LOS RELATOS
DEL
MONTAÑÉS
(Episodios Sueltos de una Leyenda Incompleta)
Luis
Tamargo
Fotografías del autor ©
Episodio en Río Cuervos |
Más allá del bosque |
La travesía |
En el templo |
Horizonte de arena
Episodio en Río Cuervos
En Río Cuervos se acaba
el camino. Hubo un tiempo en que la gente habitó sus orillas, pero
hoy tan solo es un pueblo fantasma, refugio de alimañas o malhechores
de paso. El Montañés conocía bien cada recoveco de aquel sitio que
ahora evocaba en especial, quizás debido al duro contraste que representaba
atravesar el árido terreno que separa Rocas Negras de La Peña. Le
llevó varios días dar con la pista que llegaba hasta aquel maldito
lugar donde, en otro tiempo, se ajusticiaba a los ladrones o a los
condenados por crímenes. Ahora, sin embargo, tan apartado como olvidado
era, por el contrario, el lugar aprovechado por los forajidos para
poner término a la venganza justiciera de sus depravados desmanes.
El Montañés no dejó que el sudor empañara sus pensamientos. Aquel
desierto pedregoso no permitía tregua ninguna durante el día y hasta
la yegua presintió los extraños augurios, al recular, inquieta, negándose
a avanzar frente a La Peña. El Montañés se apeó y continuó a pie,
subiendo a la roca entre los guijarros sueltos mientras apartaba a
patadas los atrevidos crótalos que el asfixiante sol sacaba de su
escondrijo. El polvo rojo que levantaban sus botas le teñía la barba
y las ropas hasta impregnarle también la saliva, pero el Montañés
no malgastaba esfuerzos en sacudirse ni siquiera en masticarla. Se
ayudó de las manos en el último tramo en su ascensión entre las rocas
y, ya arriba, encontró el árbol. Con aquel calor implacable no puede
explicarse cómo es capaz de crecer allí un árbol y, ciertamente, se
sostenía en el hueco perforado de la tierra agrietada, apoyado en
el cerco de un montón de piedras dispuestas a tal fin. La sombra del
cuerpo que pendía de su única rama, seca y curva, permanecía también
quieta, consciente de su efímera presencia.
El Montañés descolgó aquel cuerpo muerto y lo liberó del humillante
abandono y, calculando cada gesto, lo cargó a sus espaldas dispuesto
a emprender sin demora el descenso. Abajo, depositó el cadáver de
su viejo amigo a lomos de su montura cobriza y los tres reanudaron
de nuevo la marcha de regreso. Por el camino, la vida salía al paso
en la mente del Montañés al recordar la amistad de una sempiterna
infancia a orillas del Río Cuervos. No, no se lo merecía ni iba a
permitir un final así...
Hay pocos lugares que no conozca el Montañés y pocos a quien contárselos.
Nadie puede explicarse el montón de piedras apiladas, presididas por
una cruz, que descansa en la margen alta del río. Tampoco nadie se
explica los cinco cuerpos abandonados entre el lodo de la otra orilla,
cada uno con un tiro en la frente, como la firma inequívoca del castigo
que corresponde a cada forajido.
Pocos caminos conducen a Río Cuervos, ahora libre de malhechores.
Más allá, un jinete cruza el cauce en su parte más estrecha hacia
los llanos, semioculto entre las altas hierbas, hasta donde el rastro
se pierde...
Más allá del bosque
«De tarde en tarde alguna
ráfaga
hacía circular sobre el paisaje
jirones dormidos de bruma».
Knut Hansum
No podían avanzar más
rápido. La cojera del compañero les retrasaba el paso, aunque cada
día recorrían varios kilómetros. No es que se conocieran de toda la
vida, apenas cuatro años atrás, pero la calaña de sus tropelías los
había unido mucho más allá que las esposas que atenazaban sus muñecas.
Primero fue el desfalco aquel en el Banco donde coincidieron, después
otro y otro más, hasta que fueron encarcelados. Quizás demasiado jóvenes
para estar dispuestos a pasar el resto de su existencia entre rejas,
sí, por eso lo decidieron durante el trayecto que los conducía a la
prisión de alta seguridad en Dolbler. Había que arriesgarse.
