MADRID (Centro)

20 de junio de 2002, 14:00 h


HUELGA GENERAL




Desde hace veinticuatro horas, helicópteros sobrevuelan el tópico cielo madrileño aumentando su ritmo de apariciones desde anoche, por lo que sobre Lavapiés su rumor es ahora prácticamente continúo. La aparición de la tecnología para nuestra seguridad es cosa sabida y esperable.

Hablando también de lo esperable, anoche los piquetes informativos armaban su particular fiesta en la calle Atocha y Santa Isabel (y en otras tantas, en su diáspora desde la Puerta de Sol) invitando, a su manera lúdica pero nada amable, a cerrar los establecimientos a su paso. Al bar de al lado de mi casa, por ejemplo, lo clausuraron en su habitual hora de cierre, pero hoy todavía no ha abierto sus puertas. Tampoco los múltiples ultramarinos regentados por chinos, que, aunque probablemente todo esto ni les vaya ni les venga, han optado por una proverbial prudencia.

Lo mismo ocurre con muchos otros establecimientos, que han preferido hacer una huelga a media asta: parecen cerrados, por si las moscas, pero están abiertos, por si los clientes, la patronal o vaya Dios a saber. Esas banderas de la solidaridad obrera a media asta, que, como el chiste del gallego, no se sabe si suben o bajan, son una buena imagen para explicar la actitud de muchos trabajadores que rebotan, como una pelota de ping-pong, entre dos miedos o culpas. Las camareras de una cafetería de estación de RENFE me explicaban ayer:

—Yo si el contrato no me cumpliera en agosto y fuera fija, haría huelga, pero lo que tampoco quiero es que me la líen los piquetes —la una.

—Y si yo quiero trabajar, trabajo, que para eso es mi derecho, que esos piquetes no son informativos, son para obligarte a no trabajar —la otra, después de tratar de encontrar sin éxito el adjetivo coactivo.

Comprobaran Vds. que en ninguna de las dos intervenciones aparece en absoluto la conciencia ni la solidaridad de clase. Inútil explicar a esta camarera, sin duda mal pagada, que su mermado derecho al trabajo se ha conseguido con huelgas como esta y que su permanencia depende, entre otras cosas, de la que ella no quiere hacer, alegando precisamente su derecho a trabajar. Por otra parte, son innumerables los trabajadores convencidos por la cantinela hipnótica de que hay que ser tolerantes y seguir unas reglas de juego democrático cada vez más estrechas, más injustas y menos democráticas. Obligados constantemente por los medios a generar una opinión propia (pero, por favor, que no surja de su propia experiencia, sino de nuestras sabias informaciones) y empujados por la situación a tomar partido, demasiados echan el cierre de su individualidad y disfrazan sus miedos con los oropeles de la gallardía unipersonal. Imposible, entonces, explicarles que todas sus libertades personales, sobre todo referidas al trabajo, pasan por sus libertades colectivas. Cuando no se reconoce el propio miedo y su origen, el pánico toma el control. Cuando se culpabiliza a un trabajador de un comportamiento responsabilidad de su miedo, se lo lanza a una turné de justificaciones y valentías delirantes para salvaguardar su autoestima. Y lo colectivo se desvanece. Bien lo saben los medios de comunicación, que no cesan de ofrecer su rutilante catálogo de justificaciones de saldo y utopías fracasadas.

A pesar de todo, hoy, 20 de junio, huelga general en España, más de dos tercios de los establecimientos de Madrid centro están cerrados. Y los que han abierto no tienen mucha clientela. Incluso el sex club para homosexuales que hay debajo del domicilio de mi novio ha decidido que hoy no se folla, o que se folla en casa. La intensidad del conflicto (porque conflicto es) aumenta entorno al epicentro de Sol. Entre las doce y media y la una y media he estado en los piquetes informativos en la puerta de El Corte Inglés (la FNAC, no sé por qué, no los ha merecido). De lo que informaban, fundamentalmente, éstas alrededor de doscientas o trescientas personas entre las que me incluyo, es de que todo el que entraba o salía de este establecimiento de consumo era un hijoputa esquirol, un facha y un mierda y de que los antidisturbios constituían los piquetes asesinos de la patronal. Ambiente entre festivo y tenso, ya ven. Lo de los piquetes es tan sabido como lo de los helicópteros. Los periódicos e individuos que protestan contra ellos debían, al tiempo, acometer la otra ingenuidad de exigir que las porras de la policía fuesen de las de comer. ¿A qué no?, pues eso. Alguien nos informó, ha tiempo, de que cuando una estructura social es fundamentalmente injusta, genera todo tipo de violencias (de Estado y de las otras). Pero como toda verdad sencilla, es difícil de creer. En estos piquetes se respira esa agresividad festiva y desesperada. Festiva porque se corean las mismas consignas que nuestros padres nos enseñaron (y el mío lucha desde hace seis meses en la sección celeste de anarquistas, buenas personas) y porque por un momento parece que el conflicto es tan comprensible como los de hace setenta años. Y desesperada porque en el fondo se sabe que no es así y que es difícil construir nuestra hermandad de huérfanos con derecho y ganas de salir adelante.

Tensiones y opiniones ha habido y habrá para todos. Algunos chavales han arrancado unos carteles publicitarios y tras pegarlos fuego los han acercado, con ánimo exclusivamente de molestar, a los antidisturbios que guardaban las puertas centrales del ECI de la calle Carmen. Junto a mí, dos militantes de CC.OO. de más de cincuenta comentaban la jugada: a uno le parecía un acto de provocación inútil, el otro reprochaba en silencio. Entre unas cosas y otras, se han producido algunas cortas carreras y algunos porrazos como de guasa (pero también duelen) que han cortocircuitado un poco la producción de adrenalina. Una señora tipo Marqués de Salamanca se ha dirigido flamencamente a la entrada del centro comercial arrastrando a un niño de unos seis años que arrastraba a su vez bastante miedo. Sin necesidad de policía ni nada, y olvidando a su chaval, la buena señora se ha encarado a los manifestantes que la insultaban a gritos, procediendo a dar dos manotazos a uno de ellos. Para el piquete, el enfrentamiento es una estrategia de coacción, pero para esa señora-pañuelo-de-Hermes parecía, más bien, una ley de vida. Un guionista de color que para normalmente en el Oso y el madroño, corría de un tumulto a otro, autoamordazado, en protesta contra Isabel Gemio y Carlos Sobera. Por lo charlado con algunos manifestantes, había otro piquete en la estación de Atocha.

Apenas a trescientos metros de todo esto, en la calle Carretas, sin embargo, el joven empleado de una tienda de ortopedias, embatado y cuchilla en mano, podía arrancar tranquilamente del escaparate de su jefe las pegatinas de «Establecimiento cerrado por Huelga General», mientras en la acera opuesta bajaban a Sol una docena de cenetistas. Un amigo me llama y me cuenta que en Argüelles y Moncloa todo está abierto. Al parecer, desde la televisión el Gobierno informa de que no existe, en la práctica, ninguna huelga. De Madrid, qué quieren que les cuente, compañeros, me lo creo. Aquí convivimos con la Mariblanca, la Violetera, las farolas fernandinas y Álvarez del Manzano. Y así nos va.

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David Méndez
(del MANUAL DE LECTURAS RÁPIDAS PARA LA SUPERVIVENCIA

www.nodo50.org/mlrs)
Fotografía: Pedro M. Martínez ©




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