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La flor azteca
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MARÍA M. GONZÁLEZ BOUREL


Y ella, al fin de cuentas, ¿por qué tenía que seguirlo a todas partes?

Había atado el nudo de su saya al manto del príncipe, por consejos del viejo, porque a su pueblo le convenía la alianza con los de Tlaxcala, pero ni el collar de rubíes ni el abanico de plumas de quetzal que el esposo le regalara el día de la boda podían haber enfriado el abrazo de Netzahualcoyotl.

Recordaba los paseos por el Tamoanchán, bajo las lunas rosas a orillas del lago, en el lugar florido. Había despertado a la reflexión, al cuestionamiento de la vida y al amor. Juntos habían tratado de capturar el instante fugitivo y la risa que no vuelve y habían intentado permanecer, aún con la convicción de que todo desafío era inútil.

Metzalche tocó sus labios y miró el cuenco vacío. Los besos de su primo todavía le quemaban la boca como el licor de sueños que acababa de beber. Miró las antorchas que crepitaban sobre los muros del teocalli. En la mesa de jade descansaba el cuerpo de su marido. Una máscara de oro le cubría el rostro. Los insondables ojos de la muerte la miraban a través de las esmeraldas que engarzara el maestro del arte lapidario: pulseras, diademas, orejeras de plumas de colibrí adornaban los despojos del hombre más sanguinario de Tlaxcala.

La esposa, sepultada con el que bien merecía estar muerto, miró por las pequeñas ventanas y pensó que era la hora del crepúsculo. Muy pronto se celebrarían los últimos ritos de los funerales del rey.

¿Qué flecha inteligente había terminado con el mayor de los verdugos de México, con el propiciador de las guerras floridas, de esas guerras que, irónicamente, se iniciaran con cada primavera para segar y aplastar todas las flores?

Ella le había preguntado al otro en el Tamoanchán, si regresarían con las flores y no le sorprendió que el de Texcoco permaneciera en silencio. Sólo ante su insistencia, le había respondido que las cosas no se repiten jamás de la misma manera, pues no había nada idéntico a sí mismo. Tenía razón: ese maravilloso instante que acabara con la vida del príncipe de Tlaxcala era irrepetible. ¿En qué flor podría brotar y retornar, si a todas las había deshojado sin piedad?

A lo lejos oyó los tambores: las exequias llegaban a su culminación. Metzalche se acercó a la mesa funeraria, se recostó al lado del cuerpo yacente, cerró los ojos y durmió hasta morir.

Alguien dijo que en el altar de las flores que regresan la pira había ardido con un solo corazón. No fue el Sumo Sacerdote, quien juró guardar el secreto, sino el Médico Real, que al visitar a la hermana de la reina en Texcoco, le contó la verdad.

Mientras caminaban juntos por los alrededores del palacio, descubrieron con alegría, pero sin asombro, que el jardín de Netzahualcoyotl se había encendido de capullos rojos.


II

Casi no se sorprendió cuando le dieron la noticia en la Casa del Canto. Los maestros plumarios y los músicos mexicanos habían preparado cuidadosamente la embestida. Les fastidiaba su mirada lejana, su sonrisa desdeñosa. El era un rey. ¿Qué hacía entre los artistas? Sus versos eran demasiado sombríos para azuzar a la fiera oculta en cada guerrero.


Como caudillo les resultaba glacial. Había recibido el cetro por herencia obligada a la muerte del tío, pero nadie ignoraba que se evadía de los asuntos de estado, que se había rodeado de un grupo de principales para liberarse del poder, pues le pesaba como una gruesa cadena que lo sujetaba al mundo. ¿Quién se creía que era? Ansias de eternidad…, nostalgias de paraíso… ¡Tonterías! Se necesitaban poemas nuevos para los rituales. El pueblo se aburría de los viejos versos. Había que impresionarlo, enardecerlo para la guerra y, al mismo tiempo, agradar a los dioses con himnos que los adularan.

