Demasiado humano
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Jesús Pérez Cristóbal
Hacía más de una hora
que le estaba esperando y empezaba a sentirme preocupado e inquieto.
Me levantaba una y otra vez a mirar por la ventana con la esperanza
de verle aparecer con ese andar lento y regular que le caracterizaba.
La tarde estaba lluviosa, desapacible, se había levantado una ventisca
y apenas se veían algunos viandantes por la calle. No eran horas para
que estuviera en la calle, y menos con el día tan horrible que hacía.
Le había dicho a Rober que me hiciera unas compras en una tienda cercana
y volviera sin demora, que no sería recomendable para él que se mojara
mucho. Recuerdo que me contestó, casi displicente, que el agua no
le afectaba. Su respuesta me sorprendió, pero en aquel momento no
estaba dispuesto a iniciar una discusión por algo tan insignificante,
así que le dije que partiera sin más dilación, aunque me quedé pensando
sobre ello un buen rato. Al ver su tardanza había intentado llamarle
pero no conseguía conectarme con él.
Mi impaciencia se tornaba
en enfado, así que finalmente decidí salir a buscarle por la ciudad.
No era normal que a mi edad, después de una vida de trabajo y sacrificio,
tuviera este tipo de preocupaciones. Era la primera vez que Rober
se comportaba de ese modo. Otras veces había tenido un comportamiento
un tanto extraño, a veces incluso me había hecho reír con sus locuacidades
y ocurrencias, o simplemente había hecho cosas muy diferentes de lo
que se esperaba de él. Sin embargo esta vez había sobrepasado los
límites. Se lo debía hacer entender de una vez para siempre.
Cuando salí a la calle
ya estaba lloviendo y el fuerte viento casi me impedía mantener firme
el paraguas. ¿Dónde podría estar Rober? Resolví dirigirme en primer
lugar a la tienda donde supuestamente debía haber entrado aquella
tarde. Estaba a una pocas manzanas de donde me encontraba, así que
fui hacía allí intentando mojarme lo menos posible. Atravesé unas
calles casi desiertas, mientras iba creciendo mi enfado. Cuando llegué
a la tienda hacía rato que estaba farfullando maldiciones contra Rober.
La dependienta que me
atendió, una joven con acento extranjero, no parecía en un principio
recordarle. Sólo después de explicarle al detalle las características
y el aspecto de Rober, creyó haberle visto aquella misma tarde, pero
no me supo decir nada más. Así que salí de aquel comercio desanimado,
sin tener muy claro por donde proseguir mi búsqueda. ¿Dónde podría
estar el condenado? Afortunadamente había dejado de llover y vagué
por unos minutos mirando por hacia todos los lados con el deseo de
verle pronto y poder regresar a casa, e intentando pensar al mismo
tiempo donde podría seguir buscando. Me acordé de Lemi. Tal vez él
pudiera decirme algo sobre Rober. Así que me dirigí al taller donde
trabajaba. Las piernas me pesaban, y me sentía cansado, hastiado.
Mientras tanto empezaba a anochecer.
El taller estaba cerrado.
Sin embargo tenía la certidumbre de que Lemi se hallaba en su interior.
Pegué mi oreja a la puerta de metal y pude escuchar un ruido tenue
y lejano. Sin duda era él trabajando. Golpeé la puerta metálica con
una piedra que encontré en el suelo y tras unos segundos escuché pasos
en el interior, y el sonido del cerrojo de la puerta. Me había abierto
la puerta Lemi, que me miraba de esa manera fría y distante que tanto
me recordaba a Rober. Le había visto muchas veces en la calle con
mi amigo Jaime pero era la primera vez que hablaba directamente con
él, y no tenía muy claro cómo hacerlo. Le pregunté por Rober con autoridad,
sin titubear. Lemi, de forma educada, me contó que no lo había visto
en días, pero que tal vez lo pudiera encontrar en el parque de las
lanzas.
Así que me dirigí hacía
el parque, que se encontraba no muy lejos del taller. Entré por la
puerta principal. Lejos de la protección de los edificios sentí el
viento frío y húmedo sobre mi rostro. El parque estaba solitario,
sólo podía ver en la distancia a un chico joven que paseaba a un perro.
Caminé junto a los jardines, con un poco de temor. Estaba enfadado,
muy enfadado. Había resuelto volver a casa, un anciano como yo no
tenía por qué estar vagando por ahí a esas horas, ya casi de noche,
exponiéndome a peligros innecesarios.
Fue entonces cuando lo
vi. Estaba bajo un gran árbol, aprovechando la luz de una farola cercana,
sentado junto a una de las mesas del parque. Frente a él reconocí
a Jerom, el ayudante de Carlos, el portero del edificio donde vivo.
Junto a ellos, de pie, se encontraba una persona, alguien que por
su aspecto descuidado y sus ropas andrajosas debía de ser un vagabundo.
Me acerqué a ellos ocultándome tras una fila de árboles, tratando
de no ser descubierto. Permanecí observándoles, pendiente a todo lo
que hacían y decían. El infeliz se dedicaba a jugar al ajedrez con
Jerom ante la mirada de aquel vagabundo mientras yo le buscaba por
media ciudad. Era la primera vez que veía a Rober frente a un tablero
de ajedrez, que a buen seguro pertenecería al vagabundo que estaba
con ellos. Era curioso ver cómo Rober y Jerom movían las piezas sucesivamente,
de forma rápida y rítmica, mientras al mismo tiempo pronunciaban lo
que parecía ser la codificación de los movimientos. Cada dos o tres
minutos, ponían de nuevo todas las piezas en su posición inicial,
el vagabundo aprovechaba para hacer un comentario, y de nuevo empezaban
una de sus frenéticas partidas.
En un momento dado, no
pude evitar hacer un pequeño ruido, por lo que se percataron rápidamente
de mi presencia. Al verme, la expresión de Rober se volvió temerosa
y extraña. La cara de Jerom, en cambio, no parecía mostrar ninguna
expresividad. Me acerque hacía ellos, gritándole a Rober que dejara
de jugar y viniera a casa inmediatamente conmigo. Se levantó lento
y cabizbajo, y me miró con esa expresión triste y arrepentida que
otras veces le había visto poner. Iracundo le amenazaba con reprogramar
totalmente su memoria, con devolverlo a la tienda donde lo compré,
con tirarlo a la basura. Con su voz sonora y metálica se despidió
de sus acompañantes y me siguió hacía la casa, lánguido y derrotado,
en lo que me parecía una brillante actuación dramática. Caminando,
maldecía mi suerte por comprar un robot tonto y apasionado, por gastarme
más dinero del razonable en conseguir el último modelo de autómata
que salía al mercado, que finalmente había resultado ser demasiado
humano. Miraba su cara lastimera y no podía dejar de pensar en el
robot de mi hija. Un robot silencioso y obediente, que nunca contradice
a las personas, que no escribe poemas ni posee vocación de actor y
en las noches de lluvia no se escapa de casa para jugar por ahí al
ajedrez en compañía de vagabundos.
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CONTACTAR CON EL AUTOR: jesus_pe_cris[at]yahoo.es
ILUSTRACIÓN: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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