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Mi vecina, su marido y yo
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Pablo G. Fernández


Dicen que cada siete años solemos mudar. Cada siete años el ser humano, según dicen, experimenta esos cambios o mudanzas que le afectan sensiblemente. No sé muy bien la razón lógica o científica de establecer ese tiempo, pero en mi caso me he analizado y he podido constatar los enormes cambios que he sufrido en ese período de tiempo considerado. Mi vecina también ha sufrido esos cambios y más o menos también cada siete años aproximadamente.

Mi vecina vive con su hijo y su hija. Tiene marido pero él se larga muchas veces de casa y aunque no suele tardar siete años en volver sí acostumbra a volver con una regularidad no definida. Y en los fines de semana, que es cuando el matrimonio se ve con más frecuencia y por ello tiene entonces la pelea acostumbrada. Yo les oigo discutir y reñir a través de estas paredes finas que nos separan, que son como delgadas láminas o finas hojas de papel de fumar, que hacen que oigamos con facilidad todo cuanto se dice.

Ayer fue fin de semana y por tanto pelea segura. Y, como siempre, yo estaba en mi casa leyendo tranquilamente ese libro que jamás acabaré, porque es en los fines de semana cuando me pongo a leerlo, y es precisamente entonces cuando no me dejan terminarlo. Porque el marido ha vuelto de no sé donde y tiene con su mujer la pelea de rigor. Y entonces cierro mi libro y acostumbro a pasear. ¿Será entonces que mis paseos de fin de semana se los debo de agradecer al marido de mi vecina? ¿Será que él está en su otro séptimo año, en ese año que le toca mudar y que por eso se comporta así? ¿O será que la que tiene que mudar es su mujer? Para cambiar de marido, para no sufrir ese infierno semanal. Por mi parte esa situación ha hecho que yo pasee más de lo que pensaba pasear, de lo contrario engordaría al estar en casa encerrado sin salir viendo un programa aburrido de televisión o un programa «basura» o leyendo de un tirón un libro extenso.

Mi vecina a veces me llama por teléfono y se queja. Con razón. Y siente nostalgia de sus viejos tiempos, de cuando era más joven y salía de casa con sus amigos y amigas. Nostalgia de tiempos pasados, que no volverán. Y yo la escucho y emito algún monosílabo de aprobación y después de su largo monólogo colgamos el teléfono hasta la siguiente semana en que de nuevo me llamará angustiada y con ganas de abandonar la casa para irse a no sé bien dónde. Pero yo aún no he mudado, al menos no estoy en ese período de tiempo que me corresponde cambiar y tampoco pienso mudarme de casa. Así que continuaré escuchando pacientemente a mi vecina porque intuyo que eso la hace bien. Y a mí que me gusta dar buenos consejos tengo, al menos, un motivo para darlos.

El marido de mi vecina es un déspota. Aunque le conozco bien y conmigo parece tener ese don de gentes y esa finura que le hace ser un hombre simpático. Tiene trato con clientes y es ese trato con su clientela (y con las mujeres) lo que le hace ser a la vista de todos un hombre simpático y agradable. Con todos menos con sus mujer. A sus hijos los tiene «quemados». Porque ya no le aguantan tantas impertinencias con su madre, pero a él le da igual.

Hace su santa voluntad y se cree el dueño o patrón. Además parece que tiene bastante éxito con las mujeres y no lo disimula. Es un «cazador», a su manera. De mujeres prestas a sus favores. Porque como además las mujeres le hallan atractivo eso le ayuda a la consecución de sus objetivos. Y no le va mal. Pero no quiere divorciarse de su mujer. O, mejor dicho, no quiere divorciarse de sus bienes. Porque tiene muchos bienes: negocio, muebles, ropas, utensilios, hijos y mujer. Y por ese orden. Y como comerciante avispado que se considera tiene, según me dice su mujer, todo o casi todo a nombre de terceros. Eso hace que, a veces, su esposa se mire a sí misma y vea que ni siquiera ella se pertenece por entero a sí misma, a no ser que se libere de una vez por todas de esta situación en la que vive y malvive.

Lo malo va a ser cuando a mí me toque el período de mudar. Porque ya no estaré en esta casa, ya que quiero mudar en todo y mi vecina tal vez tenga entonces un vecino o una vecina menos complaciente con ella. Vecino o vecina que es posible que aporree las paredes cuando oiga gritos e improperios del otro lado. Y que quizá cuelgue el teléfono cuando mi vecina intente telefonearle para su desahogo personal, que es para ella una buena terapia. Y todas esas consideraciones hacen que yo no desee mudar cuando me toque mi tiempo o tal vez mude llamando yo a mi vecina comunicándole que ya estoy harto de esta situación y que se venga a vivir conmigo. Quizá entonces el marido al ver que su vivienda está vacía la ocupe con otra mujer. ¡Y nos deje en santa paz! Seguro que entonces seremos todos amigos y el sosiego volverá a nuestras casas y a este barrio. ¡Que así sea! Que mudemos todos para mejor.


ILUSTRACIÓN: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


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De este autor puedes leer el relato En tu océano