El circo
de las sombras
Rosy Paláu
Pasaron de dos en dos.
La entrada era angosta. Caminaron sobre el aserrín mojado, agarrados
de un tubo que hacía la vez de pasamanos. Los murmullos y las risas,
ventilaron la atmósfera caliente. Una hora después, adormecidos en
las sillas de palo, los despertaron las cornetas.
Con el sol brillando en la punta de los tabachines, los habían visto
venir. El carromato se abrió paso entre bolas de rama seca y ventarrones
de polvo. Muñecos de trapo, bules, cazuelas, mecates enroscados, alborotaron
el silencio al paso de las ruedas sobre los hoyos del camino. Ya en
la entrada del pueblo, aminoraron la marcha y encendieron las
bocinas. Un sonido de mil radios descompuestos sofocó la voz del anunciante,
provocando que los que no estaban ahí, salieran de sus casas como
si escaparan del fin del mundo. Luego se aclararon las palabras y
todos pudieron enterarse. A las 5 del otro día, venido directamente
de la China y aclamado por todas las naciones, el circo de las sombras
daría su función.
Entre la desconfianza y la alegría no faltó la
vergüenza ajena. Dos eran el número de artistas de raída indumentaria.
Un chino de cuya chaqueta escapaban rayos de diamantina, abrió la
puerta y se colgó de los estribos arrojando por el aire papelitos
de colores. Al volante, tras un San Martín en bulto y un tablero de
peluche, saludaba el payaso del que no faltó quien dijera que en lugar
de traer pintada la sonrisa, traía dibujado un fríjol.
Ni jaulas de animales, ni trapecistas con trajes de bailarín, dijo
un niño entre la multitud, a lo que otro respondió con ironía que
en el ruido venían escondidos el león y el elefante. Lo cierto fue
que pasaron lentos como pasan los sueños y después se detuvieron al
otro extremo de la calle bajo las ramas del Huanacaxtle. Nadie supo
cómo, pero apenas amanecía, apareció levantada sobre gruesos horquetones
la carpa con adornos de banderitas.
Se apagaron los focos. Tras el ajuar del payaso que entró de prisa
al escenario y se paró sobre una luz azul, todos adivinaron al hombre
que les había cobrado los boletos. Hizo al público la reverencia,
tomó de sus bolsillos las naranjas y al ritmo de una música de banda,
las fue lanzando una por una hacia el cielo raso. El primer asombro
fue el notar que se quedaron flotando por encima de su cabeza, luego
con un chiflido las hizo caer y las devolvió de nuevo al abismo de
su pantalón aguado. Aunque hubo aplausos entre éste y otros actos,
en todas las caras brillaba
el enigma. ¿Y las sombras?
Ese día todo el pueblo cerró a las 4.
«El
diván azul»
no abrió sus puertas y las mesas de dominó por primera vez en muchos
años, quedaron desiertas bajo los tejabanes. Desde muy temprano en
medio de los quehaceres y las pláticas, unos a otros se preguntaron
la hora. Los niños, amenazados con no ir hicieron los mandados y jugaron
como cubiertos con un velo de quietud. De reojo volteaban por el rumbo
de la carpa sin descubrir por ningún lado el movimiento. El Manolo,
con su cuchara de albañil, como llevado por una extraña emoción que
coronó con el arranque de hablarle de matrimonio a la Majei, enjarró
toda una barda y hasta le sobró tiempo para sentarse a mirar las vacas.
Claves, palitos y cascabeles, inundaron con tonadas orientales el
espacio. Al rechinar de una manivela bajó el telón de gasa y todos
los ojos se recargaron en el paisaje. Tenues luces acompañaron la
voz del narrador que se desenredó en el aire lleno de palomillas.
Tras la cortinas fueron apareciendo las sombras. Robustas y bien formadas,
esbeltas y delicadas. La luna roja, metida en una cama de nubes esponjosas,
alumbró los floridos jardines, las lujosas habitaciones, los ríos,
las montañas que hablan, alumbró la ciudad de oro y los portales donde
una noche cuajada de estrellas, dos guerreros, montados sombras en
las sombras de los caballos, se lanzaron a la muerte, encendidos por
la pasión de su princesa.
Las manos del chino se movían tras el telón con la agilidad de un
mago. En la historia no se escatimaron las espadas, los faroles y
los besos; el dragón que escupiendo fuego, desarmó a los más osados
de sus valores. Todo y más fue lo que hizo que en silencio empezaran
a competir las inclinaciones. Unos a favor de un guerrero, otros a
favor del otro, pero en lo que todos estuvieron de acuerdo era en
el fin del emperador, que para contento general, cayó al piso, bañado
en sangre. El ambiente era espeso. En la oscuridad se comenzaron a
revolver las pasiones.
La Majei, no se inmutó cuando el Manolo le habló
de casamiento. Después de tantos años de conocerlo, sus palabras ya
le pasaban por encimita. Sin mirarlo a los ojos, entretenida con la
distancia y mordisqueando unas hebras de su pelo negro, dejó salir
un ¡hummm! que se le desmoronó en los labios. Pero en la invitación
al circo vislumbró la oportunidad de presumir y se le aparecieron
en el pensamiento los vestidos que tenía colgados en el ropero. Más
tarde lo esperó en la puerta, imperturbable, como acorralada por su
propio perfume.
En la penumbra a la Majei se le rodó una lágrima
que corrió a quitarse antes de que se encendieran los focos. Al salir,
se tropezó con la mirada del payaso y colgada del brazo del Manolo,
la noche le pareció muy ancha y el pueblo tan chiquito que le cupo
de un golpe en los ojos. Los brillos de las hojas fueron los primeros
en avisarle que había llovido y caminó despacio, extrañada por el
placer que le daba pisar en los charcos las caras de las gentes.
A gotas de agua sonaban las
patas de los grillos, dando saltos y cayéndole en la cama, a leña
ardiendo olía el aire que entraba por su ventana, un aire lleno de
monte, con ruidos de cosas que se acercaban para entrar en un sueño
que no la dejaba dormir. Imaginó el palacio, la luz de los faroles
iluminándole la esperanza de poder huir en un hermoso caballo, dándose
de besos bajo la luna colorada. De pronto, una fuerza la agarró del
alma y la invitó a salir. No se acordó del miedo cuando le ladraron
los perros y los dejó desgañitándose en la calle, tumbando las basuras.
Aunque el Manolo jura que
la dejó en su casa, dicen que la noche estaba buena para el desvelo,
que la vieron hablando con un hombre y que a los dos se les salió
una risa que más tardó en sonar que en apagarse. Todavía humeaba la
leña cuando la fueron a buscar. Entre una cazuela abollada y pedazos
de mecate, encontraron una muñeca de trapo picoteada por un enjambre
de pajaritos. En su cara, creyeron descubrir a la Majei. Entonces,
uno dijo: «A ésta siempre la corretearon
las ganas». Todos miraron a la distancia
y dejaron escapar un suspiro.
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez
©
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