Índice Cuentalia (4)

Página principal

Música en Margen Cero

Poesía

Pintura y arte digital

Fotografía

Artículos y reportajes

Almiar, en Facebook

Twitteando

¿Cómo publicar en Margen Cero?





Cejas rotas
__________
Rubén Gracia

EStaba anocheciendo cuando me fijé en una mujer. Un día cualquiera, una mujer cualquiera. Era joven y de rostro arrugado. Intenté calcular una edad, una fecha de nacimiento, una referencia aproximada.

Llevaba mechas. Iba con una niña pequeña, su hija. Un ser diminuto que hablaba y hablaba. Y la madre asentía. Y escuchaba. Escuchaba... Y me dije: «¡Qué diantre!, necesito tomarme una quina». Lo curioso de todo esto es que hace más de veinte años que no tomo esta bebida.

Entonces, fui a una tienda de chinos, y le pregunté si tenía quina. El dependiente me contestó preguntándome que qué marca y le aclaré que Santa Catalina. De hecho, no conocía ninguna otra. Me informó de que hacía por lo menos veinte años que esa marca no se comercializaba. Quise saber qué otra marca me podía vender. Me contestó que ninguna, que la tarde anterior un tipo de aspecto estrafalario se había llevado la única que le quedaba.

—¿Estrafalario desde una perspectiva oriental u ordinaria?

—Estrafalario —fue su lacónica respuesta.

No soy de los que se amilanan con facilidad, así es que insistí en saber si conocía algún otro sitio donde pudiese adquirir tal producto. Me preguntó si aquí o en la China. No dejó de asombrarme la cuestión, más que nada porque no logré atisbar un átomo de ironía en la cara del chino.

—Preferentemente por aquí, pero si la hubiera en China, no me importaría desplazarme.

Sus ojos me miraban fríos, escrutadores. Desafiantes. Me acerqué todavía más, ambos teníamos la misma altura; y yo, las cejas rotas.

—Quiero una respuesta y la quiero ya. ¿Entiendes?, chino.

Comprobó que hablaba en serio y me facilitó una dirección. Era un domicilio particular, debía llamar al telefonillo tres veces seguidas esperar una voz y en ese momento referirles la siguiente contraseña: «ningún niño sin saber nadar».

El lugar estaba distanciado, en otra provincia, así es que puse en marcha la furgoneta y me dirigí hacia allá canturreando una y otra vez la contraseña. Un factor importante había pasado por alto. Era viernes y principio de puente, por lo que, para mi mala fortuna, me vi envuelto en lo que los estudiosos denominan «operación salida principio de puente», que no es otra cosa que un atasco monumental en las principales carreteras de acceso y salida de las ciudades, debido a que todos elegimos las mismas fechas para desplazarnos, aunque tal cosa signifique dedicar horas y horas a recorrer unos pocos kilómetros encerrados en un vehículo.

Flaqueaba la paciencia. Investigué por la guantera. Encontré una lata de berberechos. Continué con la investigación a ver si encontraba un utensilio para poder abrirla. A mi lado, una pareja en un descapotable. Sonreían dichosos. La típica pareja que se permite sonreír dichosa cuando montan en descapotable por los atascos. Les pedí un abrelatas, si es que llevaban alguno a mano. Lo sentían mucho pero que estaba junto al equipaje, y, éste, en el maletero. Seguí inspeccionando la lata por ver si me ofrecía alguna pista. Más que una pista, fue la solución.

En la parte posterior iba adosada una anilla que tirando de ella separaba la tapa. Entonces comenzó el proceso de masticación e ingestión de berberechos, no sin antes pedir perdón a todos y cada uno de ellos.

Estaba dando buena cuenta del último cuando un providencial desvío se mostró a pocos metros. No tuve la precaución de reparar en la dirección que indicaba el cartel de salida, de modo que me hallé en un barrio de las afueras, ignoto y solitario. Debía preguntar a alguien dónde me encontraba exactamente, por lo que recorrí la zona con lentitud. No había ni dios. Pensé: «¿Qué es lo que pasa aquí? ¿será esto el infierno?».

No, desde luego, el infierno no era. Por lo menos, el concepto que tenemos de cómo puede ser. Era un barrio muy tranquilo y apacible.

Encontré un viejillo que paseaba con su perro, también anciano.

—Buenas noches, jefe. ¿Sabe usted dónde estamos?

—Yo, en fase terminal, expelió —no podría asegurar si—, con cierta amargura en la voz.

Me dejó atónito. Le vine a decir las mismas estupideces que se le ocurre a todo el mundo ante lo evidente. Que si: «Vamos, vamos», «No será para tanto», «Si está hecho un chaval», «No le quedan años...».

—Tengo el sida —concluyó determinante.

—¿Lo sabe él? —el perro parecía distraído.

—Creo que algo se huele. Estos bichos son más inteligentes de lo que parecen.

Sentí compasión por el animal. Pronto se quedaría sin un amigo y es hasta posible que él mismo muriese de pena. Me vino a la memoria una ocasión en que tuve que invitar a un matrimonio, amigos de la familia, miembro de un comité de empresa él, dedicada a sus labores ella, para enseñarles las cintas de video con mi operación de menisco. Llamémoslo ley de compensación. Respondía a un plan de venganza perfectamente calculado. Una tarde, que tuve que soportar la grabación de su boda.

Lo cierto es que la película sólo es interesante durante el primer minuto, siempre y cuando se esté en posesión de ciertas inquietudes de carácter clínico. Pero, cuando transcurren diez minutos, y lo único que aparece en la pantalla es una imagen en blanco y negro, donde una especie de broca, que suelta aire a presión, va pulverizando ese cartílago, entonces, se apodera de uno un sopor indescriptible. Francamente es aburrido.

Terminó la de la rodilla derecha y me disponía a introducir la de la izquierda cuando observé un mohín de disgusto por parte de ella. Convenimos en que más adelante, con más tranquilidad, como se suele decir, veríamos la otra parte.

Traté varias veces de concretar la fecha, pero fueron siempre excusas. Nunca entendí como una pareja tan anodina pudiese contraer tantos compromisos sociales. ¿De dónde sacaban tiempo para dedicárselo a ellos?

Más bien lo que ocurría es que ninguno de los dos tenía los arrestos suficientes para afrontar su estrepitoso fracaso matrimonial. Aún así, se trataba de un asunto que no me importaba. Allá cada cual con sus tribulaciones.

En fin, puede que algún día llegue a descubrir exactamente dónde me encuentro. Espero que no sea en fase terminal. Aunque visto de otra manera, quizás ese día pueda tomarme una quina, sentarme con un perro viejo a ver la operación de menisco y prepararme para el infierno.



CONTACTAR CON EL AUTOR:
delaclasse[at]terra.es



ILUSTRACIÓN RELATO
: Fotografía por Pedro M. Martínez ©




REVISTA ALMIAR - MARGEN CERO™ (2003) - Aviso legal