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Un día en París
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Carmen Romeu


Todo se complicó aquel martes en el que Pepe se tuvo que marchar a París para acudir a una reunión de trabajo.

Me levanté temprano y fui metiendo en la maleta su ropa de vestir, la muda, el cepillo de dientes, la espuma de afeitar..., procuraba que no le faltara de nada. Él se despertó como de costumbre, con el tiempo justo para tomar el desayuno y salir corriendo hacia el aeropuerto.

—Adiós cariño. Llama nada más llegar para que yo sepa que todo ha ido bien.

Un ronquido salió de su garganta dándome a entender que me había escuchado y que estaba de acuerdo.

El resto de la mañana lo empleé en llevar a los niños al colegio, arreglar la casa y preparar la comida. Fue al ir a cortar los filetes cuando me di cuenta de que los cuchillos no estaban lo suficientemente afilados. Pensé aprovechar que Pepe estaba de viaje, para acercarme al mercado de Ventas, que aunque se encuentra lejos de casa, hay un afilador que los deja como nuevos.

Eran las cinco y diez cuando me dirigí al mercado. El cielo estaba oscuro y caía sobre Madrid una lluvia persistente. Me encontraba con el carro de la compra en una mano y el paraguas desplegado en la otra cuando, de repente, vi a Pepe con Maripaz, la vecina del segundo derecha. Los vi de lejos, al principio pensé que serían otros, de esos que se parecen mucho, pero luego me di cuenta de que eran realmente ellos y que salían de un edificio. «Hotel Galo» ponía en la puerta con letras de anuncio. Nada más salir se acercaron a una cabina de teléfonos. Ella se quedó en la puerta y él introdujo unas monedas. En ése instante comenzó a sonar mi móvil.

—Hola, soy yo —escuché decir a Pepe—. Ya estoy en París. Aquí hace un tiempo excelente y el sol pega con fuerza.

—Ya —contesté desconcertada—. ¿Y la reunión? ¿Cuándo es?

—Ahora mismo. Te dejo porque me está esperando Sebastián para entrar. Un beso.

—¿Cuándo vuelves?

—Dentro de tres días; el viernes —dijo precipitadamente.

—Adiós —musité mientras veía cómo Pepe cogía por el brazo a Maripaz y la atraía hacia sí dándole un beso en las boca.

De pronto me sentí desconcertada, pues no comprendía de qué forma me había trasladado a París, y porqué me encontraba en el centro de la ciudad con el carro de la compra en una mano y un paraguas desplegado en la otra, mientras un sol persistente caía con fuerza sobre la ciudad, como había asegurado Pepe, un momento antes por teléfono. Las tarjetas de crédito, el dinero y el carné de identidad me los había dejado en España. No conocía a nadie en París, ni siquiera tenía francos para pagarme un hotel y descansar. Pero lo realmente trágico era que no conocía del francés más que algunas frases sueltas que no me ayudarían en nada.

Cerré el paraguas para que el sol siguiera empapando mis ropas, y me senté en un banco para pensar la estrategia que debía seguir en un lugar tan hostil como el que me encontraba. Saqué el monedero que llevaba en el bolsillo del abrigo y comprobé que todos mis bienes se reducían a diez mil pesetas. Eso no me permitiría comprar un billete de avión, ni siquiera pagarme un hotel decente, pero sí al menos, comer algo, aunque... ¿Quién cambiaría mis pesetas por francos?

Me acerqué al mercado y al pescadero le dije en tono amable.

Bonjour.

Él me miró extrañado y contestó.

—Hola.

Vous parlais français?

—No, señora.

Me quedé helada, porque si no podíamos entendernos en francés, mucho menos podría cambiarme las pesetas que llevaba en el bolsillo. Salí de allí deprimida y comencé a buscar alguna oficina bancaria que estuviera abierta a esas horas.

Vi por fin una oficina del Banco de Bilbao Vizcaya abierta y me dispuse a entrar. Estaba ilusionada al ver que tenían sucursal en París. Para evitar que se rieran de mí, le enseñé al empleado el billete de diez mil pesetas. Él me miró encogiéndose de hombros y yo por señas le pedí que me las cambiara.

—¿Qué quiere? —me dijo con seriedad.

Fgancos —contesté dándole un acento francés para que me comprendiera mejor.

—Bien —dijo el hombre que era despabilado y había entendido mis deseos.

Cogió mis diez mil pesetas y dejó en mi mano unos billetes extraños de curso legal que pensé resolverían mis problemas.

Salí a la calle de nuevo, y como seguía cayendo el sol de forma persistente, dejé cerrado el paraguas y caminé por calles encharcadas de luz.

Me preocupaba que Pepe hubiera dicho que le esperaba Sebastián aunque quizá ahí estaba la explicación de todo: Maripaz se llama Sebastián desde hace mucho tiempo, pero como yo, según dice Pepe, nunca estoy en lo que tengo que estar, no me había dado cuenta antes.

Deambulé por París con mi carro de la compra vacío, mis cuchillos afilados, y mi paraguas colgado del brazo sin tener a donde ir, pues nadie admitía mi dinero ni comprendía mi francés.

Me acerqué a un bar cercano en el que anunciaban bocadillos de calamares por doscientas cincuenta pesetas, pero decidí irme con el estómago vacío porque no me iban a entender y estaba cansada de hablar por señas, y de que todos me miraran como si estuviese loca.

Me prometí a mí misma que cuando todo esto acabara y me volviera a encontrar en Madrid, no ayudaría a un extranjero aunque lo viera medio muerto en la calle. Porque eso no eran formas.

Pasé la tarde en un paseo aterida de frío y soledad, aunque lucía ese sol que me estaba produciendo un constipado tremendo, porque en París cuando luce el sol te empapa la ropa y te deja completamente mojada. Cosas de los franceses.

Estaba anocheciendo cuando decidí acercarme al Hotel Galo para ver si volvía a ver a Pepe y me aclaraba todo ese embrollo. Me senté en un banco enfrente del hotel y me puse a esperar. Después de todo París me pareció una ciudad como cualquier otra, incluso me atrevería a decir que se parecía de forma escandalosa a Madrid. Hasta habían imitado la plaza de toros de las Ventas. Pero todo aquello no me consolaba nada y no conseguía calmar el desasosiego de encontrarme en el extranjero, así, tan de golpe.

Al fin salieron. Pepe había echado el brazo sobre el hombro de Maripaz y charlaba despreocupadamente. Se le veía ajeno a la situación tan desesperada en la que me habían puesto. Y yo eso no lo podía consentir. Sigilosa me escondí en una portería y esperé a que pasaran por delante de mí. Fue al tenerlo cerca, al oler ese aroma que despedía Pepe desde hacía unas cuantas semanas, cuando no pude más y cogí el recién afilado cuchillo. Lo hundí en el pecho de Pepe con esa fuerza tan enorme que da el hambre y la emigración. Maripaz emitía gritos histéricos en español pero no la debían entender porque no se acercaba nadie.

Lo dejé desplomado en la acera mientras chorreaban de luz los desagües. Unos gendarmes me sujetaron fuertemente para llevarme a una comisaría en donde todos gritaban y yo no entendía nada.

Veo a la gente detrás de unos barrotes. Los han debido detener a todos, y yo, sólo yo estoy libre.




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CARMENROMEU14[at]telefonica.net



* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Fernando J. Soria Castro © (Participante en la 1.ª Muestra de Fotografía Almiar 2002)