Cejas rotas
__________
Rubén Gracia
EStaba anocheciendo
cuando me fijé en una mujer. Un día cualquiera, una mujer cualquiera.
Era joven y de rostro arrugado. Intenté calcular una edad, una fecha
de nacimiento, una referencia aproximada.
Llevaba mechas. Iba con
una niña pequeña, su hija. Un ser diminuto que hablaba y hablaba.
Y la madre asentía. Y escuchaba. Escuchaba... Y me dije: «¡Qué diantre!,
necesito tomarme una quina». Lo curioso de todo esto es que hace más
de veinte años que no tomo esta bebida.
Entonces, fui a una tienda
de chinos, y le pregunté si tenía quina. El dependiente me contestó
preguntándome que qué marca y le aclaré que Santa Catalina. De hecho,
no conocía ninguna otra. Me informó de que hacía por lo menos veinte
años que esa marca no se comercializaba. Quise saber qué otra marca
me podía vender. Me contestó que ninguna, que la tarde anterior un
tipo de aspecto estrafalario se había llevado la única que le quedaba.
—¿Estrafalario desde
una perspectiva oriental u ordinaria?
—Estrafalario —fue su
lacónica respuesta.
No soy de los que se
amilanan con facilidad, así es que insistí en saber si conocía algún
otro sitio donde pudiese adquirir tal producto. Me preguntó si aquí
o en la China. No dejó de asombrarme la cuestión, más que nada porque
no logré atisbar un átomo de ironía en la cara del chino.
—Preferentemente por
aquí, pero si la hubiera en China, no me importaría desplazarme.
Sus ojos me miraban fríos,
escrutadores. Desafiantes. Me acerqué todavía más, ambos teníamos
la misma altura; y yo, las cejas rotas.
—Quiero una respuesta
y la quiero ya. ¿Entiendes?, chino.
Comprobó que hablaba
en serio y me facilitó una dirección. Era un domicilio particular,
debía llamar al telefonillo tres veces seguidas esperar una voz y
en ese momento referirles la siguiente contraseña: «ningún niño sin
saber nadar».
El lugar estaba distanciado,
en otra provincia, así es que puse en marcha la furgoneta y me dirigí
hacia allá canturreando una y otra vez la contraseña. Un factor importante
había pasado por alto. Era viernes y principio de puente, por lo que,
para mi mala fortuna, me vi envuelto en lo que los estudiosos denominan
«operación salida principio de puente», que no es otra cosa que un
atasco monumental en las principales carreteras de acceso y salida
de las ciudades, debido a que todos elegimos las mismas fechas para
desplazarnos, aunque tal cosa signifique dedicar horas y horas a recorrer
unos pocos kilómetros encerrados en un vehículo.
Flaqueaba la paciencia.
Investigué por la guantera. Encontré una lata de berberechos. Continué
con la investigación a ver si encontraba un utensilio para poder abrirla.
A mi lado, una pareja en un descapotable. Sonreían dichosos. La típica
pareja que se permite sonreír dichosa cuando montan en descapotable
por los atascos. Les pedí un abrelatas, si es que llevaban alguno
a mano. Lo sentían mucho pero que estaba junto al equipaje, y, éste,
en el maletero. Seguí inspeccionando la lata por ver si me ofrecía
alguna pista. Más que una pista, fue la solución.
En la parte posterior
iba adosada una anilla que tirando de ella separaba la tapa. Entonces
comenzó el proceso de masticación e ingestión de berberechos, no sin
antes pedir perdón a todos y cada uno de ellos.
Estaba dando buena cuenta del último cuando un
providencial desvío se mostró a pocos metros. No tuve la precaución
de reparar en la dirección que indicaba el cartel de salida, de modo
que me hallé en un barrio de las afueras, ignoto y solitario. Debía
preguntar a alguien dónde me encontraba exactamente, por lo que recorrí
la zona con lentitud. No había ni dios. Pensé: «¿Qué es lo que pasa
aquí? ¿será esto el infierno?».
No, desde luego, el infierno no era. Por lo menos, el concepto que
tenemos de cómo puede ser. Era un barrio muy tranquilo y apacible.
Encontré un viejillo que paseaba con su perro, también anciano.
—Buenas noches, jefe. ¿Sabe usted dónde estamos?
—Yo, en fase terminal, expelió —no podría asegurar si—, con cierta
amargura en la voz.
Me dejó atónito. Le vine a decir las mismas estupideces
que se le ocurre a todo el mundo ante lo evidente. Que si: «Vamos,
vamos», «No será para tanto», «Si está hecho un chaval», «No le quedan
años...».
—Tengo el sida —concluyó determinante.
—¿Lo sabe él? —el perro parecía distraído.
—Creo que algo se huele. Estos bichos son más inteligentes de lo que
parecen.
Sentí compasión por el animal. Pronto se quedaría sin un amigo y es
hasta posible que él mismo muriese de pena. Me vino a la memoria una
ocasión en que tuve que invitar a un matrimonio, amigos de la familia,
miembro de un comité de empresa él, dedicada a sus labores ella, para
enseñarles las cintas de video con mi operación de menisco. Llamémoslo
ley de compensación. Respondía a un plan de venganza perfectamente
calculado. Una tarde, que tuve que soportar la grabación de su boda.
Lo cierto es que la película sólo es interesante durante el primer
minuto, siempre y cuando se esté en posesión de ciertas inquietudes
de carácter clínico. Pero, cuando transcurren diez minutos, y lo único
que aparece en la pantalla es una imagen en blanco y negro, donde
una especie de broca, que suelta aire a presión, va pulverizando ese
cartílago, entonces, se apodera de uno un sopor indescriptible. Francamente
es aburrido.
Terminó la de la rodilla derecha y me disponía a introducir la de
la izquierda cuando observé un mohín de disgusto por parte de ella.
Convenimos en que más adelante, con más tranquilidad, como se suele
decir, veríamos la otra parte.
Traté varias veces de concretar la fecha, pero fueron siempre excusas.
Nunca entendí como una pareja tan anodina pudiese contraer tantos
compromisos sociales. ¿De dónde sacaban tiempo para dedicárselo a
ellos?
Más bien lo que ocurría es que ninguno de los dos tenía los arrestos
suficientes para afrontar su estrepitoso fracaso matrimonial. Aún
así, se trataba de un asunto que no me importaba. Allá cada cual con
sus tribulaciones.
En fin, puede que algún día llegue a descubrir exactamente dónde me
encuentro. Espero que no sea en fase terminal. Aunque visto de otra
manera, quizás ese día pueda tomarme una quina, sentarme con un perro
viejo a ver la operación de menisco y prepararme para el infierno.
CONTACTAR CON EL AUTOR:
delaclasse[at]terra.es
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
|