Se deshicieron del vigilante
que los custodiaba, estrangulándole entre sus esposas y, antes de
que el otro soldado, que esperaba en el vagón contiguo, lo percibiese,
saltaron... El tren se adentraba ya en los túneles que atraviesan
la gran cadena montañosa y aún pudieron escuchar su pitido, mientras
caían puente abajo. Fue una caída limpia, desde más de veinte metros
de altura, hasta el cauce caudaloso del embalse salvador que les acogía.
Sin embargo, en la orilla el compañero ya se quejó, tal vez una mala
posición de las piernas al entrar al agua, pero el pie izquierdo se
quedó resentido.
Caminaban despacio, intercalando
breves descansos que cada vez se prolongaban cada menos tiempo. Dentro
del bosque, el hallazgo de la cabaña de un trampero les sirvió de
consuelo y supuso la reposición de víveres para unas cuantas jornadas
más. Así, llegaron a las montañas.
En su huída, a veces, instintivamente
echaban la vista atrás. Habían transcurrido varias semanas desde su
fuga y, tarde o temprano, casi esperaban encontrarse con la patrulla
que habría ya salido en su búsqueda. Así, siguieron camino seguro
por la línea que separaba el bosque de la montaña. Desde lo alto podían
observar si alguien se acercaba y siempre tenían el bosque a mano
para adentrarse y escapar.
Lo que nunca imaginaron
fue que solo un jinete apareciera en el horizonte tras ellos y, hasta
cabía en lo posible que ni siquiera formara parte de la patrulla.
Lo observaron desde lejos en su lento cabalgar, se diría que impasible,
hasta que estuvo lo suficientemente próximo para alcanzarlo de un
disparo... Lo que hubieran dado entonces por un arma! El jinete detuvo
su marcha, obedeciendo a un sexto sentido al que solo son capaces
de atender los expertos en el terreno. Y permaneció allí, en pie junto
a su montura, inmóvil. Precisamente, era aquélla inmovilidad lo que
les inquietaba cada mañana. Hubieran avanzado más o menos durante
el día entero, a la mañana siguiente la silueta oscura de aquel endiablado
jinete permanecía quieta, siempre a la misma distancia. No había lugar
a dudas de que sabía de su presencia, pero aquélla persecución calculada
les obligaba a cambiar su estrategia. Ahora más que nunca había que
evitar los espacios abiertos, ya no podían utilizar el borde rocoso
de la montaña para su huída, pues quedaban a la vista de su perseguidor.
Además, también ignoraban lo que podría tardar en aparecer el resto
de su cuadrilla, por lo que se desviaron al interior del bosque. Allí
podrían ocultarse, incluso emboscarse y, quizás, si daban con el río
podrían huir más rápido y borrar su pista.
Nada más adentrarse en el
bosque volvieron a oír aquellos aullidos escalofriantes. Los habían
escuchado ya anteriormente, cuando dormían en la montaña y contemplaban
la frondosidad del arbolado desde lejos, pero ahora no quedaba otra
salida. Las ansias por adelantar camino y la torpeza del compañero
para sostenerse en pie dificultaban la marcha entre la vegetación.
Cuando volvían la vista cada hilera de árboles parecía un jinete y
resultaba inútil distinguir la dirección de los ruidos. En el bosque
todo hablaba, la madera que crujía a su paso, las copas repletas de
hojas que removía el viento, las aves alarmadas por los extraños y
aquellos aullidos, tremendos lamentos que sobrecogían... Les resultó
imposible reconocer entre la maleza las hordas de atacantes que se
les echaron encima. Caían de las ramas altas y surgían de la espesura
como un enjambre salvaje que, en un instante y sin oposición, les
redujo. A los fugitivos nadie les contó de los guerreros Colchalkes,
nunca oyeron hablar de la fiereza de aquélla especie aparte de hombres
que en el idioma de la selva se hacían llamar «lobos del bosque»,
aunque parecían adivinarlo a juzgar por las pinturas y, sobre todo,
por sus gestos bruscos y agresivos.
