
Cometa
Pedro M.
Martínez
Hacía
siete años ya que no veía. Una
enfermedad degenerativa, dijeron. En poco tiempo, se sumergió en la
más completa oscuridad. Después del primer impacto, después de varios
meses sin poder hacer casi nada, intentó volver a vivir. Aprendió
a moverse por la casa; bajaba ya algunas veces a un parque cercano
o leía, en aquellas hojas perforadas, novelas que ahora le entraban
por los dedos.
Pero,
sobre todo, ejercitaba su memoria todos los días, para no olvidar
los colores, la luz amarilla del amanecer, las caras de sus padres,
el cuerpo de alguna amiga que ya no volvió o el viejo retrato de la
abuela a la entrada del pasillo.
En estos
siete años, había olvidado ya muchas de estas imágenes: una tarde
no consiguió acordarse de la cara de su madre, otro día se llevó la
de Laura, perdida en algún recoveco del tiempo; ayer mismo, cuando
iba hacia su cuarto, se le extravió la abuela. La verdad es que llevaba
ya mucho tiempo perdida en el recuerdo y, seguramente, no fue la ceguera
la culpable del abandono.
Aquella
noche esperaba al Cometa Halley sentado en la terraza. Su abuela,
la definitivamente muerta, le contó de pequeño cómo a primeros de
siglo había pasado arrasando por el Madrid de entonces: suicidios,
ricos que dilapidaban sus fortunas, confesiones de última hora ante
el terror del fin del mundo; para muchos, en fin, el Juicio Final,
el castigo de los pecados. Ahora era distinto con los avances de la
ciencia, una ciencia que predecía las parábolas de los astros y, en
cambio, no podía curar sus ojos muertos: los anuncios salpicaban la
retransmisión en directo de la SER, del momento en que la bola
luminosa y distante estaría más cerca de la Tierra. Apretó los ojos
con rabia al escuchar las voces de los que describían imágenes de
potentes telescopios y, entonces, apareció el infinito: cientos de
estrellas destellaron dentro de sus oscurecidas córneas; giró las
pupilas y ¡allí estaba!, la bola luminosa de sucio hielo, como un
enorme espermatozoide que desde el lejano infinito viniera a dar nueva
vida.
Cuando
abrió los ojos, las estrellas se habían apagado y las pupilas le dolían.
Allí, delante de él, se extendía la oscuridad enferma y estéril de
siempre. Se sintió confundido, pero alegre: tenía una imagen suya
que recordar, algo que había surgido desde... ¿dónde?; se sintió
andando por el estrecho pasillo y, desde la negrura, surgió otra vez
la cara de su abuela, sonriente dentro del viejo marco de plata.
Muchos años después, cuando ya había olvidado casi todo, apretaba
los ojos y veía el cometa y las estrellas y, después, la sonrisa
de la única que no quiso, o no pudo, abandonarle nunca.
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PEDRO M. MARTÍNEZ CORADA,
es escritor y fotógrafo. Ha publicado el libro
de relatos
Nunca llueve sobre el Sáhara (Ed. Lápizcero, 2008).
Este
relato fue publicado originalmente en un fanzine madrileño
en el año 1992.
ILUSTRACIÓN ARTÍCULO:
It's Raining Comets (Eta Corvi), By NASA/JPL-Caltech [Public
domain], via Wikimedia Commons.

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