El lorito tonto
Lourdes Aso Torralba


Cada vez que Ernest sufría una de sus crisis creativas aterrizaba en Ketchum con su descapotable. A mí me encantaba que se alojase en casa. La pensión Maica (le había puesto mi nombre) siempre tenía las toallas limpias, el agua en su punto y la comida sin demasiada sal. A veces se quedaba una semana o quince días, hasta que se reponía de esa tristeza que arrastraba bajo los ojos en forma de bolsas. Nunca dijo que estuviera afligido pero, cuando me contaba cosas de los muchos sitios en los que había vivido, parecía que iba desgranando la angustia.

Se llevaba muy bien con el viejo loro Striker al que él llamaba Kenia, ya que decía le recordaba mucho a los colores vivos de esa tierra. Así que, cuando no hablaba conmigo, se sentaba delante del loro y le confesaba sus inquietudes, como si estuviera delante de un ser racional. En esos momentos yo pensaba que si no hubiese sido escritor lo habría tomado por loco. Pero alguien que dedica su vida a conversar con un papel en blanco, anotando cosas y dudando si podrán ser leídas por algún otro, bien podía platicar con un animal con plumas.

En realidad, Striker-Kenia era un bicho muy listo y nunca se cansaba de escuchar. Era capaz de llevar una conversación más bien fluida. Hasta me decía:

—Ernest ha dicho que se va a volar la cabeza. Ernest ha dicho que se va a volar la cabeza.

Ni siquiera con ese afán de duplicar las frases pude creerle.

«Lorito tonto» pensé y continué con las tareas de la pensión que estaba repleta. Los turistas venían a la zona atraídos por los paisajes nevados y bosques repletos de hayas. Otros, en busca de las minas de plata y el deseo de hacer fortuna muy rápido.

Ernest desentonaba en cualquier parte. Su barba cada vez más blanca, su aspecto bonachón y sus hojas de papel y plumillas con las que marchaba a todas partes le daban un aire o de notario-contable o de bohemio perdido en las montañas.

Le encantaba cazar, así que no me extrañó ver su escopeta guardada en el armario ropero. Hacía siete años que había estado en África y, si se había atrevido con los safaris, no tenía por qué preocuparme de los jabalíes y los corzos.

A veces, tenía ocurrencias muy extrañas. Me había dicho que su avión se había estrellado en la selva y se había salvado de milagro para a continuación desmentir el accidente y teñirlo de un hecho provocado. ¿Quién iba a querer acabar con él? Pero sonreía como si se hubiera tomado zumo de limón sin azúcar, intentando convencerme de que habría querido morir entonces.

A mí me parecía que había vivido muchas guerras, visto demasiados muertos e inventado tantas historias, que la suya se le había escurrido dejándolo sin «seso». Que ya no acertaba entre la fantasía que creaba en el papel y la vida misma.

Era tan bueno que se dejaba querer aún estando así de taciturno. Me interesé por su último trabajo y me dijo que escribía sobre el París de sus años jóvenes. Decía: «Éramos muy pobres y muy felices».

—¿Y ahora no eres feliz, Ernest? —le pregunté.

—Estoy viejo y acabado. Soy como Santiago, el protagonista de mi libro.

Era imposible olvidar su El viejo y el mar. Lo había leído más de media docena de veces.

—Viejo, a lo mejor, pero de acabado, nada de nada. En todas partes has dejado amigos, aquí puedes volver cuando quieras. Y, si en este momento estuvieras tan agotado, no te vería salir con tus hojas y escribir perdonando incluso la comida. ¡Si has de enfermar como trabajes tanto!

Me permitía ese tipo de regañinas. Éramos viejos amigos. Incluso, años atrás, habíamos dormido juntos. A Ernest había que aceptarlo como era. No se le podía reprochar que cambiara de mujeres como de zapatos viejos. Cuando se gastaba el amor buscaba otro nuevo. Eso le pasó conmigo. Pero me seguía dejando leer sus manuscritos.

