostumbraba a alojar al menos pintado con un inhóspito abrazo de humo y de oscuridad. Sobre una barra de recio mármol se aposentaban grupúsculos solitarios de exiliados de la vida, algún soñador insomne y más de un huidizo espécimen de las responsabilidades del matrimonio: solteros agujereados por los estigmas de la soledad, o separados lloricones que derramaban sus lágrimas en el océano calmo del alcohol. De ellos escuché historias que avergonzarían al peor cazadotes de argumentos, historias que jamás podrían satisfacer la curiosidad impetuosa de un escritor neófito. Busqué tras el aroma de pachulí barato de la Dama de Picas, el solitario burdel de Carretera Arriba, un argumento que llevarme al gaznate del folio, pero no escuché sino lamentos semejantes «a las circunstancias de la vida son así» o «la necesidad me ha convertido en esto que ves». En ese tiempo infértil tomé algunas drogas e ingerí el mismo alcohol que un bohemio sacrificado al rito de las musas, aunque en estos estados no hallé más que un plácido confort para la modorra, una excusa para no tener que afrontar el engorro de la escritura. Mi obligación amanuense me estaba empezando a dar pánico.

Descubrí que Silvia ya no era feliz a mi lado una noche en que la luna llena se encontraba en su máximo apogeo. Los grillos no hacían más que susurrar chismes desde el anonimato de la oscuridad y la casa seguía sin la presencia de Silvia. Nunca lo había hecho antes. Acostumbraba a salir por la ciudad, pero al clamor de la media tarde ya estaba en casa escuchando el relato que yo acababa de escribir. Si no le gustaba, me decía que apestaba a Carver y que mis influencias literarias iban a acabar conmigo. Entonces se enfadaba y encendía el televisor para ver uno esos estúpidos programas de La Ruleta de la Fortuna que tanto la apasionaban. En cambio, si le gustaba el relato, salíamos a comer cualquier cosa y terminábamos en Sota tomándonos unas cervezas. Lo habitual por estos alrededores. Lo único que se puede hacer por aquí. Luego, ya borrachos, nos amábamos en cualquier hostal por horas del Barrio Chato, como para celebrar el triunfo. Esto último empezó a escasear. Me costaba mucho trabajo dar en la diana de sus gustos y cada vez Silvia encontraba menos hallazgos en mis relatos. Es posible que estuviera perdiendo reflejos, que lo que escribía no tuviera la calidad de antes. Cuando el temor me empezaba a conquistar la vi saliendo del coche de un tipo. Un coche largo y destartalado que estacionó al final de la calle Prófugos. Observé desde la ventana cómo se despedía de su amigo con un amago de abrazo y cómo ella luego le lanzaba un beso desde la distancia, una tarjeta de invitación segura para verse otros días. Al poco, entró en casa y me saludó como si no hubiera pasado nada. No aparentaba nervios y yo tampoco. Se excusó mencionando una cena imprevistamente larga con sus amigas de café en un restaurante de la Central. No le hice pregunta alguna, toda la escena hubiera resultado bastante patética: «cuéntame la verdad, lo sé todo». O algo parecido. Y después las lágrimas y el «no se volverá a repetir, lo siento, yo te quiero». Afortunadamente jamás viví esa situación. Las tardanzas se repitieron los días posteriores. Unas veces achacadas a una sempiterna sesión de cine; otras a un concierto de bluejazz de un tal Georgie Janko en una sala del Bulevar. Cualquiera de sus excusas quedaba libre de mi interrogatorio. No me costó mucho comprender que Silvia ya no era feliz a mi lado, que estaba buscando en otros brazos lo que yo no era capaz de proporcionarle.

