Se asomó ya quince minutos
transcurrido el viaje, vi su mano tomada del pasamanos, quise
ver de quién era, pero otro cuerpo se interponía. No me importó, me
detuve en esa visión y comencé a imaginar.
Una mano. Un anillo. Una pulsera.
Una mano de valkiria pensé.
Se movía apretando y soltando
ese hierro horizontal, los dedos inquietos tocaban botones de luces
que no se prendían. El anillo giraba en ese dedo más chico y otro
lo llevaba a su lugar. La pulsera se hamacaba llevando duendes con
un vaivén soñador.
Por un instante todo desapareció
y me sentí inútil para averiguar qué se hizo.
Pero volvió y se tranquilizó
todo mi ser, mis ojos fueron al paisaje rápido de la ventanilla abierta.
Un aire fresco acariciaba mi rostro y cerré mis ojos en visiones guerreras.
Ya nada se interponía cuando los abrí, su pelo desparramaba diabluras
en una cara seria sin sonrisas, el gesto adusto, el ceño fruncido.
Se movía inquieta cuando la gente
en movimiento pasaba rozándola queriendo o sin querer.
La correa de un bolso cruzada
sobre su pecho aumentaba imágenes de desniveles ocultos.
La mano aún inquieta iba a su
rostro, a su pecho, a la camisa en su cintura y largo rato se detuvo
en su pelo, por un momento su mano fue mi mano, fue cuando nuestros
ojos se encontraron: uno, tres, cinco, diez segundos, un infierno
de tiempo encerrado en el ómnibus repleto.
Me moví en el asiento, incómodo
en ese tiempo, un gordo a mi lado bufaba calorías y las miradas se
perdieron en el mismo mundo con conceptos distintos en la mente.
Los ojos errantes volvían a encontrarse
con silenciosas palabras y ya la de ella, ya la mía, iban a rincones
distintos.
Volví a la mano ya serena donde
se concentraba todo lo pensado. Mis labios formaron una sonrisa cuando
frunció su boca en mirada sostenida, noté entonces que llegaba a destino,
me levanté, pasé detrás de ella sin rozarla por supuesto, y me despedí
con un pensamiento que censuré en instantes.