Cata de hombría, un cuento de machos
Liliana Ferrero


Los veranos de mi infancia en la casona de la playa fueron inolvidables. Nos reuníamos toda la familia, los abuelos, los primos lejanos y hasta los tíos solteros, en el viejo caserón donde mi madre había nacido.

En las calles empedradas de ese pueblo aprendí a andar en bicicleta, alentado por el ojo protector de mi abuelo y compitiendo con mis primos veteranos. Amparado por las sombras del jacarandá del jardín, robé mi primer beso a la rolliza prima Helvecia, durante una calurosa siesta. En el altillo de aquella casona, desde donde podía vislumbrarse el mar, me inicié como hombre bajo los influjos de seducción de una madura, pero aún atractiva enfermera que asistía a la abuela.

Pero antes de esas dulces recompensas a mi virilidad, hube de someterme, por años, a las inclementes pruebas que mis primos imponían para demostrar hombría y coraje; y sobrevivir a la peor de ellas: la expedición al patio de Garrone.

Justo lindando el jardín de los abuelos, frondoso y lúgubre, se extendía el de los Garrone. Desde el cerco con jazmines que la abuela había plantado para ocultar los desangelados alambres de púa —contribución del vecino—, la arboleda ofrecía un velo que aumentaba el sombrío aspecto de la mansión siempre cerrada.

Conocíamos que vivían madre e hijo con un criado, durante todo el año, en aquel palacete que parecía abandonado. El misterio sobre aquella familia crecía con el rumor de que el criado era mudo, y se alimentaba con las especulaciones sobre fugaces ocasiones en que habíamos logrado entablar contacto social con el señor Edilberto Garrone, al que no se le conocía ocupación alguna pero salía tres horas justo al atardecer cada día; y menor trato con su madre: la señora Clotilde Garrone. Una mujer con rostro sin edad, blanco espectral como la cabellera abundante que recogía en su nuca; de mirada entre amenazante y ausente, o quizá crispada, no sé, en cualquier caso, inspiraba mucho miedo.

Hablé con ella sólo dos veces en mi vida. La primera cuando, caminando de la mano de mi abuela por la larga vereda que rodeaba la mansión, a través de sus rejas asomó un horrible perro negro, de orejas cortas y mandíbula asesina, y cogió mi manita de niño entre sus fauces. Al instante oí su voz de hielo.

―Sado.

Por suerte, el perro se detuvo antes que mi corazón. Ella acercó su delgada figura, transparente como un fantasma a pesar de estar enfundada en un vestido negro, antiguo, lleno de puntillas y encajes que sólo dejaban ver su cuello y sus manos, que contrastaban pálidas con la oscuridad de la prenda. Me preguntó si me había asustado. Asentí sin poder encontrar voz para pronunciar palabra.

―Lo siento ―dijo, hiriéndome con el filo de sus ojos color éter― Acércate para que Sado te huela y no vuelva a atacarte.

―¿Cómo se llama el perrito? ―le preguntó mi abuela siempre inocente y curiosa.

―Sado, abreviatura de Santo Dominico, patrono de la abnegación ―se apresuró a aclarar Doña Clotilde Garrone.

Aunque murmuraban en el pueblo que ella aún reprochaba secretamente a su difunto marido la elección del nombre para el perro y sospechaba premeditada malicia. No obstante, admitían que la bestia con su pésima disciplina provocó que ella aceptara tan vergonzoso diminutivo, porque era el único nombre al que obedecía.

―Sado ―repitió con voz de condenada.

El suceso se hizo histórico en mi familia y todos los juegos de terror, los mitos y leyendas de vampiros y fantasmas, nutrían los enigmas que tarde o temprano tendríamos que develar: ¿Qué sucedía del otro lado de los muros?, ¿quiénes eran realmente los Garrone?, ¿cómo era su casa, jamás visitada por extraños? Y quién podría ser mejor embajador que yo para encabezar tal expedición, ya que era el único amigo del perro.

