La
casa
Alejandro
Rubio
Sesenta años. Tres generaciones.
La primera la construyó. La rodean dos palos borrachos con sus claveles
del aire adheridos. El timbó gigante, retoño de la ultima manga de
langosta. Los robles, que supieron cobijar los juegos de niños. Sus
ramas lastimadas por las ataduras de las hamacas.
Los pinos desgajados por
las tormentas. Los eucaliptos, enormes, donde los loros y cotorras
rehacen y rehacen sus nidos. El eucalipto partido por un rayo, casi
quemado, pero lanzando aún sus brotes, resistiendo a morir.
El crataegus, partido al
medio por un tala invasor. Los paraísos, los fresnos solitarios. Los
agapantos, casi la rodean como un corral. Todos ellos y la casa nacieron
juntos, crecieron juntos. Soportaron calores y tormentas extremas,
ciclones, granizo, plagas y la mano del hombre. La vieja casa
de campo. Con sus rajaduras producto de largas sequías que resquebrajaban
la tierra. Sus pisos de pinotea que crujían a cada paso. Puertas que
no cerraban, ventanas que no abrían. La chimenea a cada verano limpiada
de sus panales de camoatíes. A cada lluvia una gotera. Su color variado
con los años. La galería de columnas en piedra que seguían en zócalo
a todo su alrededor. La casa que supo ver luz de faroles, luego el
sol de noche a kerosene, a gas.
Por fin la luz eléctrica.
Pero la casa aún permanecía. Y día no muy lejano llegaron los obreros
con sus picos y palas. Los loros se alborotaron. Los aullidos de los
perros hendían la noche. Las lechuzas huyeron. Los gatos merodeaban.
Los hombres tiraron paredes, levantaron pisos. El viejo baño cayó
bajo la piqueta. La galería partida perdió las pisadas de tantos años.
La lluvia no hizo goteras. Las paredes no fueron paredes, sino cristales
enormes. Las viejas lámparas dieron paso a las dicroicas. El baño
se llenó de mármol. Del piso solo quedaron cenizas, nuevas maderas
recubiertas con productos modernos.
Afuera, las viejas pinturas
cayeron bajo los cepillos de acero. Nuevas molduras tapizaron su frente,
La pintura cubrió viejas heridas. Tras varios meses los obreros partieron.
Los loros ocuparon sus nidos. Los perros silenciaron su aullido. Las
lechuzas mudas con sus ojos abiertos. Tanta luz. Los gatos marcaban
la nueva pintura, desconocidos olores. Los árboles, todos ellos, aun
permanecían.
Una noche un lamento brotó
de la casa. El viento se detuvo. Los árboles inmóviles. Los animales
callaron.
—¿Qué pasa? —preguntó el
viento.
—Perdí mis duendes —dijo
la casa.
—Ellos volverán —dijo el
viento.
—Perdí las pisadas de viejas
imágenes.
—Otras pisadas te marcarán
—dijo el viento.
—Perdí mis oscuros rincones.
Tanta luz lastima, ya no veo las estrellas.
—Puedo destruirla —dijo
el viento.
—Una noche, no más —dijo
la casa. Los árboles aun callaban.
—Eres bonita —dijo el viento.
—No, soy vieja, quiero mis
arrugas, quiero mis crujidos.
—Algunos años bastarán —dijo
el viento.
Los árboles hablaron:
—Podemos extender nuestras
raíces, penetrar cimientos, levantar pisos.
Los loros hablaron:
—Podemos hacer nidos en
las canaletas del techo, las goteras volverán.
Los camoatíes hablaron:
—Haremos nuevos panales
en la chimenea, te ahumarás otra vez.
Los gatos hablaron:
—Marcaremos la pintura,
rasgaremos las paredes, los mosquiteros.
La tormenta habló:
—Partiré los cristales.
Los perros callaban.
El rayo habló:
—Puedo destruirte.
Se oyeron panderetas y cascabeles.
—NOO —un coro se alzó.
—¿Quién es? —preguntó el
viento.
La casa cesó en su lamento.
—Moradores de la Tierra
—a coro nuevamente. Aparecieron festivos. Detrás de cada árbol sus
caras redondas. Viejas y nuevas caras.
La casa habló:
—Han vuelto.
—No podíamos irnos, no pudimos
dejarte, somos tus duendes. La gente pequeña.
Los viejos volveremos a
habitar tus rincones. Los nuevos te llenarán de pisadas, mancharan
tus paredes.
—Mis duendes y gnomos —la
casa, casi rió.
—Traemos oro en los bolsillos.
Nuevas magias haremos.
—Gracias viento —dijo la
casa y este partió. Los árboles se movieron.
En un último sollozo la
casa agradeció a todos antes de enmudecer.
—Nuevas gentes llegarán,
otras pisadas me marcarán, otras imágenes tapizarán mis paredes. Ya
volverán mis arrugas. Ya la lluvia volverá a humedecer mis pisos.
En el verano la sequía me partirá. Tengo mis árboles. Tengo
mis duendes —y calló.
En ese instante los perros
comenzaron sus ladridos. El viejo molino volvió a girar y el viejo
laurel floreció. Sólo las estrellas fueron testigos. Las pocas que
se veían.
Tanta luz.
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ILUSTRACIÓN:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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