Encuentro en un motel
Antonio Gualda
Jiménez
—Pasa;
la puerta está abierta.
El pomo fue girado desde el exterior. Enseguida,
una dama de porte elegante entró. La noche había caído, pero la estancia
recibía la suficiente luz, que provenía de las farolas que se habían
plantado anárquicamente en la calle, carretera de vía estrecha que
atravesaba la pequeña población de cabo a rabo.
—No es necesario que enciendas...
—Está lloviendo.
—Sí, lo sé. He permanecido aquí, con la ventana
abierta, durante toda la tarde. He estado viendo cómo las gotas de
agua percutían sobre la tierra hasta llegar a horadarla... Ya se han
formado charcos...
Resultaba evidente que el pavimento urbano no
había llegado, quizás más por suerte que por desgracia, hasta aquella
apartada ciudad del sur.
La misteriosa hembra recién llegada se retiró
con donaire la capucha que le había estado protegiendo la melena de
la lluvia, mas conservó echada sobre sus hombros la amplia y larga
capa. Mediante un par de ágiles y felinos movimientos se sentó enfrente
de su anfitrión, al otro lado del pequeño velador.
«¡Y velabas mi sueño desde el tablado!» —retiró,
suavemente, el delgado libro que había sobre la mesita.
—¡Ah! El libro de poemas... ¡Qué lejos me queda!
Dame, lo guardaré. Se trata de un libro que ya no me gusta... —no
quiso mirar a los ojos de la recién llegada, lo que ésta pudo advertir
con nitidez.
El hombre lanzó el libro sobre una estantería
cercana sin que se percibiese ruido de choque alguno; ni siquiera,
de rozamiento. Tuvo la agradable sensación que experimenta quien,
de cuajo, se libera de un molesto capítulo de su memoria.
«¡Ojalá se haya borrado todo el texto que había
impreso en ese vetusto libro!».
Ella escrutó en su rostro, a la par que su propio
semblante describía un casi imperceptible rictus de amargura.
Hubo de mirarla, por fin, aunque procurando mantenerse
inexpresivo. Lo hizo mientras se daba tiempo para decidir si debía
sonreírle.
Recordó cómo había deseado que ella le acompañase,
un lustro atrás, cuando salió a contemplar el último paso del cometa
Halley. Ahora la tenía ante sí, mas se encontraba incapaz de determinar
cuál era la naturaleza actual de sus sentimientos.
—A media luz... —susurróle, medianamente excitada,
su acompañante.
—A media luz; sí —asintió el hombre mientras
contemplaba la hermosa silueta de la mujer recortada, a contraluz,
sobre el hueco del amplio ventanal que le servía de pantalla cinematográfica
de la vida.
«¡Es tan joven todavía...!».
Desvió su vista hacia el infinito que le quedaba
a la derecha de la singular hembra, tras hacerla pasar por las rendijas
que presentaba, displicentemente, la persiana de la ventana. Ella
capturó su huidiza mirada y la hizo recaer sobre sus misteriosos e
inquietantes ojos.
La sala había quedado en silencio.
—No estaba muy segura de que, realmente, me estuvieses
esperando.
El circunspecto anfitrión mantuvo serenos sus
músculos faciales.
—¡Oh, sí que lo estaba! Uno siempre sabe cuándo
ha llegado el momento...
—He traído champán. Creo que la ocasión lo merece
—le envió una furtiva sonrisa que quedó sin respuesta.
—No has tardado en encontrar este apartado lugar...
Ella depositó, entonces, la botella sobre el
tapete de encaje de bolillo —suerte de inaudito lujo decadente, casi
impropio del lugar—. El hombre se levantó. Poco después, regresó portando
un par de copas de vidrio trabajado. El tapón se disparó contra el
techo, rebotando, a continuación, sobre las indefensas cuerdas del
arpa de un piano de cola que había en el otro extremo de la sala.
Un delicado repiqueteo sonoro se esparció por la misma, acariciando
los tímpanos de sus ocupantes.