Casi fueron arrastrados
hasta el poblado Colchal, en un claro del bosque. El compañero gritaba
de dolor, pero pronto cesó el sufrimiento cuando un golpe certero
de hacha le partió el cráneo. El otro, horrorizado, contempló el hacha
de piedra levantarse en el aire... Pero el guerrero quedó inmóvil,
mientras se volvía al tiempo que el grupo. El Montañés atravesaba
con calma la linde del bosque sobre su montura cobriza, hacia la ladera
rocosa... El jinete silbaba una melodía ininteligible. Cuando su figura
iba a desaparecer ante la montaña ahuecó las manos y, llevándolas
en torno a la boca, emitió el aullido aquel que el valle devolvió
en ecos. Los Guerreros del bosque respondieron aullando al unísono...
Luego, el hacha cayó implacable.
La travesía
«Durante el viaje se
canta y charlotea;
los islotes están frente a la costa,
más allá de la Isla, y el viaje es largo».
Knut Hamsum
Se abalanzó sobre la yegua
impulsado por un resorte automático, aunque era demasiado tarde y
ya habían dado buena cuenta de ella. Los indios Urumhara eran expertos
olfateadores de caminos, pero no aquellos piratas de bosques. No es
el Montañés hombre que se arredre frente a enemigo alguno y tampoco
nadie pudo vanagloriarse de haberle encontrado desprevenido, siempre
alerta, incluso durante el sueño. Lo habían hallado de casualidad.
Les delató el resoplar de su respiración nerviosa mientras se emboscaban...
Prefirió huir hacia la espesura
en vez de hacer frente a un número desconocido de asaltantes. Podían
ser torpes, pero no estúpidos cuando empuñaban un arma. La noche estaba
cerrada y alzando el fusil como el machete más certero, se abrió paso
en la oscuridad, rápido, corriendo entre los árboles, hacia el río.
Los disparos silbaban a su alrededor sin acertar y, de un salto, se
zambulló en las aguas gélidas del Athur, caudaloso en ese tramo, pero
peligroso y veloz cuando desemboca más abajo en los rápidos rocosos.
Era cuestión de tiempo,
por eso escogió nadar contra corriente. Distinguió, entre bocanadas
de agua, las sombras de sus monturas recorrer la orilla escrutando
la corriente para dirigirse río abajo, explorando cada palmo.
Avanzar río arriba resultaba
lento y penoso, apenas se ganaban algunos metros y había que tener
agallas para mantenerse el tiempo suficiente y que sus perseguidores
optasen por emprender la búsqueda en la lógica dirección del río hacia
adelante. Con la cabeza sumergida en el agua los cascos de los caballos
suenan igual que truenos, trepidantes. Corriente arriba, se asomó
en la margen opuesta, después de comprobar la ausencia de amenaza.
Exhausto y mojado, con el fusil colgado a la espalda, caminó monte
arriba el resto de la noche, sin descanso, hasta que el frío nocturno
le atenazó los músculos e impidió a sus piernas dar un paso más.
Cuando despertó el sol estaba
en lo alto. Se desembarazó del forraje de helechos que, a modo de
abrigo, le dieron cobijo y, en pie, pudo vislumbrar al fondo los montes
Betsales, una hilera montañosa de diminutas cumbres redondeadas, que
dibujaban la línea limpia de la frontera con el noroeste. Más allá,
también limpio y cruel, el desierto. No había otra salida.
Afrontó su suerte con la
decisión firme que siempre imprimía a sus actos, aún a sabiendas de
que cada paso que daba desierto adentro significaba acercarse a un
final seguro.
Por eso se tendió, inerte,
sediento y sin agua, castigado más allá del límite sobrehumano, dispuesto
a que el fin salvador llegara pronto. Hasta sus ropas acartonadas
por el calor le hacían daño y así, boca arriba, encaró la claridad
inmensa que se adueñaba de todo, a la espera que lo hiciera también
de su vida sin escapatoria...
Ya debía estar muerto, pensó,
al contemplar sobre sí los rostros de aquellas mujeres que le observaban.
