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IMÁGENES
Héctor Javier Peña


Las imágenes afloraron en las aguas de su memoria palpitando y sintiendo en cada una de ellas. Emergiendo sin origen ni destino. Fueron imágenes penitentes precipitándose en cascada, caían y subían para volver a caer atrapadas en un ciclo infinito, como las lágrimas que surcaban sus mejillas que después de caer al suelo regresaban y subían hasta llegar a sus ojos para llorarlas una vez más. Sabía que eran las mismas pues dolían igual.

Los años transcurrieron obstinadamente, envejeciendo todo y a todos. Hasta los aparentes pilares perpetuos de la escuela sucumbieron ante el tiempo, siendo carcomidos demostrando su poder aniquilador. El tiempo, un maldito que le quitaba todo lo que quería minando poco a poco su esperanza, cuidando de nunca matarla por completo para así seguir torturándolo.

Destruía a aquellos seres queridos, que le habían prometido estar siempre con él para brindarle su compañía. Tan sólo para sumergirlo en una soledad erosionante.

Mucho cambió y muchos se fueron, pero ella siguió ahí, ella de gestos únicos, manos pequeñas, voz inspirante y soñadora. Atrapada en algún estadio en la transición de niña a mujer. Capaz de producir embelesantes sonidos y amargos en ocasiones. Maldad y bondad, dicha y amargura, todo en ella y todo al mismo tiempo. Emociones que la hacían vivir al limite y a todos a su alrededor.

Los primeros días fue sólo una imagen distante, distorsionada e indefinida por una memoria olvidadiza, lo cual seria una bendición, porque así sentiría brotar la chispa del enamoramiento una y otra vez pues cada vez que la veía, sentía como si fuera la primera. Pero en poco tiempo, guardaría cuidadosamente en el corazón y el alma, las costumbres de ella, sus vicios, sus facciones y sus emociones. Todo en un cúmulo perfecto guardado en su corazón, para representarla, no con un recuerdo sino con un sentimiento que lo hiciera recordarla y jamás olvidarla, porque lo que queda en el corazón perdura eternamente y nunca cae en el olvido.

Al principio fue suficiente mirarla, mirar sus ojos y sentir que la vida iniciaba y terminaba en ellos, perderse en la inmensa luz que irradiaban y dejarse llevar por las emociones que le producían. Es que sus ojos eran como las estrellas, que tienen una bella luz pero se sabe que hay algo mas allá.

En algún momento, momento inmemorable, sus sentimientos llegaron a la máxima expresión; a su forma ideal, el punto donde todos los errores y vicios se disipan y todo lo bueno del alma, los sentimientos dispersados, convergen y se funden en una emoción llamada amor. Y lo supo porque a pesar de conocer sus defectos, aquellos que quizá para otros existían e importaban, porque él en su mente no los distinguía y no concebía idea alguna ni por un instante, porque a pesar de todo él la siguió amando...

Después de esto ya no fue suficiente admirarla, tenia que tocar, se convirtió en una necesidad imperante y agobiante que debía aliviar. Tenía que sentir esa piel extraña y ajena a él, que siempre había observado desde la lejanía, en un punto oscuro de algún sitio (donde para ella él no existiera).

Por esa época trato de conocerla, de llegar a ella, de descubrir que había mas allá de esos ojos con luz de estrella. Sin embargo, sus intentos fueron vanos y sin convicción; llevados a cabo con el estigma del fracaso. Tal vez por temer a enfrentase a su indiferencia o quizá ni siquiera lo había intentado realmente.

Se encontraba en medio de sus intentos, cuando el tiempo causó el caos, se la llevó, lo apartó de él con la promesa de que volvería algún día. Las ideas lo atormentaron, ¿qué hubiera ocurrido si se le hubiera ocurrido, si lo hubiera intentado, si se lo hubiera dicho? No había caso pensar en el hubiera, ya no importaba lo que pensara. Porque seguro que encontraría que ella iría mas allá de los hubiera, que se arriesgaría a la indiferencia, que no era tan cobarde como él.

Y entonces ella regresó. Tal vez el destino le daba otra oportunidad, antes de perderla una vez más y para siempre. Sin embargo no le dio la suficiente fuerza para declarar lo que sentía.

No obstante hubo un leve acercamiento, tan breve y único como una estrella fugaz a la que se le pide un deseo, aquello más anhelado, aprisa, antes de que se consuma en el espacio. Él no aprovechó ese instante para acercarse a ella, y de ese modo destruir sus dudas, un momento como aquél no se repetiría. Debió haberlo hecho, debió haber pedido su deseo. Y descubrir que había más allá de esos ojos luminosos como estrellas.

«Las imágenes afloraron en las aguas de su memoria palpitando y sintiendo en cada una de ellas».

Aquellas habían sido imágenes del pasado, guardadas en su corazón: fue de ahí de donde habían tenido origen, llegando como una tempestad de sentimientos a las aguas de su memoria. Este era el presente, un presente intransigente y fatal que no le daba oportunidad alguna de soñar como en el pasado y no le presentaba un futuro alentador, no le otorgaba nada y le quitaba todo. Era un presente asesino que confrontaba con el rival inevitable, la muerte, le mostraba la muerte de ella.

«Las imágenes afloraron en las aguas de su memoria palpitando y sintiendo en cada una de ellas».

¿Cómo había sucedido? La vida se le había escurrido como un sueño ante sus ojos. Vida y muerte en solo un momento. No recordaba como había llegado ahí. Sólo la recordaba a ella exhalando su ultimo aliento, luego la iglesia, ominosa afirmación de que aquello estaba ocurriendo, que la había perdido, que nunca sabría lo que pudo haber sucedido si hubiera intentado conocerla. Sus pasos desentonaron con el monótono ritmo de los rezos. Todos siguieron de rodillas sin siquiera volverse a verlo, nadie lo conocía, ni siquiera ella lo conoció. Se acercó al féretro, la observó, expectante a que ella en cualquier instante despertara. Pero su rostro no se movió, aquel rostro dibujado en su mente millones de veces estaba con un aire ausente, sus ojos jamás brillarían, sus labios seguían bellos pero nunca mas tendrían esa sonrisa acariciante. Y él que la conoció y no la conoció, porque nunca se acercó, nunca le dijo que añoraba a cada segundo estar junto a ella, ahora no sabría si es que ella lo había amado, o si tan solo había formado parte de alguno de sus pensamientos. Él que fue un cobarde, ese era su castigo. La miró de nuevo y entonces su alma lloró, deseó que aquello no fuera cierto, lo deseó con todas sus fuerzas, pero ante este imposible deseo se sintió impotente. Lanzó un grito cuyo eco hizo que todo retumbara y que lo hizo caer. Al abrir sus ojos llorosos, la luz del sol que entraba por la ventana de su cuarto lo deslumbró.

Un mal sueño, todo había sido un mal sueño, se dio la vuelta para evitar la luz. Cerró los ojos intentado meditar lo que había soñado. Había sido tan real, tan profundo que un extraño sentimiento recorría aun su cuerpo. Pero recordar que ella no había muerto hizo que esta sensación se disipara; se sintió más tranquilo, pero entonces la verdad lo golpeó. Su alma volvió a llorar porque él seguiría observándola, deseándola y nunca se lo diría con lo cual su sueño algún día sería real. Viviría y sentiría lo que sintió en su sueño y le dolería aun más porque sería real. Gritó pero ahora no hubo ningún temblor, no hubo una luz que lo devolviera a la realidad, su alma lloró de nuevo porque a pesar de todo, aún así, no se lo diría.


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FOTOGRAFÍA: Pedro M. Martínez ©






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