Las vías del
Edén
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Ana Cecilia del Río
Julio tomó de la mano a su
pequeño hijo, mientras caminaban paralelos, a la estación de
trenes. El niño parecía hostigado por el sufrimiento de su padre;
con el cabello cayendo, entre el verde de sus ojos, de un rostro perfecto.
Ambas siluetas se perdían en el recuerdo de Sara; madre y esposa,
que había partido un mes atrás. El sol apremiaba sus pieles, dentro
y fuera de la angustia; a lo lejos, el silbido del viento, traía la
humareda de una locomotora. Julio se detuvo taciturno, bajo el hastío
de su cuerpo, cansado de luchar; a la vez que el niño, tomado de la
mano, preguntaba:
—¿Y mamá, cuándo
vendrá?
—No creo que por ahora, Joaquín; está lejos, en otro lugar.
—Pero ella me dijo que nunca se iría sin mí.
—Sí, eso decía siempre; pero parece que no pudo llevarte ahora —el
niño fijó su mirada en el inmenso tren, que devoraba al cielo con
su andar; después, se amarró más fuerte del brazo de su padre, insistiendo:
—Pero ni siquiera me escribió una carta papá.
—No, no ha escrito aún; quizás podamos visitarla pronto —la idea del
reencuentro iluminó la cara del pequeño, quien tironeando de la ropa,
acarreó a Julio, hacia un banco.
—¿Entonces, cuándo
la veremos?
—No lo sé, Joaquín; después; mañana... —el niño agachó la cabeza,
hasta el fondo de sus pies; mientras los vagones lo aturdían con la
marcha. Después, padre e hijo cruzaron las vías, del Edén, tomados
de la mano.
La mañana despertó el rostro inquieto de Sara. Hoy es el día exclamó,
con la mirada perdida en el ayer. Y con su figura diminuta, partió
hacia el cementerio; Julio y Joaquín, cumplían hoy un mes, de aquel
fatal accidente ferroviario.
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anaopera[at]hotmail.com
* ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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