—¡Qué música más..., más... turbadora!
El tapón proseguía con sus caprichosas evoluciones
sobre las cuerdas más agudas de la preciada herramienta, consiguiendo
arrancarles delicados tañidos líquidos.
«¡Sonidos irisados...!».
—Una música muy apropiada para este momento...
Tal y como se debía esperar, ¿no?
Bebieron en silencio. Él se sintió aliviado durante
unos momentos, pues la boca le quedaba aún más oculta a los ojos de
su visitante. Bebieron hasta dejar vacía la botella.
La luz de los faros de los coches que se desplazaban
por la calle producía caprichosas figuras que se movían airosamente
por el techo de la habitación. El indeciso varón las contemplaba mientras
las burbujas iban abriéndose paso por los correspondientes tubos digestivos
de los dos circunstantes, a fuerza de estrellarse y de rebotar en
las angostas y peristálticas paredes de los mismos.
—Creo que acabo de conocer cómo se le pudo ocurrir
a alguien inventar el cine —improvisó, logrando con ello diferir el
momento en que hubiera de sonreírle o, por contra, de mostrarse abiertamente
frío con ella.
La visitante musitó algo ininteligible, acariciando
con su grave voz de contralto el aire que les envolvía. Él se removió
con aparente desgana sobre su asiento.
—Comenzaremos cuando tú me lo indiques; sólo
cuando tú quieras —musitóle.
—Estoy preparado. Soy tuyo por completo... —sabía
bien que comenzaría en el momento que ella decidiera.
«¡¿Mío?!».
Un fogonazo, probablemente causado por un rayo,
fundió el letrero de neón de la cafetería de carretera que estaba
situada frente al motel. Este hecho propició que las caprichosas sombras
chinescas que producían los faros de los automóviles, al pasar, se
hiciesen más notables dentro de la espaciosa habitación de alquiler
diario.
Un escalofrío recorrió, entonces, lo que el hombre
pensaba que era su médula espinal. Desde luego, la humedad exterior
se estaba colando en la casa mediante un insospechado y eficaz procedimiento
osmótico.
—Quizás sea mejor que cerremos del todo la ventana
—acertó a decir.
La joven mujer supuso que él estaba impregnando
de demora —a propósito— el desenlace de aquella situación.
—No es necesario. Nadie nos puede ver desde el
exterior —contestó con notable indiferencia.
Las ruedas de los coches que circulaban por la
calle originaban un ruido especial provocado por la fricción que producían,
toda vez que el piso de la carretera se encontraba ya en muy mal estado
y la lluvia se había intensificado ligeramente.
«¡Treinta y dos años, y me siento como si fuese
un anciano! ¡Treinta y dos, y hasta esta tarde no he conseguido verme
los ojos!».
A pesar de que la oscuridad era muy notoria,
la dama de la elegante capa había conseguido acercarse hasta su anfitrión
sin sufrir tropiezos ni contrariedad alguna.
«¡Como siempre, una gatita!».
El avejentado hombre percibió cómo unas manos
femeninas comenzaban a maniobrar sobre su cuello, consiguiendo erizarle
hasta el último vello. No por esperados esos gestos, dejaron de inquietar
su ánimo.
«¡No creo que yo pueda...!».
Las manos bajaban lentamente por la escalera
de botones, rosario que algún experto sastre tallara en la pendiente
de su camisa. Tembló al rememorar sensaciones que ya creía olvidadas.
Sin embargo, se mantuvo enhiesto y verosímilmente impávido sobre su
asiento.
—¡Tranquilo; que todo irá bien...! —las aterciopeladas
sílabas recién pronunciadas se estrellaban cariñosamente en las comisuras
de sus labios, simétricos vestíbulos de su crisma aparentemente exenta
de santidad.
La sofisticada dama tenía las manos bastante
frías, lo que le provocaba pequeños sobresaltos cada vez que, subrepticiamente,
se posaban sobre su piel.
«Están húmedamente frías...; y sus palabras suenan
aún a aquel lejano y envolvente canto de sirena».
