relato por
T. H. Merino

 

C

orría el año mil novecientos sesenta y seis. Concretamente el diez de agosto. Por sí mismo no lo recordaba. Era su madre quien en numerosas ocasiones, de forma casi obsesiva, le había citado esa fecha como crucial para la familia. Mencionaba esa fecha e inmediatamente toda ella se convertía en un temblor difícil de aplacar. La frecuencia de la evocación aumentó a raíz de la muerte por causas naturales del padre. Ella fue quien le había transmitido suficientes detalles de lo ocurrido, intencionadamente o no, que le habían situado en la difícil postura de decidir sobre la conveniencia de una venganza, de una lección proporcional a la gravedad de la ofensa. ¿Por qué se disponía en aquel momento a vengar la ofensa y no años atrás cuando ya podía considerarse un hombre con suficiente madurez y fortaleza física para cumplir el mandato? Pueden buscarse excusas, pero la verdadera razón suele ser difícil de encontrar.

Lo cierto es que Juan había dado el paso decisivo. Sentado en un campo yermo junto a su hermano Manuel rememoraba historias acaecidas cuarenta años atrás. Unas historias contaminadas sin duda por el paso del tiempo y por las versiones corregidas y deformadas por traición de la memoria o de las palabras. Sí recordaba, claramente, las difíciles condiciones de la partida, y los días que caminaron por carreteras y caminos polvorientos, los padres y los siete hermanos, seis varones y una hembra, sin nada que llevarse a la boca… bueno, algo encontraban por el camino, afortunadamente había árboles frutales y huertos con los que subrepticiamente llenar el estómago. Pero si era fiel a su relato de los hechos, era justo sustituir la palabra partida por la palabra huída. De eso exactamente se trató.

 

Padre había llegado al atardecer del día nueve de agosto con signos externos de haber sido golpeado con saña. No cabía otra posibilidad. Presentaba hematomas en la cabeza, en la cara, en las manos. La camisa, hecha jirones, le dejaba casi al descubierto la espalda y el pecho con rastros de sangre reseca. Esa tarde le habían llevado al cuartel, y ahí parecía residir la clave, pero el nunca dijo nada de lo que ocurrió allí dentro. En realidad sobre este suceso casi enmudeció para siempre. Ese mismo día por la mañana había acudido al Ayuntamiento, según, refería madre, a querellarse contra el dueño. Y por la tarde le vino a buscar una pareja de guardias, Reclamaban su presencia en el cuartel. De inmediato, dijeron. A partir de ahí, padre, habló lo mínimo indispensable. A su vuelta, ya dije en qué lamentables condiciones, solo dijo, mañana tenemos que salir al amanecer, y madre comenzó frenéticamente y sin descanso a recoger las pertenencias que juzgó indispensables para acelerar la hora de la marcha. Esa noche no hubo más palabras. Sólo que ella dijo, ya lo habéis oído, recoged vuestras cosas, pero sólo lo necesario. Era inútil la precisión, pues con cosas innecesarias no contábamos. No teníamos ni lo necesario, no sé si algo recuerdas. No hubo palabras, ni quejas por lo bajo, no, todos muy serios, se sabía que algo gordo había ocurrido, y lo mejor era no molestar a nadie con preguntas.