Se había hablado mucho de los cantos secretos de Netzahualcoyotl. ¿A quién encubría bajo el nombre de Xochiquétzal, la diosa de las flores y del amor? ¿Acaso a la prima? Todo el Anahuac conocía su pasión por aquella mujer, a quien el viejo zorro había vendido al enemigo para demorar la guerra y conservar el mando, que peligraba con la unión oficial de la hija y el sobrino Era necesario además conjurar el peligro tlaxcalteca, desviarlo hacia la ciudad imperial. Con aquella boda arreglada fortalecía su poder y debilitaba a los pueblos rivales. Texcoco dormía una paz engañosa que aplastaba a los guerreros y sumía a los sacerdotes en un estado de indolencia que a nadie le convenía. Cualquiera podía ser elegido como víctima propiciatoria ante la carencia de prisioneros. Había que terminar de una vez con aquella paz mentirosa. Afortunadamente, en Tlaxcala habían descubierto, al fin, los amores prohibidos. No en vano los correos mexicanos pintaban la silueta de los primos amándose a la luz de las estrellas bajo el árbol florido. Ya no existía el viejo zorro y Netzahualcoyotl se desentendía del poder.

Los poetas espías habían aprendido de memoria los cantos de la diosa que escondían a una mujer de carne y hueso, prima del autor y esposa del jaguar de Tlaxcala, que tragaba hiel y escupía sangre hacia todas partes. La guerra se extendía, se prolongaba, invertía su dirección en el vértigo de vientos encontrados. Ambas ciudades palidecían anémicas, mientras Tenochtitlán se nutría con la debilidad de las dos.

La muerte del jefe tlaxcalteca había sido providencial ¿Qué había hecho Netzahualcoyotl para impedir la masacre? ¿Qué, para evitar la unión imposible del jaguar de Tlaxcala y la rosa de Texcoco? Manos amigas, fuertes como murallas protegían a su pueblo, pero a ella la había abandonado a su destino. Le había pesado siempre su futuro de rey. Era algo que estaba ahí, en acecho, una responsabilidad que no podía eludir, pero, mientras le fuera posible evadirse, le daría la espalda, pues esa realidad lo abrumaba y oscurecía sus sueños. Sin embargo, ella lo había elegido entre todos y, aunque conocía su debilidad desafiaba el riesgo, la muerte para estar con él. Y ahora, ¿por qué no había corrido a Tlaxcala? Delegar…, delegar siempre. Sabía que sus embajadores no llegarían a tiempo, que Metzalche no podría escapar a su destino. Había entretenido con escaramuzas al príncipe, mientras vivía, para que no tomara represalias contra la esposa infiel, pero, muerto aquél, no podría salvarla del ceremonial sanguinario de los sacerdotes. Metzalche ingresaría en la región de las sombras. El tlaxcalteca se la había llevado al fin.


Salió de la Casa del Canto con la mirada perdida. Sabía que los otros lo observaban y se sentía derrotado por primera vez. Ni un solo verso había nacido de su boca, abismado en lo más hondo de su pena… La muerte de Metzalche arrastraba consigo todas las otras muertes anónimas de un pueblo al que miraba con ojos de viajero extrañado. Se sentía culpable.

El peso de la culpa retardaba sus pasos y sabía que esa sensación no iba a dejarlo, que lo acompañaría siempre, porque ella se había marchado al país de la niebla y de la lluvia, antes de que se durmiera el sol. ¿Con quién podría hablar ahora? A falta de amigo varón que compartiera sus sueños de poeta aceptaba la compañía de aquella niña que huía de las cocinas y lo seguía a todas partes como si fuera su ynahual. La había iniciado en las artes prohibidas de los ideogramas, reservadas a los sacerdotes y a los hombres de alcurnia.

Con cada palabra descubrían juntos el Tamoanchán, el edén íntimo, en el corazón de la floresta, allí donde llegaba ahora solo. Buscó en los huecos de los troncos y entre las raíces de los árboles sabios las láminas pintadas. Entre los dos habían plegado cuidadosamente los rollos de corteza, que guardarían celosamente las experiencias de aquella pasión desbordante. La curiosidad insaciable de ella arrasaba con todo, su rebeldía hacia las convenciones la hacía trascender los límites de su sexo y su realidad de mujer azteca. Eran aquellos versos cómplices —las bellas flores— de sus juegos de amor, que encendían los cuerpos adolescentes hasta incinerarlos. Entonces se liberaba el alma, una sola, común, compartida, el deseo de proyectar el propio bien, de transmitir esa felicidad que los ahogaba, que los desbordaba. ¿Cómo volver a los ritos siniestros después de esa comunión, que los lanzaba fuera de ese tiempo y de ese espacio hacia un momento y una dimensión que intuían como eternidad? Y los razonamientos de ella y sus preguntas: «Si el ciclo de las flores se repite, ¿por qué no tú, por qué no yo, nosotros?». Había que desengañarla: ella y él participaban de una circunstancia concreta, ocupaban un sitio en un instante preciso donde la ley era la muerte…, era sólo un momento, aquí. Pero ese momento había que apresarlo para que no se escamoteara, para que no transcurriera. Y corrían hacia el lago y nadaban hasta quedar exhaustos y luego se tendían de cara al cielo en la orilla, hasta que el ciclo de los cuerpos y el alma se repitiera una y otra vez. Era el Tamoanchán inmanente, creado por ellos dos, para ellos dos, donde nada cabía fuera del tú y el yo que los lanzaba hacia el Uno, por encima de los negros sacerdotes y su olor a muerte, en las noches de lunas rosas —no rojas de crepúsculo— sino rosas de sol, de flor y de amaneceres.