Quizás se encontrara ya en el paraíso que tanto le prometieron, porque
le parecieron tremendamente hermosas, de una belleza exuberante y
salvaje. Sus rasgos eran suaves, angelicales, pero firmes cuando sus
delicados brazos lo voltearon para darle de beber aquella pócima o
tal vez fuera agua. Soñó con ellas, con sus hermosos cuerpos. Si no
estuviera muerto habría jurado que las amó, sobre todo a aquella joven
sonriente de lacio cabello negro, tan brillante como los hilos de
plata que lava la luna en el espejo oscuro del río...
Esta vez le despertó una
bocanada de aire fresco. La cegadora claridad de antes dejó paso a
un cielo azul diáfano. Le sorprendió la energía con que se puso en
pie y, atónito, contempló las laderas suaves que dan entrada a Ka-Al-Andhul,
la primera ciudad habitada una vez traspasado el Desierto Gran Negro.
Los ladridos de los perros
anunciaron su llegada al entrar en las polvorientas calles y las gentes
comenzaban a arremolinarse en torno suyo con el rostro incrédulo,
pues a la puerta de la ciudad se accede desde la llanura y nunca nadie
antes logró atravesar el desierto desde el oeste y sobrevivir.
Fue el venerable Thamir
quien lo rescató de la muchedumbre que palpaba su fusil y lo zarandeaba
para cerciorarse de que realmente estaba vivo. El anciano lo llevó
a su tienda y lo invitó a descansar...
—Se puede vencer al frío
y al calor, pero no a los guardianes de las arenas... —mascullaba
mientras le ofrecía el amargo té con el que comercian los viajeros
del desierto.
—A menos que...
Quizás fue la respuesta
del anciano desvanecida en el aire o quizás el primer trago que templaba
su estómago en muchas jornadas, lo cierto es que una sacudida hizo
estremecerle hasta el entendimiento. Por unos instantes, resucitó
vívida la imagen de las hermosas guerreras del desierto, esbeltas
a lomos de sus camellos, sonrientes y ágiles, mientras se alejaban
a galope y se perdían en la árida atmósfera de arena donde el sol
extendía sus dominios. Al igual, con el segundo sorbo de té, se desvaneció
el hechizo de su recuerdo y, a cambio, una sombra de duda empañó su
mente ahora confusa... Quizás las diosas del desierto solo existieran
en un sueño, quizás fueran eso, un espejismo, un deseo...
Afuera, en la plaza, los
camellos descansaban en círculo, impasibles, a la espera de la próxima
caravana que reanudara su marcha itinerante hacia otros horizontes
de luz…
En el templo
«De tarde en tarde
alguna ráfaga
hacía circular sobre el paisaje
jirones dormidos de bruma».
Knut Hamsum
Desde
que El Montañés llegó a la costa pudo comprobar que las aguas
verdes del Mar Menor escondían más secretos de lo que a simple vista
pudieran ofrecer. Observó también la estrecha senda de arena que las
olas descubrían al apartarse y que comunicaba con el Palacio de Morjor,
horadado en las entrañas del islote del mismo nombre.
Aprovechó para reponer fuerzas y aguardó confundido
entre las rocas del acantilado como otra sombra más, recortado entre
los rojos y amarillos del crepúsculo. Aquella era la noche. Por eso,
cuando el mar retrocedió el Montañés avanzó a pie por la orilla de
aquella lengua de arena, para no dejar huella. Ya en la entrada se
topó con el guardián, sorprendido en el primer sueño. Cuando el amanecer
llegase lo encontraría así, dormido para siempre en la herida abierta
de su cuello. El Montañés cruzó los amplios corredores con la daga
del guardián. A través del enrejado pudo observar a las vírgenes en
inquieto revuelo, nerviosas, quizás por las novedades que se presentían.
Algunas aún sin velo acercaban su hermoso rostro al enrejado, curiosas.
Del fondo del pasillo, apresurado, surgió el otro guardián que custodiaba
la puerta del santuario, pero antes de que desenvainara la daga del
Montañés silbó una canción de muerte al clavarse en su pecho. No había
tiempo que perder, así que exploró cada rincón del recinto hasta dar
con lo que andaba buscando, justo sobre el altar. Luego, empuñando
el vaso sagrado de Rankha, abandonó el Palacio por el pasillo de arena
que se abría entre las olas.