El hombre desconocía si sería conveniente que
expresara su sobresalto, por tal motivo, o si, mejor al contrario,
el mismo debería manifestar un bienestar casi ignoto, más que olvidado.
«Sentimientos encontrados luchan dentro de mí,
mientras esas manos que me mojan recorren mi cuerpo en busca de...
¿lo inevitable...?».
—N..., ¡no puedo...!
La mujer se retiró dando un pequeño salto hacia
atrás, ocasionando que las emociones del hombre se trastocasen en
el acto. Él creyó que, una vez escapado el corazón por la boca, el
estómago se le estaba volviendo del revés, como si se tratase de un
dúctil calcetín.
«¡De órdago a la grande!», pensó en lenguaje
norteño, pues no había escuchado nunca esa extraña expresión en boca
de ninguno de los convecinos de su cercana ciudad natal.
Su leptosomático cuerpo se distendió, cuan largo
era, en sentido lato.
—Ponte la camisa, por favor. Te vas a enfriar...
Yo..., yo no puedo proseguir con la... búsqueda.
La miraba con los sorprendidos ojos de una pescadilla
recién capturada. Comenzó a abotonarse la camisa mientras el frío
se disipaba parcialmente de su erecta piel.
«Va a resultar mucho más complicado de lo que
pudiera haber estado deseando» —la joven dama comenzaba a dar muestras
de abatimiento—. «No esperaba que llegásemos hasta este punto, puestas
las cosas como él las planteara mediante su inesperado mensaje».
«Se muestra decepcionada... Ella siempre ha pensado
que yo...» —terminó por esconder su pecho tras la camisa, nuevamente
abotonada.
El tráfico de coches, en el exterior, había ido
decreciendo. Hasta el punto en que solamente —con mayor o menor exactitud—
cada diez minutos pasaba algún vehículo. Permanecían, pues, iluminados
solamente por la débil claridad que procedía de la luz de seguridad
de la cafetería, que, a su vez, había cerrado.
Vio cómo ella se dirigió al piano. Desconocía
si sabía tocarlo. De hecho, él debía saber si ella dominaba ese instrumento,
pero se sentía incapaz de recordar con nitidez todas las circunstancias
de un próximo pasado común.
«Está caminando por el suelo de madera, mas,
sin embargo, no se percibe ruido alguno... Sus tacones de aguja deberían
estar produciéndolo...».
La esbelta silueta, de la que la vista sólo podía
atrapar algunos finos contornos, se deslizaba —más que caminaba— por
la taracea que tapizaba el suelo de la habitación.
«No recuerdo que hubiese ningún piano aquí cuando
alquilé estas habitaciones».
El cuestionado instrumento comenzó a sonar de
manera turbadora. Unos acordes disonantes, arrancados de las sombrías
octavas bajas, rebotaban por las cuatro esquinas de la habitación
y por las atormentadas cortezas supraparietales del desconcertado
individuo.
«¡Ven, agazapada entre el éter...!».
Su cuerpo se enderezó sobre la silla y su mirada
se clavó en la pequeña fuente de luz que procedía del establecimiento
que a duras penas se erguía sobre la otra acera de la calle.
«¡No reconozco esa canción!».
La sombra de la ejecutante se proyectaba sobre
el techo. Un remoto recuerdo se le hizo presente.
«¡La sombra de su mejilla cruza la de la mía...!».
A pesar de que estaba en el convencimiento de
que aquella música le resultaba ajena, los aturdidos mecanismos cerebrales
del socio nocturno iban reproduciendo, con acierto, todas y cada una
de las palabras de que constaba el texto de la pieza musical. La entonación
interior le provocaba, además, una precisa escucha de su línea melódica.
«Es una sutil manera de provocarme. ¡Está tratando
de confundir mis maltratadas entendederas!».
«¡... perfil de un buen difunto donado...!».
«¡Jamás supe que ella tocase el piano! Pero aquí
me tiene, atrapado en esa envolvente música que yo nunca creí haber
escuchado».
