
En aquel entonces
_________________________
Moisés
Sandoval
Calderón
Cuando me dijeron
que la tía Gertrudis había muerto sucedió algo curioso. Pensé en
unos ojos cerrados, en la verdadera belleza, una rosa roja marchitada
lentamente. La pobre tía Gertrudis. La oscura edad. Irse sin dejar
un hijo, un valiente. ¿Y dónde quedaría su mirada secreta? Un olor
a naftalina penetró en mi mente; el sonido de un leve crujir de
telas. Y evoqué la imagen de una larga falda almidonada
junto a un montón de libros de páginas amarillentas. Evoqué el roce
tenue de unos dedos manchados de añil, el olor a cuero de un enorme
sillón y un piano de señorita. Y en ese atardecer neblinoso suspendido
en una pertinaz llovizna de enero, desde el fondo de mi alma, como
polvo efervescente brotaron una serie de recuerdos que creía olvidados.
Entonces sentí unas manos suaves olorosas a jabón, agradablemente
secas: sentí a la tía Gertrudis.
¿Era bella? Imaginé ese rostro
cuya piel se tendía rojiza, interrumpido por una nariz respingada
y pecosa; en la plenitud de su madurez bien que era hermoso. El
pelo largo y rojo. Belleza pelirroja. Existía además en su mirada
algo que sugería ser la causa de su absurda soledad: una especie
de desamparo y orgullo. Tratando de definir esa mirada, diría algo
así como: vanidoso sacrificio. Si es que existiera físicamente y
se pudiera describir con palabras.
Cuando me dijeron que la tía
Gertrudis había muerto pasé una noche tormentosa. Tuve un sueño
en donde volvieron escenas oscuras que me abrumaron en mi adolescencia:
visitaba el pueblo de mi infancia. Por alguna causa tenía que ir
a mi casa. Llegué, entré. Y de repente me invadió un olor a flores
putrefactas y a cera quemada. Tuve la certeza de que ahí se velaba
a un muerto. Ideas de cirios y ataúdes.
—Su tía lo está esperando —me
dijo alguien.
La tía yacía completamente desnuda
sobre la mesa de la sala. De algún modo, un ojo cómplice me invitó
a que me acercara a la mesa.
—Le ruego que no intente excitarla,
aunque no podría por más que quisiera. Está muerta —y el ojo se
cerró en un guiño en señal de complicidad.
Desperté invadido por un miedo
cerval.
Cuando me dijeron que la tía
Gertrudis había muerto, al otro día me dirigí al pueblo, quería
llegar a tiempo al sepelio. En la carretera, los cálidos reflejos
del sol flotaban con las sombras vegetales en los cristales del
vehículo. Una nube empezó a cubrir el sol lentamente. En aquellos
tiempos yo era un muchachón fornido acabado de salir de la secundaria.
La tía Gertrudis vivía con un canario en un ala del viejo caserón
donde habitábamos toda la familia. Yo la sabía mancillada por un
antiguo amor que huyó al enterarse de lo disminuida que había quedado
la herencia. Y desde mi corta edad la veía lejana, débil y consumida
por un sufrimiento silencioso que adivinaba en su mirada. Por las
tardes me dedicaba a observarla desde mi ventana, veía su sombra
cruzando los amplios ventanales. Ella, ella, sombra suave, ojos
suaves. ¿Qué es ella? Robada. Dejada. Yo tan solo aquí. Una pared
de por medio. Blancos senos de rojizos pezones. ¡Oh! Acaríciame
y unamos nuestras soledades. Yo triste también. Estoy quieto, agitado,
mirando cómo se mueve esa sombra y se despoja de su enorme falda.
El sol se liberó abruptamente.
Una sucesión de granjas se desliza a mis costados anunciándome la
inminente llegada al caserío.
¡Ay! Aquellos tiempos. Ese día
bien que lo recuerdo. Eran como las tres de la tarde. Yo acababa
de comer y me disponía a salir a vagar por las calles aprovechando
la hora en que toda la familia se retiraba a sus habitaciones a
dormir la siesta. La vi aparecer de repente envuelta en un halo,
iluminada por el tragaluz de la sala. Parecía como si flotara en
una delgada capa de luz. Y desde ahí me miró sin sobresalto, como
si ya supiera que iba a encontrarme.
—Buenas, tardes, Gabrielito.
¿Ya te vas? ¿Cuándo vas a ayudarme a acomodar los libros en los
estantes?
—Ahora mismo si usted...
—Puedes tutearme. Ya eres todo
un hombre.
Y acompañó sus palabras con una
sonrisa.
Caminamos por un largo pasillo
hasta llegar a su alcoba. Una vez ahí me condujo a la habitación
contigua, que hacía las veces de biblioteca. Me sentó ante una pila
de libros empolvados.
—Quiero que los ordenes y los
acomodes por temas. Y le des una sacudida a los estantes —me dijo
antes de retirarse a su recámara.
Apenas estuve solo, escurrí mi
mirada por la habitación que tanto tiempo estuvo vedada a mis visitas.
Un enorme sillón de cuero esperaba junto un silencioso piano de
señorita. Mejor terminar de una vez. Me puse manos a la obra.
