El hombre
dormido
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Álvaro Morales
Se despertó soberbio.
El aire matinal, templado, sin moscas, sin las molestias del verano
le había llenado los pulmones apenas despierto y se sintió vivo, como
si estuviera naciendo al mundo por primera vez. Se levantó altivo,
sin ninguna preocupación en la cabeza. Tarareando el ritmo de una
vieja canción que ya había olvidado, se dirigió hacia el cuarto de
baño y como siguiendo automáticamente el patrón de sus actividades
diarias, revisó displicente el marcador del calefón, ya que sus intenciones
eran afeitarse y luego bañarse. Se lavó distraídamente la cara, con
la conciencia en vaya a saber que paradisíaco reino primaveral, y
cuando se miró en el espejo y no se vio, sintió que el mundo se desmoronaba
bajo sus pies. Una paradoja sutil del rey Midas: todo lo que piso
se vuelve abismo. Miró a sus espaldas, raspó el espejo con indignación,
y cuando estaba a punto de gritar, inmerso en los ecos del grito (que
se fue deformando hasta parecer la cruel carcajada de alguna divinidad
onírica), despertó sobresaltado, extrañadísimo y con un mal sabor
en la boca.
Al instante el sueño
se zambulló en las tinieblas del olvido y el sabor amargo en la boca
fue cediendo terreno. Sintió el fresco aire matinal entrando en sus
pulmones y se desperezó bastante feliz en la cama. Le vino instantáneamente
el ritmo de una vieja canción a la cabeza y comenzó a tararearla al
tiempo que se dirigía hacia el cuarto de baño.
«Qué sueño extraño» —se
dijo pensando que ya casi lo había olvidado.
No necesitó mirar afuera
para darse cuenta de que el día estaba maravilloso. Imaginó la brisa
sobre los árboles verdes, el cielo despejado, los pájaros y sus sonidos,
la muy gratificante sonrisa de alguna muchacha en ropa veraniega,
la gente en las calles.
Agradeció que no hubiera
moscas, que no hubiera pegote, que el tiempo le favoreciera así como
al parecer los caprichos celestiales. Sin saber bien porqué (y por
supuesto sin razonarlo en lo más mínimo) sintió que ese sería un gran
día, que todo saldría de maravilla.
Se levantó tarareando
ese ritmo olvidado, perdido en los abismos del tiempo y la memoria.
Dando pequeños saltitos exaltados llegó al cuarto de baño. Revisó
el marcador del calefón, abrió las llaves de la ducha, y muy lentamente
fue tanteando con la palma de la mano la complicidad que necesitaba
del agua para con su delicada piel. Se bañó en ese líquido cristalino
y placentero y una vez satisfecho cerró las llaves del agua. Tomó
una mullida toalla que de inmediato lo abrazó y lo acarició mientras
lo secaba. El olor a lavanda en el aire. Una pequeña reminiscencia
del aroma de la savia del sauce llorón acudió a su memoria y de ahí
de inmediato a su paladar. De niño siempre le había gustado escarbarse
las encías con palitos verdes de sauce llorón y tenía el sabor de
su savia grabado a fuego en la memoria.
Tomó la maquinita de
afeitar y la pomada, desempañó el espejo con una mano y cuando no
vio su reflejo no recordó el sueño anterior, tan sólo se sintió sorprendido.
No vio su cara de incredulidad
ni su gesto torpe; simplemente se volvió a despertar, en su cama,
ligeramente sudado y con una sensación extraña en la cabeza. Abrió
los ojos como esperando algo y se quedó tendido en el lecho hasta
que el fresco aire matinal entró en sus pulmones como un presagio
de bienestar. Al instante lo olvidó todo, pero de todas formas se
sintió como una máquina que acabara de ser encendida y que tuviera
una tarea de ineludible resolución. Se levantó un tanto confundido
hasta que la melodía de una vieja canción de la que ya había olvidado
la letra le sació los pensamientos. Se dirigió al cuarto de baño pues
debía bañarse y afeitarse. Pasó frente al espejo sin mirarlo y comprobó
que en el calefón había agua caliente. Se bañó en esa agua tibia,
bastante despreocupado en el placer que pudiera provocarle. Pensó
que tal vez no debiera afeitarse y luego deshizo esta posibilidad
sin saber muy bien porqué. Maquinalmente tomó la toalla que no lo
abrazó, sino que sólo pareció deslizarse mientras lo secaba. Tomó
la maquinita de afeitar y la pomada y tuvo un mal presentimiento.
