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Cuando llegue el ocaso...
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Paulina Díaz Rogado


Caminó entre la bruma. Buscando vestigios de su perdido norte, trató de recomponer los pedazos de sí misma, aquellos que un día habían formado un ser llamado Minerva y que hoy no eran si no retales de su existencia.

Buscó incesantemente en el desierto cualquier razón para continuar, encontrándolas todas ellas obsoletas. Nadó entre aquel infinito mar de niebla que lejos de proporcionarle algún alivio no hacía si no enturbiar su mente y sus sentidos. Evocaba en su mente recuerdos aún frescos de Lagune, viendo sus rubios y lacios cabellos ondeantes al viento, le veía vivamente envuelto en aquel halo de misterio que el ocaso provocaba en su esbelta figura. Y aún sin quererlo veía también la laguna roja, con su espejo de sangre y aquellos brazos deformes, amorfos, purulentos, arrugados, terroríficos que cierto día le habían arrancado a aquel por quien había dado la propia vida, a aquel por el cual habría sido capaz de regresar de lo más profundo del averno y aquel por el cual había vivido y había muerto durante tanto tiempo. Cómo imaginar que se iba a tener que enfrentar tan de lleno al abismo de la locura en un periodo de tiempo tan relativamente corto.

Tras horas de vacilaciones y armándose de un valor que creyó tener ya extinto caminó resuelta hacia el pequeño lago granate tenuemente iluminado por la oculta luna. Se detuvo en la orilla. Sentía que el miedo se había depositado hasta en lo más profundo de sus entrañas y se sintió desvanecer. Tras la conmoción inicial se arrodilló en la fría arena y tuvo la sangre fría de buscar su reflejo en las tranquilas aguas. Aún seguía allí. Miró su cara, en algún tiempo hermosa, y se vio demacrada, desfallecida como si doscientos años más hubieran caído sobre ella son previo aviso. Estaba escuálida, consumida por la inquietud y se sabía al límite de su resistencia psicológica.

Nunca se había sentido tan sola. Se sabía la última, que ya no quedaba nadie, mas no era capaz de asimilarlo del todo. No podía ser la única. De pronto el peso de la inmensa responsabilidad que cargaba pudo con ella. No lo superaría. Sabía que no era capaz, era débil, sólo era una muchacha y aun sabiendo cuanto estaba en juego se dejó encandilar por aquellas atrayentes aguas. Miró el plato de la laguna y de pronto se vio espléndida, radiante y tras ella una familiar figura comenzaba a desdibujarse. Vio los rubios cabellos, el sereno semblante y no pudo resistirse. Lagune estaba allí a tan sólo unos centímetros de su cara. Tras mucho dudar extendió un tembloroso dedo hacía el líquido que, progresivamente y sin que Minerva lo advirtiera, había ido tornándose de un color más violáceo. Esa voz invadió su mente, aquella voz..., la llamaba por su nombre cosa que nadie había hecho en mucho tiempo..., y sus fuerzas la abandonaron. No merecía la pena, ya era tarde no podía hacer nada más. Era el momento de abandonar y darlo todo por perdido, el mundo ya no era un lugar habitable, el mundo ya no era Mundo, los hombres ya no eran personas y no se sentía capaz de enfrentarse a la vida sola. Además estaba la llamada. Era irresistible, esa voz..., era tan dulce..., tan persuasiva...

Ya sin ser dueña de sí misma, Minerva dejó caer su atormentado y harto de luchar cuerpo, aparentemente en paz ahora, esa paz otorgada por la desaparición de toda capacidad de pensar. Ahora Minerva era feliz, como una estúpida, como una necia pero feliz al fin al cabo. Había renunciado a vivir marcada por la soledad y el desvarío, había renunciado a aquel tedio crónico al que estaba condenada pero también a la esperanza, a la lucha.

Durante las escasas décimas de segundo que duró su caída, aún dedicó unos instantes a echar una vista atrás, visionando los desordenados retazos de anónimas y propias existencias, justo en el mismo instante en que sus fosas nasales tomaban contacto con la cristalina superficie, sus vidriosos ojos atisbaron contemplando la escena un bebé, que perplejo contemplaba como la que se creía la última, a pesar de todo, no moría sin esperanza.


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paulillaporlaorilla[at]hotmail.com

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©