«¡... perfil de un buen difunto donado, lactares...
!».
«Es ella, que quiere que sea yo el que tome la
iniciativa...».
«¡Lactares charcas con los bucles...!».
«¡¿Cómo habría de hacerlo?! ¡Cada vez me siento
más cansado!».
«¡Esparcieres cientos de podagras encarnadas...!».
«No creo poseer lo que ella está buscando...».
Levantóse y comenzó a caminar sigilosamente hacia
donde se encontraba el piano... No se reconocía en tales obscuros
menesteres.
«¡Maldita..., por el polvo!».
Sus pies se detuvieron, permaneciendo clavados
sobre la madera que recubría el suelo. Apenas había quedado situado
a un par de metros del lugar que ella ocupaba. Recordó la frase preferida
de las modistillas del mundo entero, cuando hacían propaganda entre
sus amigas de lo que ellas calificaban como «una buena película»:
«... y, al final, muere ella!».
Había renunciado a efectuar personalmente el
registro.
—Responde: ¿dónde los guardaste?
«¡La carga de la caballería ligera...!».
—Ya te dije que nunca he sabido a qué te referías,
cuando me preguntabas por eso... Busca tú misma lo que has estado
tratando de encontrar durante años; yo no sé nada de esas extrañas
cosas...
Ella recordó la escueta nota que le había sido
enviada por aquel hombre vencido. «Estaré el día... en el motel...,
que está situado en la calle principal de la ciudad de... ». Había
concluido que resultaba indudable que, por fin, se había rendido ¿Por
qué no colaboraba ahora?
—Es tu última oportunidad, ¿no lo comprendes?
No podemos seguir así indefinidamente...
«...tu última oportunidad y, también, ¡la mía!».
—No...; yo no entiendo nada. Sólo sé que me he
cansado de huir. Ya no quiero seguir escondiéndome, escapando continuamente
de una ciudad a otra...
Ella volvió a apretarle las clavijas espirituales
con inusitada dureza:
—No hay posibilidad de perdón si no se devuelve
lo robado. ¡¿No te enseñó eso tu madre?!
El hombre, cuyo rostro aparentaba ser el de una
persona veinte años más vieja que él, suspiró resignado.
—No puedo devolver lo que no tengo. Haz conmigo
lo que quieras.
—¡Eres un ladrón...! ¡Me robaste mis recuerdos!
¡Eres un ladrón de sueños...! —espetóle mientras regurgitaba con amargura
algunas de las burbujas de champán.
«Creí que habría de ser una feliz velada. ¡Qué
ilusa...!».
Levantó la mano derecha y efectuó un ligero chasquido
con los dedos pulgar e índice. Un vaporoso vehículo blanco se acercó
al edificio.
La puerta de la estancia se abrió desde fuera
y entraron varios luminiscentes sujetos con aspecto de guardianes.
—¡Registradle! Yo no he podido hacerlo... —lloró
vencida, pues era consciente de que acababa de hollar un camino que
no ofrecía la posibilidad de retorno.
Los recién llegados desnudaron al hombre y le
registraron el alma. No encontraron nada.
—Su espíritu está hueco —certificó el guardián
que parecía estar al mando.
—¡Prendedle, pues! ¡Prendedle!
Los evanescentes esbirros obedecieron. Poco después,
introdujeron al resignado prisionero en el vehículo en que habían
arribado.
—¡A las cárceles del alma!
La mujer contempló cómo se elevaba el translúcido
carruaje hasta que éste se perdió entre las brumas nocturnas. Apagó,
entonces, un imaginario cigarrillo sobre el cenicero de los afectos
y salió dejando la puerta abierta tras de sí. Una lágrima de piedra,
ausente de sentimiento, le rodó por la mejilla.
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CONTACTAR CON EL AUTOR: agualda2[at]supercable.es
ILUSTRACIÓN RELATO: María José
Macías Bermejo © (Participante en la
1.ª muestra de fotografía Almiar - 2002)
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