Desempañó el espejo intentando no mirarlo, pero cuando lo hizo, el
particular sentimiento de duda que invadía su espíritu encontró significado.
Su reflejo no estaba, como si él no se encontrara ahí. Sólo veía la
imagen invertida de la pared del fondo del baño. Se dio vuelta intentando
comprobar la imagen y todo se volvió oscuridad.
Despertó con un sabor
a savia en la boca que muy lejos de sobrecogerlo con la melancolía
de los hechos pasados le secó la boca y le produjo una sensación de
repugnancia. Abrió los ojos y pensó que si miraba la cama y las pegajosas
sabanas, despertaría frente al espejo, con la máquina de afeitar en
una mano y la pomada en la otra. Pensó entonces que debía bañarse
y afeitarse y de inmediato desechó esta posibilidad como si fueran
pensamientos ajenos. Al instante lo recordó todo. Una mosca le rozó
en la frente y él la espantó absolutamente irritado. Buscó una excusa
para ponerse en pie, para ir a cumplir con sus obligaciones. La melodía
de una vieja canción de la que nunca recordaría la letra le acudió
a la cabeza y se sintió nuevamente invadido por los pensamientos de
algún otro. Se sintió extraño, indefinido, e intentó pensar que sólo
había sido una mala jugada de su mente. Pensó que únicamente había
habido un sueño, uno sólo, y que por más curioso que hubiera sido,
no había excusa valedera para el hecho incuestionable de que debía
seguir con el patrón de sus actividades, de sus obligaciones. Se puso
de pie sin pensarlo demasiado y decidió dejarse llevar, no cuestionar
lo incuestionable. Una leve ráfaga de brisa lo rozó y se sobresaltó
sintiendo frío. Pensó que lo que debía hacer era tomar una ducha y
luego afeitarse de modo que se dirigió al cuarto de baño. Cuando comprobaba
el medidor del calefón la duda volvió a cobrar certeza. Vio el espejo
sobre el lavabo. El ángulo en el que se encontraba no le permitía
ver su reflejo de modo que se fue acercando lentamente, como si fuera
un hombre primitivo adentrándose a una cueva la cual podía ser en
adelante tumba o morada, dependiendo de las circunstancias. Cerró
los ojos y dio un gran paso hacia adelante hasta situarse exactamente
frente a su objetivo, los abrió y se sintió un gran estúpido pues
su reflejo no estaba, él no estaba ahí. Estaba en su cama, recién
despierto y el aire era turbio y caliente. Se sintió pegoteado al
lecho por el sudor y al instante volvió a recordarlo todo. Todos los
sueños. Supo de inmediato que se había despertado de un sueño ya varias
veces y tuvo la seguridad de que si volvía a mirar en el espejo, despertaría
una vez más en su cama, sudado, y con esas moscas que revoloteaban
en el pesado aire de la habitación, en su cara. Al mismo tiempo le
invadió la duda del hombre racional; el hombre que al tener durante
unos segundos un ovni a tres metros de distancia, el primer pensamiento
que acude a su cabeza es: «¿Qué puede ser si no es un ovni?» La duda
razonable que le decía que eso no debía estar pasando exactamente
como él lo percibía; no podía ser tan fácil.
Se levantó apresurado
y fue hasta el espejo. Se miró y quedó en blanco. El no verse fue
está vez mucho peor que en las otras ocasiones, aún recordándolas
todas.
Se despertó todavía en
blanco, en otra cosa. De pronto se sintió invadido por dos sensaciones
repugnantes. Habían acudido a su conciencia al mismo tiempo y le habían
producido la sensación de que dos pequeñas serpientes se hubieran
movido dentro de su cabeza. Una reptó entre sus tejidos hacia abajo
lateralmente y él escuchó esa vieja canción de la que ya ni imaginaba
autor, si es que este no lo era él mismo. La otra lo hizo directamente
hacia abajo, agujeró el paladar y sacó su ponzoñosa cabeza olfateando
en su cavidad bucal. En ese momento el sabor a aquella savia de sauce
llorón le saturó los sentidos como una inmensa marejada, sintió una
náusea y tuvo que mover la cabeza hacia un costado para no vomitar
sobre la cama. Abrió los ojos y se sintió un poco mejor. Pensó que
esa mañana debía quedarse en cama. Miró hacia el botiquín del baño
(el espejo) y se hizo una imagen mental de las pastillas antiácidas
que había en él. Se sintió atrapado, plomizo, muy cansado. Muy lentamente,
recostó otra vez su cuerpo sobre el lecho y apoyó la cabeza en la
almohada, cerró los ojos, y se durmió.
