Los calcetines Rojos
ÁLVARO
MARÍN MARÍN
Muy bien
señor Obispo, los papeles están repartidos: espero que sus
hombres tengan la disciplina y el coraje de que tanto habla usted;
le otorgo total libertad de acción para cumplir con su compromiso
y realizar nuestros planes. Toda mi familia sabe de lo que es usted
capaz, no nos falle. Por supuesto, señor presidente. Yo sé que no
es poco lo que está en juego.
¡Quién lo hubiera dicho!..., cuando llegó al
seminario menor ese chiquillo miope, callado, resentido..., que sólo
pudo ser aceptado gracias a las suplicas de su madre soltera y a una
recomendación del párroco de su pueblo, quien prometió contribuir
con media beca para el sostenimiento del muchacho.
El Padre Rector lo aceptó por lástima, porque
en los exámenes no se le detectó vocación religiosa por ningún lado;
era muy reservado, dado al silencio y bastante rencoroso. Los muchachos
de las mejores familias que cursaban la secundaria y el bachillerato
pagando la colegiatura por adelantado y por años lectivos completos
se burlaban de él: le decían el indio. Sabían que terminando el seminario
menor sus padres los mandarían a estudiar una licenciatura o una ingeniería
a Guadalajara o a Monterrey en alguna de las instituciones más caras
de esas ciudades. Eso era seguro, pero el indio no tenia un futuro
tan claro.
Si los ricos pasaban por el seminario era para
vacunarse contra «el mal del modernismo», como decían sus profesores.
Para mantener la tradición familiar de catolicismo popular en un mundo
cada vez menos creyente. El Padre Rector y toda la jerarquía estaban
conscientes de esta situación pero..., ¿qué podían hacer?, ¿cerrar
los seminarios por falta de vocaciones verdaderas?, ¿darse por vencidos
de antemano?, o ¿sacarles dinero a los muchachos ricos del centro
y occidente del país y a sus familias para sostener las misiones,
apoyar las labores sociales y becar a uno que otro pobre que se resignaría
a trabajar en una parroquia pueblerina perdida en la sierra, por no
tener otras alternativas?
Después de todo, cada muchacho era un problema
en sí mismo y procedía de un mundo de complicaciones tremendas; así
por ejemplo, Peter: era hijo natural de una inmigrante mexicana en
Los Ángeles y había crecido en una de las zonas más pobres de esa
ciudad. Mientras su madre analfabeta trabajaba todo el día lavando
platos y sirviendo comidas en una fonda que le pagaba muy poco por
ser indocumentada, el muchacho a veces iba a la escuela y en ocasiones
—la mayoría—
se escapaba o dejaba de ir para perderse en las calles de su barrio.
Desde los nueve o diez años comenzó a ver de cerca a las prostitutas
adolescentes, casi niñas, que se entregan a cualquiera que les brindara
una dosis de droga o que las emborrachara con cualquier cosa. Cuando
cumplió trece, su mamá sospechó que Peter estaba fumando marihuana
y sirviendo de enlace entre los pequeños distribuidores y consumidores
al menudeo. No tuvo otra opción que sacar todos sus pequeños ahorros
y viajar con su hijo a su natal Guanajuato.
Recuerdo que cuando entré a la oficina del Padre
Rector a solicitar la firma de un documento, la señora estaba llorando
al exponer su situación y la de su chiquillo. El Padre me miró a los
ojos como diciendo: ¿qué otra cosa podemos hacer hermano? En fin,
recibimos a un adolescente bronco, arisco, que ni siquiera hablaba
español con soltura y que en el primer año reprobó todas las materias
menos el inglés. Ahora nos congratulamos de nuestro hermano Peter
Rodríguez que atiende a niños hijos de emigrantes en su parroquia
de Los Ángeles con una gran cantidad de éxitos a su favor, por cierto
en una zona muy cercana a la de su nacimiento.
Un caso diametralmente opuesto por su origen
social fue el de nuestro hermano Joseph; hijo de una familia muy rica
del sur de Texas, con antecedentes en Torreón. Su vida cambió de pronto
cuando murió su padre, y su madre, aún joven, contrajo nupcias por
segunda ocasión. Aparentemente el niño no fue bien visto por su padrastro
norteamericano, quien deseaba tener sus propios hijos; por tanto,
su abuelo mexicano, incapaz de cuidarlo dada su avanzada edad, nos
lo mandó junto con las escrituras de un gran terreno donde ahora está
nuestra Escuela de la Fe. El chico no tenia vocación y todos lo sabíamos,
pero un terreno urbano de veinte hectáreas no te lo regalan a diario,
por lo que lo admitimos hasta el bachillerato; lo mandamos a España
a hacer una licenciatura y ahora vive feliz y católico en una ciudad
muy cercana a la de su madre y hermanos, con quienes mantiene muy
buenas relaciones. Los caminos del señor son inescrutables y nuestro
Seminario recibe magníficas donaciones de este hombre, sus amigos
y conocidos. Como quiera que sea, legítimamente podemos considerarlo
uno de los nuestros, aunque no lleve hábito.