Se dirigía al lugar donde le aguardaba su montura
cuando algo hizo que se agazapara, inmóvil. Siempre ataba a su yegua
con media vuelta, estaba enseñada a soltarse ella misma en caso de
peligro, por lo que aquel resoplido impotente solo auguraba imprevistos.
No tardó en distinguir al grupo de soldados del relevo de la guardia,
apostados a la espera entre los árboles. Con sigilo, se arrastró en
dirección al acantilado para ocultarse. Desde allí, podía observar
el trajín de caballería que atravesaba el pasaje de arena hacia el
islote del Palacio; habían dado ya la señal de alerta. Especialmente
se fijó en aquel jinete de capa larga y turbante malva, parecía algo
más que un cabecilla. Dos cadenas doradas le pendían del pecho y sus
gestos eran enérgicos al impartir las órdenes.
Al Montañés le dio la impresión de que ocurría
algo más que la precipitada organización de su captura, sobre todo,
cuando el grueso de los jinetes marchó en su busca y el otro grupo
que lideraba el de la capa permaneció en el islote. Enseguida obtuvo
la respuesta. No era de extrañar que para un grupo de desalmados también
resultaba tentador el bello tesoro que guardaban las paredes del Templo
sagrado... Iban sacando a las vírgenes ultrajadas, después de satisfechos
los instintos de su apetito más primitivo y, una a una, eran degolladas
a la entrada del templo antes de caer al mar. La oportunidad era propicia
para posteriormente echar la culpa al extranjero y proclamar la guerra
a los profanadores.
Supo que la diversión había terminado cuando
los gritos cesaron y salió el jefecillo con su melena cana al aire,
sin turbante. Antes de que comenzaran a explorar cada rincón de entre
las rocas el Montañés debía abandonar aquel acantilado. Entonces se
acordó de que El Pierjel no quedaba lejos y que de su puerto partían
de continuo bajeles con destino a los mercados del Este, donde no
le resultaría difícil intercambiar el tesoro de Morjor por otros bienes
más útiles. Apretó el vaso de oro bajo el cinturón y echó a nadar.
Pero antes, de un último vistazo, se despidió de la triste belleza
del islote sagrado... Los cuerpos de las vírgenes flotaban desnudos,
tiñendo de sangre las olas que circundaban el templo.
Horizonte
de
arena
Habría
reconocido aquella figura envuelta en la capa en el último
confín del mundo. No era la primera vez que se topaba con el canoso
barbudo y sus inconfundibles cadenas doradas cruzándole el pecho,
como tampoco era aquella la única tempestad de arena en mitad del
desierto. El Montañés ya presintió algo antes de desatarse el airado
vendaval, tal vez por los sospechosos movimientos de uno de los guías
de adelante hacia atrás de la caravana y que después desapareciera
al galope sobre el corcel fresco que condujo de las riendas durante
todo el trayecto. El resto de los mercaderes intercambiaron miradas
desconfiadas entre sí, aquello era lo que parecía y la emboscada estaba
ya pergeñada. Pero ni los propios bandidos contaron con el caprichoso
hado del desierto. El cielo oscureció al tiempo que un repentino viento
sacudía las túnicas de los hombres que, cubriéndose el rostro, se
apresuraron a parapetarse tras el cargamento de los camellos. El Montañés
escogió una pronunciada duna, algo alejada del grupo y, tumbado boca
abajo, aguardó a que la tormenta pasara por encima suyo. Le resultaba
imposible ver ni oír, solo sintió los cascos de los animales golpear
en el suelo. Cuando logró asomar la cabeza al frente fue cuando pudo
observar cómo los malhechores, dirigidos por el barbudo de la capa,
se hacían con el botín de la caravana y, también, comprobó cómo acabaron
con la vida de los sobrevivientes, rematándolos sin escrúpulos. Ya
conocía los modos de aquella banda de salteadores, su perplejidad
vino al divisar entre la espesa niebla de arena la silueta recortada
de los otros jinetes, inmóviles, escrutando las intenciones últimas
del pillaje. Luego, cuando los ladrones pusieron fin a su faena y
decidieron marchar, el otro grupo de jinetes fantasmas desapareció
también, sigiloso, tras la duna... Algo en el lento y grácil cabalgar
de aquellas monturas trajo a la mente de El Montañés el recuerdo de
las leyendas, sí, otra vez las diosas del desierto surgían en su camino.