Se despertó soberbio.
El aire de la mañana, templado, sin moscas, sin las molestias del
verano le había llenado los pulmones apenas despierto y se sintió
vivo, como si estuviera naciendo al mundo por primera vez. Se levantó
altivo, sin ninguna preocupación en la cabeza. Tarareando el ritmo
de una vieja canción que él creía había olvidado pero que aún permanecía
en su cabeza, se dirigió hacia el cuarto de baño y como siguiendo
automáticamente el patrón de sus actividades diarias, revisó displicente
el marcador del calefón, ya que sus intenciones eran afeitarse y luego
bañarse. Se lavó distraídamente la cara, con la conciencia en vaya
a saber qué paradisíaco reino celestial, y en el momento en el que
iba a mirarse en el espejo algo falló. Dudó, tuvo un atisbo de recuerdo
y rechazó asqueado la melodía en su cabeza. Rechazó el espejo que
se le ofrecía, empañado, como la interminable puerta de un interminable
laberinto.
Intentó salir corriendo
de ese baño endemoniado y resbaló en el suelo mojado. El golpe no
lo detuvo mucho a pesar de dejarle un moretón considerable en el muslo
derecho, por muy lejos, pareció motivarlo.
Salió disparado hasta
el ropero, se vistió con la celeridad de un condenado, abrió la puerta
del apartamento y salió al exterior. Recorrió los quince metros hasta
el ascensor sin saber muy bien en qué pensar o simplemente no pensando
en nada. Bajó a la calle al borde de un ataque de claustrofobia; sensación
escalofriante que no lo abandonó apenas puso un pie en la vereda.
Se dio cuenta de que
todos sus pensamientos acerca del tiempo y el clima estaban errados.
Era de noche; y la noche era extrañísima, oscura, sin luna ni estrellas.
Una tenue brisa se adivinaba entre los edificios y la temperatura
era ideal.
En ese momento se le
vino a la cabeza la idea de que no tenía reloj, de que nunca lo había
tenido. Tal vez en algún momento sí, pero no en sus recuerdos más
inmediatos. No recordaba la presencia de ningún despertador sobre
la mesita de luz y ciertamente sabía que nunca lo había tenido. Absolutamente
extraviado, comenzó a caminar por la vereda y de inmediato le llamó
la atención una peculiar característica del paisaje que lo rodeaba:
Estaba solo. Si bien veía esporádicos autos estacionados junto al
cordón, no lograba entrever la presencia de nadie, de ningún ser humano.
Todas las luces de todos los apartamentos estaban apagadas, se olía
en el aire la quietud. Pronto notó también la ausencia de los sonidos
típicos de las noches en la ciudad. El viento deslizándose en alguna
cornisa o que arrastra unas hojas o unos papeles. Algún perro que
ladra, el bocinado de un auto en la distancia. Nada de eso; en su
lugar el silencio absoluto.
Comenzó a preocuparse
acerca de su cordura al creer percibir cierta textura artificial en
las hojas del segundo árbol con el que se cruzó. Lo mismo con el tercero,
y con el cuarto, y con todos los árboles de la cuadra. Al llegar a
la esquina miró con cautela a la calle que cruzaba. Una larga, interminable
avenida, enmarcada por las enormes paredes de los rascacielos. Y ahí,
a la vuelta de la esquina, en una peculiar columna junto a otro árbol
de aspecto artificial, creyó ver una caja roja que le llamó especialmente
la atención. Desde la distancia parecía contener una pantalla de televisión.
Se fue acercando con lentitud, sacando una conclusión distinta acerca
del artefacto con cada paso que daba. Cuando llegó junto a él pudo
cerciorarse de la exactitud de su primera apreciación. Era una pantalla
plana de televisión. Debajo de la misma había un espacio de cristal
que brillaba mientras el espectro del arco iris lo recorría, cambiando
de color a intervalos iguales.
Puso un dedo sobre la
lámina de cristal y unos segundos después una enorme «G» apareció
en la pantalla que hasta entonces parecía apagada. Movió el dedo un
poco hacia la izquierda y apreció otra enorme «S». Luego, en la parte
inferior derecha de la pantalla aparecieron las dos letras como el
comienzo de una palabra: «Gs». Movió el dedo inmediatamente hacia
arriba y apareció una «W». En la parte inferior de la pantalla apareció
«Gsw». Lo había entendido, era un teclado, era una computadora. Al
instante apareció un mensaje en el centro de la pantalla: «Error léxico,
incompatibilidad de caracteres. Reformule». Y las tres letras desaparecieron.
