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Mario Menéndez


Era un juego bastante simple. Lo único que tenía que hacer era armar un cuadrado utilizando aquellas siete piezas de cartón con formas geométricas. Cuando pensé en dejárselo, supuse que no tardaría ni cinco segundos, que, al contrario que yo, que me devané los sesos hasta conseguirlo, tomaría las piezas una a una y las iría colocando en sus precisos lugares; como si fuese algo natural; como si aquello no supusiese un reto para él; como siempre.

Apenas me llevaba un año y medio, pero parecían diez, a pesar de ser yo unos centímetros más alto. Esos centímetros, esos ridículos dos centímetros, a los que nadie prestaba atención y que en la práctica no se notaban, eran lo único en lo que había aventajado a mi hermano a mis veinte años.

Alturas aparte, el sobresalía muy por encima de mí en todo lo demás: comparar mis notas con las suyas era un acto cruel y sádico al que, tanto mis padres como él, tuvieron el gusto de no someterme; su imaginación y sensibilidad no tenían límites, al menos a mis ojos, y escribía unos poemas rebosantes de hermosura y fuerza, mientras yo, en secreto, competía contra él, escribiendo ridículos cuentos, rimbombantes y presuntuosos. Siempre que nos leía un poema, y aunque el alma me lloraba emocionada, yo me mostraba indiferente, lo acusaba de cursi, de poco original y, si la ocasión se prestaba a ello, de plagio, críticas que parecían hacerle bastante daño. Sin embargo, en una ocasión, creyendo yo haber escrito un maravilloso relato, se lo leí con la intención de mostrarle que estaba a su altura. Su crítica, aunque amable y alentadora, me destrozó. Tanta fue la condescendencia con la que habló, tan sabedor se sentía de que yo no era un competidor a su altura, que, en vez de tomar venganza por mis continuos ataques hacia su obra, se permitió el lujo de elogiar las escasas cualidades del cuento y de apenas nombrar los fallos; incluso llegó a felicitarme por el intento.

Por eso, cuando le propuse el juego y vi que no podía armar el puzzle, me reí, tanto y tan alto como pude. Al principio, él se reía también un poco, pues se sentía capaz de hacerlo y no le daba la menor importancia, pensando que sólo se trataba de un problema de concentración. Yo seguía, por encima de sus hombros, el movimiento de las piezas: las volteaba, las volvía a voltear, las colocaba en un lado y en otro, sin conseguir armar el cuadrado. Cada movimiento era para mí una pequeña victoria de la que me jactaba en su presencia: resoplaba burlón tras su nuca, soltaba alguna carcajada exagerada o hacía algún comentario mordaz sobre sus capacidades mentales. Al cabo de media hora de intentar e intentar, comenzó a ponerse nervioso y me pidió que despegase mi cabeza de su nuca. Lo hice, pero, en vez de irme y dejarlo a solas para que se concentrase, me senté en la cama y seguí mofándome de él. Cuando llevaba como una hora y media, me gritó que me largase de su habitación, que no lograba armarlo porque yo no dejaba que se concentrase. Me fui riendo a carcajada limpia. Al salir, dio un portazo tras de mí.

Aquella misma noche, antes de acostarme, toqué a su puerta y pasé. Todavía seguía sentado intentando armar el cuadrado. Con tono suave y comprensivo, le dije que no pasaba nada si no lo lograba, que mejor era que lo dejase para el día siguiente, que no era tan fácil como él pensaba y que si seguía intentándolo, una vez hubiese descansado, seguro que le saldría. Salí del cuarto sin esperar respuesta y me fui a la cama. Fue una de las noches que más rápido me dormí en toda mi vida.

Me despertó el ruido del teléfono en mitad de la madrugada. Sobre mi mesilla de noche había una nota dirigida a mí. Al poco de coger mi madre el teléfono, comenzó a llorar desesperada. Creo recordar que la escuché caer al suelo al desmayarse. La nota ponía:

Tienes razón. Es un puzzle muy difícil. No lo sé hacer.
           R.

Abrí el cajón de mi mesilla de noche y saqué la pieza del puzzle que faltaba. Me regocijé observándola.


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MARIO MENÉNDEZ es el seudónimo del autor de este relato.