Netzahualcoyotl sonrió desde su tristeza definitiva. ¿Y si el tlaxcalteca no se la hubiera llevado? En la Casa del Canto corrían extraños rumores. La fortuna de aquel secreto había sido su revelación y la noticia había trascendido, pese al silencio de los sacerdotes: el corazón de la reina no había ardido con el de su marido. ¿Quién lo había robado? ¿Tenía espías-médicos Netzahualcoyotl?

Miró a su alrededor. Todo el bosque y su jardín habían florecido en pleno invierno. Un colibrí libaba néctar de rama en rama. Ella ya era libre y desde el Tamoanchán venía a visitarlo a él, prisionero de su cuerpo, de sus deberes y de su cobardía.


III

Tendrá que esperar el soplo de los siglos, el polvo del desierto. Verá a los jinetes del cielo sobre los gigantes del mar. Sabrá que no son dioses ni monstruos del océano. Renovarán la arena de su tiempo remolinos de sangre. Será destruido su orbe. Levantarán brazos de príncipe una ciudad para otra raza. Percibirá un olor para la muerte que no es el de los sacrificios. Dormirá. Lo despertarán los estruendos, los cascos de las bellas bestias que arrasan sus jardines. Se hundirá poco a poco en el fango y el olvido. Comprenderá el secreto de la rueda. Sentirá rodar sobre sí la vida de los otros. Rodará. De tarde en tarde se abrirán sus ojos cuando la tierra se estremezca. Descubrirá, a lo lejos, cabildos, monasterios, palacios, ranchos, mercados, pelucas, batallas, bailes, sombreros, miriñaques, guitarras, abanicos, uniformes, rejas, ganado, alambrados, rascacielos, autos y aviones. Se volverá a dormir y a despertar. Otros poetas pronunciarán su nombre.

Tendrá que esperar las ráfagas y los torbellinos del tiempo para que tú, desde la distancia, sientas un placer inexplicable al leer esos cantos, que no te son ajenos, descubras el brazo del lago que te arroje a la isleta, conozcas a los suecos, fatigues al Director del Museo, animes a los estudiantes, asoles el Municipio con solicitudes y consigas, por fin, que encuentren el expediente y se reanuden las excavaciones que te enfrentarán con un pasado que presientes.


IV

No sé, mujer por qué me miras con esos ojos tan fascinados. Hoy has venido sola a dibujar hormigas sobre tu rollo de huun con tapas negras y anillos de plata. No comprendo qué pretendes de mí, das vueltas a mi alrededor todas las tardes con ese grupo de jóvenes que siempre te acompañan. Me divierten sus voces y sus risas y estoy acostumbrándome a esa visita bulliciosa que me despierta y me rescata del tedio de los siglos.

«Los chicos se fueron a explorar el bosquecillo: no toleran la arena que vuela por los terraplenes cuando sopla el viento. Mejor, así puedo mirar todo con detenimiento. Ay, cómo se han reído de mí esta mañana en la agencia! Javier dice que venir aquí es perder el tiempo, que a nadie le interesan estas ruinas y ha sido un error continuar con las excavaciones. Según él se trata de un teocalli menor. Sin embargo, a los estudiantes del museo les agrada, sólo que el viento no se resiste arriba, pero no hay tantos turistas como en los grandes templos y pueden curiosear a su antojo sin que nadie les llame la atención, Si no fuera por las ráfagas de arena sería un lugar perfecto».