Quedó atónito. ¿De qué
se trataba todo eso?
Pensó en que debía aprovecharse
de las circunstancias mientras pudiera y se decidió a preguntar algo.
Con la ansiedad de el que encuentra un tesoro que en cualquier momento
puede desvanecerse pensó qué preguntar. Al final creyó conveniente
sacarse la duda que lo atenazaba desde que pusiera un pie fuera del
apartamento.
Perfectamente tecleó:
«¿Dónde estoy?».
El mensaje, que se había
ido formando en la parte inferior derecha de la pantalla, se deslizó
hacia el medio y luego desapareció.
Transcurrieron unos segundos
hasta que la respuesta apareció en el centro de la pantalla, arriba,
con otras letras y a modo de leyenda.
«Museo de las Eras Pasadas.
Recreación: Nueva York de día. Siglo XX».
No logró entender nada
tan embarullada tenía la cabeza. Deseó que la leyenda permaneciera
unos segundos para leerla más detenidamente lo cual ocurrió, pues
el mensaje quedó como fondo y la pantalla pareció elevarse.
La leyó y la releyó varias
veces y sólo más dudas acudieron a su cabeza. Tuvo la certeza de que
algo estaba por fallar de nuevo y se apresuró a hacer otra pregunta.
Sin pensarlo demasiado
tecleó: «¿Qué es este lugar?».
De pronto, la máquina
formuló a su vez una pregunta la cual fue a situarse debajo de la
suya que aún no había desaparecido.
«¿Quién es usted?».
Y las letras se tornaron
rojas, como si se hubieran llenado de líquido.
Nuevamente se sintió
atrapado, cansado, a pesar de lo cual pensó seriamente la pregunta
del artefacto.
¿Quién era? ¿Quién había
sido? ¿Realmente lo sabía?
Extraviado tecleó: «No
sé».
Y de pronto vio en la
pantalla una imagen. El frente de una casa. La puerta blanca y la
ventana sin rejas; la fachada de ladrillos; la jardinera llena de
narcisos o lirios blancos; el capó de un auto estacionado en la calle.
Movió su cabeza hacia la derecha y se dio cuenta que ahora podía ver
las puertas delanteras del auto y el principio de la casa lindera,
como si se tratara... de un espejo.
Se despertó soberbio.
El aire matinal, templado, sin moscas, sin las molestias del verano
le había llenado los pulmones apenas despierto y se sintió vivo, como
si estuviera naciendo al mundo por primera vez. Se levantó altivo
y sin ninguna preocupación en la cabeza. Tarareando el ritmo de una
vieja canción que ya había olvidado, se dirigió hacia el cuarto de
baño y como siguiendo automáticamente el patrón de sus actividades
diarias, revisó displicente el marcador del calefón, ya que tenía
intenciones de bañarse. Se lavó distraídamente la cara, con la conciencia
en vaya a saber qué paradisíaco reino de ensueño.
De inmediato pensó que
debería ir al barbero a que lo afeitara y luego consideró que bien
podía ir en los días venideros. Después de todo no era tan grave ir
con la sombra de la barba al trabajo por un par de días. Vio junto
al cepillo de dientes la maquinita de afeitar y la pomada y se preguntó
por qué no tenía espejo en el baño, por qué nunca lo había tenido.
Si bien recordaba haberse mirado en espejos en otras ocasiones y en
otros ámbitos, no tenía presente la memoria de haber tenido uno nunca
y este hecho le causaba un pequeño sentimiento de duda que pronto
se disiparía gracias al optimismo que lo embargaba.
Se dio una ducha refrescante
y sintió que los elementos lo favorecían. Ese sería un día magnífico,
todo saldría de maravilla. Con el sabor de la savia del sauce llorón
en la boca, ese sabor que tenía grabado a fuego en la memoria, se
fue vistiendo muy pausadamente, disfrutando el roce de cada prenda
sobre su piel. Una vez vestido, abrió la puerta y se fue.
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CONTACTAR CON EL AUTOR: ohcanpo[at]hotmail.com
ILUSTRACIÓN: Fotografía por João Paulo Lopes Correia © (Participante
en la
2.ª Muestra de Fotografía Almiar 2003).
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