La cama de plata
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Carmen
Herrera Castro
Se sentían los amos del mundo.
Dos estudiantes de viaje, jóvenes, altos, atléticos, con dentaduras
perfectas. En aquel país tercermundista podían tener todo lo que quisieran.
Se conocieron aquélla
misma tarde. Encantados de tener alguien con quien poder hablar, comenzaron
tomando unas copitas del aguardiente local, un destilado casero absolutamente
ilegal, matarratas puro.
En el transcurso de la
velada pasaron al güisqui, acompañando la animada y divertida charla
con canutos de maría, que uno de ellos le había pillado el día anterior
a un camello de la zona.
El yonqui de dientes
podridos, que se buscaba la vida trapicheando, tenía pildorillas de
primera calidad y se las ofreció a precio de ganga. Compraron un par
de ellas y fueron a la playa para dividir la primera.
No podían parar de reír
y bromear, hablando a grandes voces de las que ellos mismos no eran
conscientes. En la playa, de finísima arena rubia, se zambulleron
en el agua helada, mientras el sol se ponía, espectacular. Nunca una
puesta de sol había tenido colores como aquellos.
Las dos putitas nativas
les llevaron cogidos de la mano a una de las cabañas que había cerca
de la playa, junto a los cocoteros. En la cabaña había dos camastros
separados por una cortina, ¡cuánto se rieron!, haciendo comentarios
en voz alta mientras follaban, manteniendo una conversación entre
risas a través de la cortina floreada. Fue tan divertido que decidieron
repetir, cambiando de cama y de chica. Las putitas silenciosas miraban
al techo de palma con sus ojos oscuros.
Satisfechos, necesitaban
beber para combatir el sequerón, y tenían algo de hambre, en las cabañas
les sirvieron el aguardiente local y sancocho de pescado con arroz,
cobrando unos precios ridículamente baratos, como las putitas.
Ya hacía tiempo que se
habían tomado la segunda pildorilla a medias y habían pasado siglos
desde que se conocieron aquella tarde. Era noche cerrada, las estrellas
brillaban lanzando destellos de colores, y la luna, como una raja
de sandía blanca, iluminaba el mar de terciopelo azul, «bluuuuuuue
velveeeet...», desafinaron a dúo, enardecidos. De golpe, los segundos
empezaban a parecer horas y los minutos semanas, estaban cansados.
Y allí estaba la cama
de plata. Maravillados vieron cómo refulgía a la luz de la luna, parecía
esperarles con los brazos abiertos. Por lo menos medía tres por tres
metros y tenía colchón y sábanas, todo de plata.
Se lanzaron de cabeza,
el colchón de plata les acogió cariñoso y juguetón, las sábanas de
plata les envolvieron amorosas, La cama era suave, mullida, flexible…
Con el sol y el calor,
un olor nauseabundo les despertó. El olor impregnaba sus ropas, su
cuerpo, sus cabellos, estaba dentro de sus fosas nasales. Apoyaron
las manos para incorporarse y resbalaron, y cada vez que intentaban
incorporarse resbalaban de nuevo. Caían y caían y volvían a caer,
sobre el depósito de peces muertos puestos al sol para secar.
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CARMEN HERRERA CASTRO:
«Nací en Sevilla. Me
considero escritora, ya que escribo desde que tengo memoria... Me
gusta contar historias, ya sea con palabras o con imágenes, por eso
tengo otra pasión: la fotografía. Llegué a la fotografía por amor
y a la literatura por necesidad».
Colabora con Almiar/Margen Cero desde hace varios años. En
la página web de Las hermanas Lumière (http://es.geocities.com/
lashermanaslumiere/) se puede encontrar abundante información
sobre su trayectoria creativa.
lagusanillo(at)gmail.com
Ilustración: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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