Recuerdo que el indio era bastante reservado,
no hablaba sino cuando nos dirigíamos a él y siempre contestaba con
monosílabos. Prácticamente nadie sabía lo que estaba pensando o cuáles
eran sus verdaderas intenciones. A la animosidad que su desgarbada
figura y mal aspecto desencadenó entre los demás en su contra respondió
primero con la indiferencia y el desprecio; después con la intriga.
Pasado el primer año la mayoría le tenía miedo o lo trataba con reserva
porque empezó a manejar con soltura el difícil arte de la manipulación.
No había nada que el Señor Rector le ordenara que no hiciera: trabajar
en la huerta, hacer mandados, llevar recados urgentes a cualquier
hora, vigilar a sus compañeros, denunciar a los maestros que hacían
comentarios mundanos.
Su servilismo hacia los poderosos le dio poder;
la sombra del Rector lo protegía y le daba libertades: nunca respetó
la clausura, tenía derecho de picaporte hasta con el señor Obispo,
cuando entró al Seminario Mayor ya era asistente del Padre Administrador,
pagaba a los proveedores, solicitaba la firma de los cheques, determinaba
el menú semanal, supervisaba los castigos y no tenía piedad para aplicarlos,
así fuera una penitencia pequeña como unas cuantas oraciones más o
una ración menor de comida, insistía en su cumplimiento hasta el final
y del modo más escrupuloso.
Desde jovencito fue consciente de sus debilidades
y limitaciones físicas, por lo que aprendió a poner a uno contra el
otro, hacía correr rumores espantosos en un ambiente religioso, como
cuando uno de los muchachos que menos le simpatizaba se desmayó en
misa después de haber hecho ejercicio y no desayunar. Llamó aparte
a los más pequeños y les comentó que Alberto, ahora nuestro querido
párroco, estaba poseído por el demonio y por eso no soportó la Santa
Misa completa, por lo que se desvaneció a la vista de la sagrada hostia.
Por supuesto los chiquillos, de familias muy
católicas y totalmente creyentes de Dios y del Diablo se asustaron
y comenzaron a hacer comentarios bastante descabellados; incluso,
en las noches no podían dormir tranquilamente y se negaban a admitir
la proximidad de Alberto. Tuvimos que pedir el auxilio de los profesores
laicos para interrogar a todos los alumnos y descubrir el origen del
rumor que estuvo a punto de acabar con una de las mejores vocaciones
que hemos tenido en los últimos cuarenta años cuando menos.
El indio cumplió todos los requisitos y protocolos
de la carrera sacerdotal por lo que fue «mandado al mundo» un año
antes de ordenarse; siempre observamos esta precaución porque los
muchachos llegan a nosotros en la infancia y todo su mundo son los
límites del Seminario Conciliar, por lo que no podemos estar seguros
de su vocación hasta que regresan.
El indio salió a trabajar de guía de turistas;
conducía excursiones de estadounidenses al centro histórico y al Museo
de las Momias, posiblemente allí aprendió a vestir esas horribles
corbatas y sus camisas de colores muy llamativos, además de hablar
un mal inglés en el que sin embargo se daba a entender.
Nuestro hermano regresó a los dos años convencido
de que fuera de la Iglesia no encontraría modo de cumplir ninguno
de sus objetivos: carecía de una familia que lo apoyara, no tenia
ningún capital ni profesión liberal que ejercer, además de que desconfiaba
de los modos y practicas democráticas.
Una vez ordenado su ascenso fue meteórico; ocupó
todas las posiciones en plazos muy breves y antes de los cuarenta
lo nombraron obispo. Debo decir que en el Seminario y la ciudad no
creíamos el suceso. Primero escépticos y luego gratamente sorprendidos,
nos felicitamos de haber producido un purpurado, que era lo único
que nos hacia falta.
Atrás quedaron las burlas, las miraditas maliciosas
y los dobles sentidos; ahora estábamos muy contentos a la vez que
orgullosos de nuestro hermano, antes el indio, ahora don Manuel. Quién
diría que el chiquillo aquel tan postergado saldría ahora en los diarios
nacionales e internacionales con frecuencia, recibiría tantos premios
y distinciones, además de asistir como miembro de pleno derecho al
Colegio Cardenalicio, que pronto se va a reunir ante el inminente
cambio de mando al primer nivel de la Iglesia. Seguramente allí va
a estar nuestro hermano Manuel, como siempre en primera fila, estrenando
esos calcetines rojos que siempre ambicionó y, ¿quién sabe?, el trono
de San Pedro no está escriturado a los italianos...
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CON EL AUTOR: alvaromarinmarin[at]hotmail.com
Ilustración: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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