Al rato ella regresó con una
jarra y me sirvió una limonada. Luego que me vio beber, se recostó
cuan larga en el sillón. Se arremangó un poco la falda. Susurrante
agua, crujir de telas. Los dos reunidos, ella ahí sin finalidad
alguna. Me dispuse a
terminar la faena, apresurado, bajo el influjo de un temor desconocido.
Coloqué el resto de los libros según fueron embonando. De repente,
fluye un murmullo. ¿Tan rápido estaba dormida? Una mirada de reojo.
¿Si
me quedara súbitamente desnudo aquí mismo? Más confiado me dediqué
a observarla. Muslos lascivos bajo el telar. Una mujer duerme. En
sus sueños, ella marcharía agobiada hacia la llama de la delectación
morosa, hacia tierras crepusculares. No está desnuda. ¡Y sin embargo!...
Bajo esas enaguas se esconde un tesoro de endemoniada blancura,
secreto, cálido, la riqueza del mundo, carne trémula, perfume de
liviandad.
Oí un murmullo:
—¡Amor! Bésame mi muchacho.
El aire de la habitación vibró.
Su pollerita arremangada. Con el corazón excitado traté de salir.
¿Oí bien? La puerta estaba cerrada. De nuevo me acerqué a ella y
vi como desnudó ligeramente su pecho. Acerqué los dedos sobre sus
labios. Aliento agitado. A través de su cabello rojizo podía ver
las orejas, el lóbulo delgado. Lo aparté suavemente. El cuello y
el hombro mostraban la plenitud de una mujer madura. Una media sonrisa.
Olor de mujer. Frente amplia, mejillas sonrojadas. Tomé sus manos,
olí sus dedos, estaban manchados de añil y olían a jabón fino. Deslicé
mi mano hasta su pecho. Haciendo suavemente a un lado la blusa,
palpé, aparté. Tenía los senos pequeños pero redondos y altos. Había
que hacer la prueba. Toqué los rojizos pezones erectos. No, no eran
pezones que hubieran amamantado. La vida es un sueño y lo que hacemos
ahora mañana será olvidado. Bajo la enorme falda, poco a poco fui
bajando las enaguas. Espera. Piénsalo. Pasé mi mano despacio sobre
el rojizo bello púbico. ¿Qué sueño puede tener para jadear como
lo hace ahora?
Al otro día pasé por el frente
de su cuarto, y me demoraba intencionalmente con la esperanza de
encontrarme con sus ojos secretos. Por fin la encontré.
—¡Ah! Eres tú.
Pérdida de tiempo. No mencionó
nada. Qué extraño. Tendría que haber sido un hombre mayor para pedirle
explicaciones. La tomaría en mis brazos protectores, la consolaría
con un beso largo, y mientras ella dormía la siesta, haríamos el
amor en el enorme sillón de la biblioteca. Pero ese rostro despierto
era un espejo ciego, o yo era demasiado joven para comprenderlo.
Cuando se despidió de mí, volvió por un segundo el brillo de su
mirada secreta. Su alma estuvo en sus ojos. Su corazón de mujer
vino hacia mí porque había heridas que debían ser curadas. Si ella
había sido mala, si había pecado, ahí estaba yo como un hombre de
verdad para perdonarla y curarla. Pero sólo fue un instante. Luego
recobró su mirada orgullosa. De eso hará ya cosa de treinta años.
Cuando me dijeron que la tía
Gertrudis había muerto hice viaje al pueblo. Traspasé el enorme
portal de la casa. En la habitación que ahora me parecía excesivamente
reducida, seguía el enorme y ahora desvencijado sillón de cuero,
lo habían echado a un lado para acomodar el féretro que se mantenía
con la tapa abierta, y en los estantes asomaban los lomos de los
libros, únicos testigos de un secreto remoto. Un grupo de viejos
velaba los restos de una anciana. Cuatro cirios ardían lánguidos.
No, no estaba el piano de señorita. Había ahí decrepitud, decadencia,
rostros desconocidos. Nada que ver con mi
bella pelirroja.
Decepcionado, decidí retírame.
Pero al pasar por la sala, el reflejo del tragaluz me detuvo por
un instante. Y la vi aparecer envuelta en un halo, iluminada, eternamente
bella. Desde las delgadas capas de luz me miró sin sobresalto, como
si ya supiera que iba a encontrarme. Ella, ella, luz suave, ojos
vítreos mirando desde la muerte, la rosa roja, la verdadera belleza.
—Buenas, tardes, Gabrielito.
¿Ya te vas? ¿Cuándo vas a ayudarme a acomodar los libros en los
estantes?
Fue sólo un instante. Luego una
nube cubrió el sol lentamente.
___________________________
MOISÉS
SANDOVAL CALDERÓN,
narrador mexicano, tiene textos publicados en diversas revistas
electrónicas, entre ellas: Realidad Literal, Axolotl,
No-retornable, Destiempos, Silencios Literarios,
y la revista Voces, en sus dos versiones, papel y electrónica.
En la Revista Almiar puedes leer sus relatos:
·
La muchacha
·
Pobre Molly.
sandoval_calderon_moises(at)hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO:
Desnudo de mujer - Joaquín Sorolla - 1902,
Joaquín Sorolla [Public domain], via Wikimedia Commons.
|