Aromas

por

Rosa Elvira Peláez


Para Celia Garriga


Dios mío, qué hago si hoy no me mira. No, él no me mira. Desde hace tres semanas vengo todos los días, domingo incluido, y siempre a la misma hora me siento en la misma mesa. He cambiado de perfume diecisiete veces en estas semanas, nada, ese hombre no me huele, aunque se acerca a pocos centímetros. No existo para su nariz, pero hoy me resisto al hecho consumado: porque no es un día cualquiera, hoy tengo Mambo Sexy. Me dijeron en la tienda que garantiza el acercamiento masculino, que todas las barricadas del macho sucumben ante el aroma de este perfume con aceites esenciales elaborados con dos especies de plantas azucaradas de la Amazonia, que en las noches de luna llena enloquecen a todos los insectos de la selva, y en combinación con ciertas secreciones hormonales de orangután, tortuga y elefante, todas hembras y en celo en su momento. Pero nada. Él no me detecta.

Desesperada, la segunda vez que se acercó, lo he tocado. Por primera vez. Directamente, sobre la mesa, le he agarrado la mano como confundiéndola con mi bolso. La he presionado mientras trato de meterme en su mirada. Una mínima sonrisa de cortesía fue toda su respuesta anímica. Ni siquiera habló. Todos los tipos de la confitería dejan caer sus ojos sobre mí, es mucho el peso de tantos ojos, no soporto. Llevo casi una hora. Cada vez que he intentando llamar su atención, sufro, él se mantiene mirando a todas partes, menos hacia mí. Me decido, vuelvo a hacer señas. Tres señores, los más próximos a mi mesa, están a punto de abalanzarse, lo percibo. Por qué esos hombres me olfatean y él no. Estoy a punto de gritarle cuando al fin ha visto mi brazo agitándose con un pañuelo. Para colmo, me he vuelto totalmente ridícula por este hombre. Mi pañuelo es rojo fuego, como mis deseos por él. Todos me clavan la vista. Y viene, está tan cerca, y tan alejado, suspiro y pido la cuenta. Hago un último intento: lo miro con descaro, busco sus ojos, él ni siquiera lo nota, deja la factura y retira con meticulosidad el servicio. Se va prestándoles más atención a la taza y los platitos, con una mano acomoda la cucharita en la bandeja, retuerce más la usada servilleta.

Con rabia, pago y dejo abandonado el pañuelo sobre la silla cuando me levanto. Todos me miran. Trato de que mi salida sea airosa, aleteo mi cabellera, agito la falda de mi vestido, Mambo Sexy invade el salón, las mujeres me miran con odio, envidiosas, mientras los hombres están listos a ser mi alfombra, sólo tengo que darles una señal. Una señal que yo estuve esperando, de él, solamente de él, y no llegó. Me voy. Para siempre. La derrota ha sido aplastante.

Apenas doy unos pasos fuera de la confitería, siento una voz masculina, fuerte, diciendo «Hey, señora, espere», me volteo y casi me desmayo. Él se acerca, como un príncipe, con ese porte que realza su uniforme de camarero, azul marino, como si fuese un militar al que por una canallada, sí, de los otros hombres, le han quitado los entorchados. Suspiro emocionada. Él es mi general, me siento una tropa preparada para cualquier maniobra, fusilaré mi desesperanza. Presiento que me devolverá el pañuelo, me hará una propuesta, y le diré que sí. A riesgo de parecer loca, sin que los transeúntes me importen, le doy gracias a gritos a Mambo Sexy. Un perfume con absoluta garantía... Hasta que él me pide cuatro pesos con cincuenta centavos.

Al dejar el dinero sobre la mesa, me equivoqué de billete. Él, con gesto de fastidio, me enseña la factura.




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