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Fotografía: Pedro M. Martínez

FIDELIS

Rebeca Lombardo (seudónimo)
 

Realmente, caminar a las dos de la mañana por aquella callecita no era tranquilizador, porque salía de un bar y llevaba tanto vino en el cuerpo que mi vista era borrosa.

Se veían parroquianos aquí y allá, recargados en los autos, fumando de dos en dos; a veces hombre y hombre, a veces hombre y mujer. Encendí mi propio cigarrillo, para echar a andar las dos cuadras que me separaban del auto. Paso a paso, lento, tranquilo. Me alejé del bullicio y terminé escuchando sólo mis movimientos: el roce de las mangas de la camisa con mi torso, el golpe acartonado de los jeans al mover las piernas, el taconeo...

Me alcanzaron unas luces; un rugido de motor, un chirriar de llantas que me hizo voltear, pues el automóvil se detuvo junto a mí.

Era la misma muchacha del bar. Suspiré de aburrimiento porque me había lanzado a la soledad del exterior justo para ya deshacerme de ella. Tenía la boca demasiado gruesa y una conversación insulsa. Ambas cosas siempre me han repugnado, sobre todo en las mujeres.

Así que le agité la mano en señal de despedida y seguí mi camino. Me dijo: «Oye, no quiero devorarte, sólo llevarte a casa». Volteé a mirarla con una sonrisa que quiso ser amable, pero no me creyó. Entonces frenó de golpe y gritó: «Nomás quiero hablar contigo... me sobra con quién acostarme, no seas pendejo... Tengo un recado para ti».

Bué..., con que un recado... Me acerqué hasta la ventanilla y a pesar del temblor de mis pasos y el vaho intenso de la embriaguez que con el aire de la noche comenzaba a hacerme crisis, verle los ojos inyectados hasta me causó ternura, y le dije más o menos que no se ofendiera, que el asunto es que estaba muy cansado y no la había reconocido.

Llevaba un cigarrillo encendido en la mano derecha, no se lo había visto hasta que se lo llevó a la boca y le dio un jalón tan violento que ni yo mismo, en mis tiempos mozos. Tengo una amiga, dijo, soltando el humo en un flujo rápido que rozó mi cara está muy enferma..., me dio tus señas, dijo donde encontrarte y pidió que te lleve a verla. «Los pozos del placer se explotan cuando uno lo decide»... dijo que con esa frase te acordarías.

Yo, me juro maldito si entendía. Me estás confundiendo, preciosa, logré decirle mientras volvía a suspirar de aburrimiento. Y me despegué del auto, volví poco a poco a mi camino por la acera y seguí mi rumbo. De dónde, esta muchacha que no dijo una sola frase inteligente durante más de una hora, me salía con aquel olor a novela de amor vieja y manoseada.

¡Se llama Sara, tiene los ojos verdes y la conociste hace veinte años! Me gritó la de los labios gruesos. ¡No conocí a ninguna Sara!, vete a dormir y déjame en paz..., dije, ya casi para mí.

Arrancó, furiosa. Las llantas casi echaron fuego, al patinar contra el asfalto. Se perdió en un murmullo y luego el ruido se hundió en la noche.

Bien pensado, no supe en qué momento llegué a mi casa, guardé mi auto, abrí la puerta, alcancé mi cama y me quedé dormido. Lo siguiente que recuerdo eran unos jadeos cálidos en mi oído, mientras me ardía la entrepierna como si estuviera haciendo el amor con una mujer deseada por mucho tiempo. Sentí unos brazos por mi cuello, me daba vueltas la habitación, tenía deseos de despertar pero era mucho más fuerte aquel extraño placer de pesadilla.

Después de saciarme, de un agotamiento húmedo que me dejó exhausto y hueco por dentro, abrí los ojos y la luz del día inundaba totalmente mi cuarto, que estaba desordenado, como nunca. Me levanté y mi cabeza era una piedra enorme, en la cual golpeteaba alguien con un mazo, desde el infierno.

Entonces el rostro de Sara se me hizo nítido en la memoria: ¡Sara!, la mujer por la cual sentí aquel deseo intenso y aquella frustración pavorosa porque nunca pude tenerla... La esposa de aquel amigo ocasional con quien trabajé por unos cuantos meses, en su despacho de diseño, y también junto a ella, durante horas y horas, todos los días.

Sara, la que después, cuando dejé aquel trabajo por no seguir sufriendo, me hablaba largamente, juraba que me quería, que me deseaba, hacíamos el amor con palabras por el teléfono y me dejaba todavía más hambriento de su cuerpo. Jamás logré siquiera tocarla. Sara la cobarde, la única mujer carnalmente fiel que he conocido en mi vida.

Comencé a temblar; busqué un trago para apagar aquella cruda espantosa. Recordé la sensación de placer mezclada con miedo. Empiné una vieja botella de tinto que encontré abandonada en la nevera; luego, me dejé llevar por el olvido.

«Los pozos del placer se explotan cuando uno lo decide»..., y en mis pesadillas me seguía repitiendo las promesas. Luego, agotado y hundido en la resaca, al caer la noche unos horribles golpes en mi puerta me despertaron. La casa estaba tan sola que el estómago se me encogió de angustia; nunca la sentí tan vacía. Abrí; era la mujer de plática insulsa y labios gruesos. Me entregó una carta que nunca leería. Me dijo que Sara había muerto en la madrugada, repitiendo mi nombre.

No me lo dijiste a tiempo, dije, con un cansado reproche. ¿Por qué no lo mencionaste, cuando platicamos en el bar? No estaba segura de que fueras tú, dijo; y no podía equivocarme, Sara era mi madre. Y, sin esperar respuesta, dio media vuelta y se alejó, hacia la oscuridad.

 

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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 




 


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