Es que lo ha sido, bella niña de los ojos de almendras, pero ya no lo recuerdas. Perdona, es que a veces te confundo con alguien a quien mucho amé. Cuando acaricias mis párpados y me haces cosquillas en la nariz, creo que estoy vivo y que camino a tu lado por los bosques en flor. Claro, es sólo una ilusión que pasa como todas las cosas…¿Tu nombre es Meche?


«Ay, me están llamando los suecos de nuevo…¡Qué querrán ahora? Julia y Javier tendrían que verlos ahora y no podrán decir que soy la única interesada. Éstos están tomando fotos desde hace un mes e invadieron el Municipio hasta que se reanudaron los trabajos. No, no eran ellos, el viento los corrió. No iba a avisarles que podían guarecerse detrás de las graderías, se cansan de escalar con este azote… Es curiosa la cariátide, no parece un ídolo…, la boca es distinta con esa sonrisa tan triste…, ¿habría dioses menos crueles? Voy a tener que informarme más… Es una suerte que los suecos hablen poco español».

¿En qué lengua hablaban los hombres de pelo de maíz que te acompañaban con los soles bajos? No comprendí lo que decían, aunque en esta larga vigilia he aprendido a distinguir las voces de los rostros claros. He sentido celos, casi no me mirabas…, hablabas, hablas tanto, mujer, ¿Meche… Mercedes? ¡Cómo te gustan las palabras! ¡Cuántas mentiras dices a veces, fabuladora! Inventas…, inventas y me haces sonreír con tus historias y tu versión apócrifa de México.

«Creo que les he dicho cualquier cosa para salir del paso ¿Qué se busquen otra guía si no me entendieron! Con lo difícil que es traducir estos nombres a otro idioma. El viento es feroz, voy a tener que irme…».

¿Ya te vas? No, quédate , no me dejes tan solo, saca la lupa de tu maletín, mira con atención esos dibujos del borde de la estela, seguramente no habías reparado en ellos. ¿Te interesan, claro que sí, es el antiguo juego de pelota…Ya sé que tus chiquillos se entretienen con algo parecido, cuando se aburren de mirarme. Pero en mi tiempo las reglas eran otras, muy duras… ¿Las recuerdas?

«Pero estos bajorrelieves… Es como si ya los conociera ¿Cómo puede ser si la base de la cariátide estuvo enterrada hasta ayer. No sé… Los chicos se habrán ido a refrescar al lago, hoy hace demasiado calor para jugar al fútbol. ¿Cuándo vean esto! Y los de la agencia no lo van a creer…, sobre todo Julia, que anda diciendo que tengo alma de princesa azteca».

Eres tan parecida…si pudiera atrapar tus caricias, tus miradas de asombro. Estoy tan solo…, tan aburrido, semienterrado en este silencio de arena, en esta nada, entre las deplorables ruinas de mi antiguo esplendor. Tan pesado e inmóvil, Meche, que no quisiera fastidiarte con mi sentimentalismo de viejo, pero voy a decirte todo: tú has venido a entibiar el frío de este páramo y a refrescar el incendio de mis mediodías. Ahora es tiempo de flores otra vez.

«Es sorprendente que crezcan aquí con la remoción del terreno… Alguna semilla perdida que arrastró el viento desde el bosque… Qué lugar tan misterioso…».

Voy a confesártelo, aunque me arriesgo a perderte, tal vez te asuste y no vuelvas nunca más, pero no puedo esconder este secreto que nos pertenece a ambos. Voy a romper el mito que tú has creado al elevarme a la jerarquía de los dioses, porque no lo soy.

«¿Y si se tratase de un hombre, de un rey, si no fuera un templo sino un palacio? No hemos encontrado piedras de sacrificio, habrá que seguir excavando…, podría ser la casa de un jefe azteca…En fin, cómo silba el viento, empieza a llover…».


Tal vez no vuelvas después de esta confesión, pero eres parte de la historia de un desencuentro. Cuando el tiempo se distrae, a veces, se producen los contactos…Debes saber que esta cariátide nada tiene que ver con tu estatuilla, con esa falsa réplica que sostienes entre las manos. Esta cariátide que te habla con la voz del viento, es simplemente mi imagen, la imagen de un hombre que fue rey y poeta: a quien tu amaste apasionadamente, Mercedes; al que sólo recuerdas en la tenacidad y en la sinrazón de tu obstinada búsqueda, Meche; a quien rescatarás desde tu tiempo con la absurda reiteración de tus actos fallidos, querida Metzalche.




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* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©