Todavía hoy, no sé cómo lograron convencerme y, desde luego, me alegro de que Sado tuviera amigos.

Esperamos al atardecer, hasta ver pasar como siempre al señor Edilberto Garrone, con elegante traje de lino oscuro, hacia rumbo desconocido; entonces, corrimos al jardín trasero. Tal como habíamos acordado, Francisco y Lucas cruzaron conmigo la alambrada, los mellizos se quedaron vigilando.

Era una tarde pesada, las nubes llegaron de ninguna parte para cubrir con prontitud el cielo y, de súbito, el jardín se llenó de amenazantes sombras. Yo tiritaba, aunque no hacía frío. Me giré buscando la fragante valla, pero enseguida se había perdido entre los matorrales del jardín enemigo.

Desalentado por la imposibilidad del regreso quise acercarme a mis primos, pero, aunque escuchaba sus pasos, no podía distinguirlos detrás de la espesa bruma que se había instalado entre los árboles. Grité sus nombres realmente asustado, ellos respondieron con risas que se escucharon cercanas.

―¿Dónde están? ―inquirí al borde de las lágrimas.

Y las carcajadas, que ya no me sonaron familiares, parecían proceder de todas las direcciones. Corrí y tropecé con algo duro. Caí sobre una lápida, apenas distinguía las letras que mis dedos leían como Morse, CLOTILDE GARRONE.

―¡Noooo! ―el grito emanó de mis entrañas, desgarrando mis fuerzas para sonar convincente y detener a los espíritus.

Salté de la tumba y salí corriendo a ciegas sorteando en mi carrera otras lápidas. Habrán sido quizá los setos no cuidados, pero yo sentía las garras de los muertos aferrarse a mis piernas y a mis brazos desnudos, rasguñándome la piel para asirme; y sus figuras veía, espantosas calaveras vestidas de antigüedades se movían por el aire, me invitaban a unirme a aquella danza satánica.

Ya entumecido de miedo colisioné contra ella. La señora Clotilde Garrone me rodeaba con sus brazos, tan fuertes como delgados, y su rostro sin edad era ciertamente espectral.

―¿Te asustaste? ―me volvió a preguntar. Y como siempre ante ella, la mudez resignaba la respuesta.

Atormentado, mantuve fijos mis ojos en su mirada de éter, que con ímpetu de volcán o de océano tumultuoso, comenzó a cubrirse de olas rojas. Estiró sus finos labios en una sonrisa libidinosa, se entreabrieron despacio para dejar aflorar dos colmillos muy largos.

En ese preciso instante, el gruñido furioso de Sado nos distrajo al unísono. Sentí en mi pierna un tirón hacia abajo y me escabullí de entre los brazos del espectro como un muñeco que se desinfla. Cuando mi cabeza llegó al suelo, perdí el conocimiento.

Me contaron que antes de que los adultos de la familia percibieran mi ausencia, todos habían salido a la calle atraídos por los gritos de los mellizos y escandalosos estallidos. Allí me encontraron, arañado e inerte. Los primos aseguraron que vieron cómo Sado me arrastró a través de las rejas de la mansión hasta el portal vecino, me dejó tendido a sus pies y volvió a penetrar en el macabro jardín, al tiempo que un trueno irrumpía desde el cielo. Después, se limpió la tormenta.

Jamás reproché a mis primos su cobarde traición ni, hasta ahora, había hecho pública mi versión del suceso. En digno hermetismo, me declaré el más valiente y exigí que no me obligaran, jamás, a superar ninguna otra prueba; ya que había vencido a la muerte.


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LILIANA MARÍA FERRERO PARDO,
es una autora que reside en Palma de Mallorca (España)
leelarunachala [at] yahoo.es


ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©



Relato distinguido con un Accésit


Separata publicada en Revista Almiar, n.º 34 (junio-julio de 2007). Web reeditada en julio de 2020.


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