Ya sabrás por qué te traje hasta aquí, continuó Juan, seguro que poco recuerdas, tenías cinco años, yo quince, y sí, me enteraba de todo, bueno, después, pensándolo, cuando me fui haciendo mayor, y logré descifrar todo aquello con ayuda de madre, con lo que ella me contaba y lo que yo recordaba haber observado. Sí, sí, fue mucho más tarde cuando empecé a ver claro, a establecer relaciones, a entender. Un domingo, el amo, había mandado a padre a otra tierra, tenía que ir andando, no había otro medio, doce kilómetros, seis de ida, seis de vuelta, más el tiempo en hacer la labor de bina que le había encargado. Fue ese día y en ese intervalo cuando de improviso apareció el coche negro y brillante del amo. Se acercó alegre, riéndose, con una botella de vino en la mano, dijo madre, se la entregó diciendo, toma mujer, para que festejéis el domingo. Ella enseguida sospechó lo peor, y volvía la vista hacia el baño improvisado que le montábamos en el campo a María del Sagrario para que se lavase antes de ir de domingo. Cargábamos con los baldes llenos de agua de la acequia, y se los dejábamos al lado, para que ella los cogiera, y de ese modo respetábamos su intimidad. El amo tenía el objetivo marcado, y madre lo imaginaba. Trató de evitarlo por todos los medios, le rogó, le suplicó, incluso llegó a ofrecerse ella, yo lo oía, y veía que el reía a carcajadas negando con la cabeza, y repetía, mujer, mujer, qué cosas dices, de eso hablaremos otro día, hoy no, pero yo no podía entender de qué se trataba, y entonces no se andaban haciendo muchas preguntas a los padres, lo que ellos te dijeran, tú no lo recuerdas, pero fue así. Después, la madre nos llamó a los seis hijos, sólo a los varones, y nos urgió a que la acompañáramos, hasta el canal. El canal que delimitaba por el norte la tierra que trabajábamos. Tú no lo recuerdas, pero fue así. Allí estuvimos buena parte de la tarde, no sabría decir cuánto, por entonces, de joven, no se tiene la misma idea del tiempo, pero fue largo, hasta que oímos el ruido del coche negro y grande del amo, y le vimos marcharse dejando una nube de polvo tras de sí. Entonces, madre, nos dijo que volviéramos. Tenía la mirada como extraviada, caminaba como una autómata, ajena a todos nosotros. Cuando llegamos, María del Sagrario estaba llorando, un llanto tranquilo, cayéndole goterones de los ojos. Madre quiso abrazarla, pero ella la rechazó, la rechazó con determinación, estirando los brazos para separarla. A partir de ahí, hubo un silencio raro, justo allí, dentro de esas ruinas de adobe que ves, esperando a padre, todos en torno a María del Sagrario, con la cara oculta entre las manos y aquel pelo negro y largo que entonces llevaba. Cuando llegó padre, y se asomó por la puerta, enseguida sospechó que algo grave había ocurrido, pero nos contó con la mirada, y estábamos todos, no entendía que pasaba, estábamos todos y aparentemente bien. Madre se levantó lentamente y con suavidad le empujó al exterior de aquella casucha, le alejó lo suficiente para que nosotros no oyéramos, aunque no era necesario, porque todos sabíamos que algo grave había pasado, y le había pasado a María del Sagrario con el amo, pero dada nuestra inocencia no acertábamos a concretarlo, no llegábamos a entender qué podía hacerle el amo a María del Sagrario que pudiera considerarse tan grave como para que estuviéramos todos tan abatidos, aunque entonces desconociéramos el significado de la palabra abatidos. Padre volvió con los ojos inyectados en sangre, y madre sujetándole por un brazo diciéndole, mira bien qué vas a hacer, qué vamos a hacer nosotros, piensa en nosotros. Creí que le había convencido, que la madre se había hecho con el dominio de la situación.

En las dos semanas escasas que continuamos en estas tierras, en esa casa de adobe semiderruida que ves ahí, el cacique no volvió a aparecer. Quizá fuera por temor o quizá por prudencia, lo cierto es que a los dos o tres días, padre tampoco estaba, apareció el encargado en su moto roja, y dijo que la niña se iba con él, que el amo había mandado por ella, que la señora quería que le hiciera unas cosas, y que estarían de vuelta en dos o tres horas. No hubo resistencia, ni siquiera asomo de sorpresa, sólo sumisión. La niña subió a la moto, y desaparecieron por el camino de tierra. De esto padre no se enteró. Y se repitió al menos dos veces más. Quizá fuera la tercera vez cuando padre se cruzó con la moto, con el encargado llevando a la niña detrás. Llegó a la casa y cogió a madre por el cuello, pero no le apretó, fue sólo como una especie de amenaza, después le dijo unas pocas palabras, pocas, más bien debían ser unas instrucciones muy precisas. Y parece que las entendió, porque no hacía más que asentir con la cabeza entre sollozos.

Una o una hora y media más tarde, cuando de nuevo se oyó el ruido de la moto, padre corrió a esconderse dentro de la casa, detrás de la puerta, con un azadón cargado a la espalda. Se oyó cómo la moto se detenía sin apagar el motor, fue sólo un momento, porque inmediatamente, por el rugido que emitió, debió arrancar con gran potencia. Padre salió sin decir una palabra, y se alejó andando. Nadie hizo nada por detenerle. Después supimos, se lo contó a madre, ya lejos de estas tierras, que no entendía lo que había pasado, porque en el Ayuntamiento recibió muy buenas palabras. Pero su visita al Ayuntamiento resultó no solo inútil, sino contraproducente, porque el alcalde era hermano del amo, y el juez un hombre de paja al servicio de ellos y del resto de las familias de caciques del pueblo. De allí le llevaron al cuartel, y de allí volvió arrastrándose a casa, y con la noticia de que nos marchábamos, ya te conté en qué condiciones, aunque él nunca se lo contó a madre así, ni que había ocurrido dentro del cuartel.