Se arrastró hasta el lugar del asalto, entre
los cuerpos semienterrados, atraído por los gemidos de uno de ellos,
malherido. La daga le había atravesado el omóplato de parte a parte,
pero sin conseguir matarlo. El Montañés lo envolvió con las ropas
de otro cadáver y taponó la herida. Luego, lo izó del otro hombro
y lo obligó a caminar en dirección a la duna que había servido de
otero a los jinetes fantasmas. Se dejaron caer por la pendiente suave
y larga y, a duras penas, aún remontaron otra duna más elevada. Entonces,
desde lo alto, vislumbraron las copas verdes del oasis, semejaban
torres fortificadas de un paraíso perdido en la arena. Y no era un
espejismo porque ambos lo vieron y porque el herido pareció recobrar
fuerzas acelerando el paso hacia el vergel.
Antes de alcanzar sus orillas las gentes del
oasis salieron al encuentro. Se llevaron en palio al guía herido y
agasajaron al Montañés con comida y vestimenta limpia. Los efluvios
del aguardiente, después, le ayudaron a descansar. A la mañana siguiente,
El Montañés pudo disfrutar del primer baño en varios meses. Luego,
le condujeron a la amplia sala donde, sentado, esperaba el hombre
que rescató de la caravana. Su aspecto aseado y bien atendido le hacía
parecer otro. Les dejaron a solas y conversaron durante horas, de
modo que El Montañés pudo conocer algunos detalles importantes para
entender el significado de los acontecimientos más recientes.
La historia del guía desveló la identidad del
misterioso barbudo de la capa, jefe de la Guardia de Omar Muhar, primo
hermano del Califa y heredero legítimo, según sostenían con violenta
insistencia sus seguidores. El Montañés escuchaba con atención los
detalles, solo interrumpidos por la sirvienta que, en silencioso respeto,
entraba para ofrecerles infusiones o aguardiente. El Montañés aceptó
la taza que le ofreció la mujer... Sus rasgos estilizados quedaron
visibles al destaparse el velo mientras vertía el líquido. Cuando
la bella mujer le tendió el brazo al Montañés tampoco le pasó desapercibida
la sensual firmeza de su mano, que apretó al tiempo que le preguntaba
el nombre...
—Yaira, me llamo Yaira... —musitó ella, apartando
los ojos de su mirada intrigante.
Al Montañés no le quedó otro remedio que seguir
atendiendo las explicaciones del amigo guía que, en señal de agradecimiento
por haberle salvado la vida, le invitó a salir de la tienda para recoger
el regalo al que tenía prohibido rehusar: un camello descansaba afuera,
atado a la vegetación, era suficiente para llegar hasta El Pierjel
y para, después de venderlo, comprar el pasaje rumbo al Continente.
Cuando tuvo que abandonar el campamento, El Montañés
se despidió con un último vistazo sobre los muchachos que se agolpaban
bajo las palmeras, junto a las tiendas donde descansaban los hombres
y, a la sombra, algunas mujeres parecían también despedirse en silencio...
Distinguió entre ellas a Yaira, que agrupaba a los niños, sin perderle
de vista. Como buen beduino, su guía amigo le engañó con el regalo:
no era rápido sino un viejo camello, pero no le mintió en los dos
días que le separaban del afamado puerto de El Pierjel.
Era de tarde cuando la embarcación zarpaba. Desde
cubierta, El Montañés aún pudo observar al grupo de jinetes que irrumpió
con estruendo en el puerto y las cadenas de oro que el cabecilla lucía
en el pecho. Se alegró por fin de dejar atrás el bullicioso ajetreo
de aquel puerto atestado de gentes y pertrechos y, cuando la noche
entraba, se recostó en popa. Por unos instantes, imaginó a Yaira despojada
del velo, desnudo el torso a lomos de su montura, empuñando firme
el arma a galope, entre dunas, hacia un horizonte de arena...
CONTACTAR CON EL AUTOR: santiagogarciagalindo[at]hotmail.com
Web:
http://personales.com/espana/santander/sonrelatos/index.html
|