Una mañana apareció especialmente lluviosa. Ernest me pidió ginebra con soda y se acomodó en una mesa cerca del ventanal. Yo estaba pelando verdura. Striker-Kenia me dijo que lo tenía un poco abandonado. Le di su alpiste, cambié el agua y le pregunté cómo estaba.

—Mal. Ernest dice que se va a volar la cabeza.

—¿Ya estamos otra vez con lo mismo? ¡Qué tonterías se te ocurren! ¡Si te oyera…!

—Striker-Kenia no miente. Ernest se va a volar la cabeza.

—¿Eso te dice?

Asiente meneando sus plumas y añade:

—Y que tú tampoco le quieres.

Desde donde estábamos veía el perfil de Ernest trabajar con ahínco y después de revolver la cazuela volví a coger las hojas del manuscrito que tenía en la repisa. Fui leyendo lo que él quería titular Paris es una fiesta mientras cocinaba y me fui recreando en sus años jóvenes, en las juergas con sus amigos o en las dificultades para vender sus trabajos en algún periódico. ¿Pero cómo se iba a matar si estaba en plena producción? Además, no era hombre de dejar nada a medias.

Sin embargo, Ernest hablaba más con Striker-Kenia que conmigo, y me preocupaba la obsesión que le había entrado con aquello. «A ver si vas a estar celosa del loro» —escuchaba a la voz traidora de la conciencia. Y decidí cambiar mi rutina para dedicarle más tiempo a mi viejo amigo.

—Me gusta mucho hasta donde he leído —le dije.

—¿Y has encontrado el «dato escondido»?

—Pues no sé a qué te refieres. ¿Has escrito alguna adivinanza?

No respondió. Me habló del frente en la guerra. De la noche que el convoy de la Cruz Roja se estampó contra un edificio durante un apagón de luces con el ruido de las sirenas de fondo. De Gertrude, de su primera esposa. Yo no me cansaba de escucharle. Le abracé tiernamente antes de que se retirara a su habitación.

Esa noche estuve leyendo durante horas. Quería localizar el acertijo y lo único que descubría era una nostalgia creciente, que me iba dejando un sabor más amargo que el café.

Serían las cinco o las seis de la madrugada cuando sonó un tiro seco en la habitación.

Striker-Kenia repetía sin cesar: «Ernest se ha volado la cabeza. Ernest se ha volado la cabeza».

Era el 2 de julio de 1961.

Yo me guardé su manuscrito. Me costó bastante entender el enigma. Aunque intenté guardarle el secreto, estaba escrito en cada línea. ¡Qué tonta!


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LOURDES ASO TORRALBA, autora residente en Jaca (Huesca; España). Entre otras distinciones recibió el 1.º Premio del XV Certamen Cuentos Navideños convocado por el Ayuntamiento de Remolinos (Zaragoza) - diciembre de 2000; el 2.º Premio del II Concurso Relatos Cortos convocado por el Ayuntamiento de Biescas (Huesca), en octubre de 2001, y el 1.º Premio del VI Concurso Cartas de Amor convocado por el Ayuntamiento de Roquetas de Mar (Almería), en abril 2005. Es coautora de los libros de relatos Así escribo mi ciudad (2001) y 32 maneras de escribir un viaje (2002), editados por Grafein Ediciones (Barcelona), y participado en diversas antologías. Relatos suyos han sido leídos en programas de Radio Madrid-M80 y Radio Euskadi.
lourdesatlb [at] yahoo.es


ILUSTRACIÓN RELATO: James Whitley Sayer - Great Sulphur-Crested Cockatoo, Plyctolophus galeritus - Google Art Project, By James Whitley Sayer (1847 - 1914) (Artist, Details of artist on Google Art Project) (Google Art Project: Home - pic) [Public domain or Public domain], via Wikimedia Commons.



Separata publicada en
Revista Almiar, n.º 34 (junio-julio de 2007).
Web reeditada en julio de 2020.


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