La necesidad a veces obliga a realizar actos de los que no te sientes luego muy orgulloso. Me lo dijeron las putas de la Dama de Picas y entonces no le di un verdadero significado. Fueron ellas realmente las que me pusieron tras la pista de mi argumento, tras las estelas de la historia que venía necesitando desde que se agotó el manantial de mis ideas. Pero también era la misma trama que me relataron los hospicianos de la taberna de la Estación y exactamente idéntica a la que contaban los viejos del parque Fernando Royuela. La literatura ya está escrita, desde siempre, desde que los pioneros advirtieron que todas las tramas del mundo se reducían a una sola. Procuré aparcar el coche a una distancia generosa respecto del lugar donde solía estacionar el suyo. Todas las noches que Silvia tardaba se proyectaba la misma película. Un coche largo y destartalado, un abrazo de despedida y luego un beso planeando desde la distancia. Esa noche Silvia también llegaba tarde, como las anteriores. Apagué todas las luces de mi fordmondeo y me dispuse a esperar. No me importó que me confirmara que esa noche iba a visitar a su hermana, que se encontraba mal y necesitaba su ayuda. Algo de estómago, me dijo. Otra de sus excusas, pensé. Pasado un rato me pareció ver el coche unos metros adelante, conectadas las luces intermitentes de la parada. No bajó Silvia. No bajó nadie y al poco tiempo volvió a ponerse en marcha. Tuve un pequeño conato de duda, pero enseguida reaccioné. Lo seguí por la Avenida Ilustrada abajo hasta que torció por el Paseo de la Arboleda. No había mucho tráfico, así que su lenta velocidad me permitió no perderlo de vista en ningún momento. Las luces tibias de las farolas incitaban a pequeñas osadías. No había luna y ni falta que hacía su presencia. Tomó Ramales a la altura de la Bolera Jonás. Luego torció en la Embajada Azucarera y allí se detuvo finalmente. Aparcó sin muchas maniobras y descendió cuando los ecos de los motores se habían mitigado. Era un tipo alto, escueto de talle y de andares seguros. Una larga melena canosa sepultaba buena parte de sus espaldas. Encendió un cigarrillo nada más bajar del coche. Una efímera llamarada cedió a la noche una atmósfera de hogueras. Luego empezó a descender las escalinatas de la Ermita de San Rafael, expulsando cada poco una bocanada gruesa de humo. No llevaba mucha prisa, de eso estoy seguro. La noche nos envolvía con su embozo de impunidad. Lo perseguí desde la distancia, para no delatarme. Procuré que mis huellas no resonaran en el pavimento con alarma excesiva. Sabía que en cualquier momento llegaría mi oportunidad. Lo saben los que persiguen alimañas confiados en su éxito. Una rata jamás advierte cuando le cae encima el peso de una jaula. De pronto, el tipo empezó a correr. Mirando atrás al principio, luego corroborando el ritmo hasta alcanzar la galopada. Corrí yo también detrás de él, sin saber muy bien por qué lo estaba haciendo. Le grité desde lo lejos, «eh, detente, tengo que hablar contigo». Me siento cansado para las carreras de fondo. Tengo comenzada una novela que sé que nunca terminaré. Me faltan pulmones para todo aquello que tenga que ver con lo maratoniano. Soy un tipo de corta distancia, un ser mediocre. Lo sé. Por eso no pude seguir su ritmo de carrera mucho más tiempo. Le volví a gritar desde la lejanía: «devuélveme lo que me has robado, cacho cabrón». Pero fue imposible. Me detuve. Lo vi escabullirse por una esquina y desapareció tras ella, como si nunca hubiera existido, como si un mago sideral hubiera obrado el milagro de su chistera. El hombre del perro apareció por casualidad en ese escenario nocturno. Le impulsaba un perro que husmeaba un jardín. «¿Era un ladrón, verdad?», me preguntó tras auscultarme el sofoco. «El peor ladrón del mundo», le contesté yo. «Vaya a la comisaría y denúnciele, aunque ya sabe que no servirá para nada», volvió a insistir él. «Tiene razón, iré a comisaría», le prometí casi en un susurro. No sé lo que se me pasó por la cabeza en esos mismos momentos. No fue una demencia pasajera como esgrimiría cualquier leguleyo, sino la consideración decidida de que todos los hombres son el mismo hombre y que todas las tramas del mundo se desaguan en una única dirección. La primera puñalada se clavó en su vientre a duras penas, penetró en él con el obstáculo de alguna cordillera de huesos, pero repetí la operación, una y dos veces más, hasta que el tercer impulso me dejó anegada la mano de sangre y un cuerpo flácido derramado a mis pies. El perro quedó ladrando con la ronquera tísica de un huérfano. Miré a ambos lados, cerciorándome de que nadie me había visto y me dirigí a paso rápido a mi coche.

Recorrí toda la ciudad con millares de pensamientos asaltándome la mente. No burlé ni un solo semáforo. La noche es un cofre sin llaves que esconde más de un secreto. Alguien dijo una vez que la buena literatura nace de las circunstancias adversas, y que sólo se puede escribir bajo presión. Cuando llegué a casa no saludé siquiera a Silvia. Encendí el ordenador y comprobé cómo millones de palabras pedían turno para adherirse en la llana y pegajosa blancura del folio. Escribí toda la noche. Sin parar, sin resuello, con facilidad. Ni siquiera tuve tiempo de pensar en la enfermedad de la hermana de Silvia.


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JUAN CARLOS FERNÁNDEZ LEÓN,
es un autor que reside en Madrid (España).
larsvonmedem [at] yahoo.es

* ILUSTRACIÓN RELATO: Atracción, pintura por María Pitarch ©
(
Ver muestra de obras en Almiar)



Separata publicada en
Revista Almiar, n.º 34 (junio-julio de 2007).
Web reeditada en julio de 2020.


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