Eran otros tiempos, tú no puedes comparar porque no recuerdas aquello, pero era así, tal cual. Por eso no me has corregido una sola vez. Yo esperaba que lo hicieras para intentar explicártelo, pero me escuchas y no sé si estás dando crédito a lo que digo o, por el contrario, crees que he enloquecido, por eso no se te ha ocurrido preguntarme. Por eso, para referirme al cacique que nos tocó en desgracia, le llamo amo, y así se le llamaba y con la cabeza gacha cuando requerías su atención, porque, aunque no lo entiendas, no era otra cosa, éramos como perros que pertenecen a un dueño, a un amo, de su propiedad, y por ese derecho hacen lo que les viene en gana, según su humor y capricho, y el perro no se atreve a ladrar, porque su comida depende de eso.

* * *

Unos días después, ya en camino hacia un lugar indeterminado, María del Sagrario, se hizo cortar el pelo. Le puso a madre unas tijeras en las manos, y, con resolución fascinante, le dijo que se lo cortase, muy corto. No admitía negativa. Parecía que María del Sagrario poseía autoridad sobre todos nosotros, nadie se atrevía a contradecirle, siempre a lo que ella dijera, que, a decir, verdad, decía poco, generalmente se expresaba con gestos, órdenes de mando gestuales. Físicamente resultaba desconocida, pero ella comenzó a mostrarse más satisfecha.

Menos mal que María del Sagrario rehizo su vida. Fue una suerte que pudiera irse a servir a Sevilla. La trataban bien. Era otra mentalidad. Cierto que era criada, pero ellos establecían distancia y la respetaban en todos los sentidos. Eso era lo que pensábamos, pero realmente no llegamos a saberlo. Lo que sí es cierto es que ahora vive feliz, bueno, es un decir, porque no sé si ese tipo de cosas pueden olvidarse alguna vez. A veces la he visto sonriente, divertida, alegre, y de pronto, aunque continúe riendo, es como si le cruzara una sombra de tristeza. Una risa contaminada por recuerdos abominables. No sabría decir lo que puede sentir una chiquilla ante semejante atropello, cómo puede afectar a su cabeza ese trance, y cómo y cuándo comienza a desdibujarse en la memoria, y renace el gusto por la vida.

Pero nosotros vamos a lavar su honra, nosotros, personalmente, porque podíamos hacerlo por encargo, pero no sería lo mismo, se asemejaría a prácticas mafiosas, y eso podría suponer que la policía relacionara su muerte con asuntos de drogas y darle carpetazo. No, la policía tendrá que romperse la cabeza, y cuando sean incapaces de encontrar un móvil, dejarán enfriar el asunto, se olvidarán e intentarán que se olvide, cualquier cosa para que su capacidad profesional quede a salvo, y acabará en un caso no resuelto.

Lo tengo todo atado, no habrá fallos, puedes estar seguro. Durante estos cinco días que llevo esperándote he acechado lo suficiente para que nada nos pueda sorprender. Además, no me he dejado ver, y no nos dejaremos ver, de modo que no podrán relacionar el suceso con la presencia de extraños en el pueblo. Creo que he hecho bien las cosas, y, antes de venir, ya indagué sobre todo lo que había que saber. El mal que hizo a nuestra familia, y quizá también a otras muchas familias, ya lo está pagando en vida, quizá por castigo divino. No lo sé. Pero por darte algunos datos, la mujer murió, dicen que de tristeza, por los hijos, no podía soportarlo. Un hijo drogadicto, robando y arrastrándose por una dosis, se quedó en los huesos sin dientes, hasta que se lo llevaron a un centro de rehabilitación, cosa, según averigüé, inútil; otro de los hijos, que ejercía como médico fue expulsado de varios pueblos, y finalmente del colegio, porque abusaba de las mujeres; y otros dos que tenía, parece que andan por ahí, uno de chulo, viviendo de una prostituta; y, el otro, se fue un día y no volvió a aparecer. De modo que el amo está solo, sin nadie de la familia que le cuide, sólo está mal atendido por una asistenta social que acude una hora al día, le lleva comida, una o dos veces por semana le saca media hora de paseo, y le atiende en las necesidades básicas. Seguramente, eso no lo he podido verificar, esté en la ruina.

Ahora sólo hay que esperar a que anochezca; después, entraremos en la casa. Tengo todo lo necesario, y he calculado todos los detalles para que todo salga según lo previsto, para no fallar.

* * *

Clarea el día. Juan y Manuel se han acomodado en un coche modesto, viejo, aparcado a las afueras del pueblo y camuflado entre yerbajos. Juan, en el puesto de conductor, Manuel, en el puesto de acompañante. Cierran las puertas, y Juan gira la llave de contacto y arranca. El coche avanza con velocidad moderada por la carretera comarcal. Por un tiempo permanecen en silencio.

 

Pareces preocupado. Quizá crees que por algún motivo, que por algún cabo suelto puedan reconocernos, que el amo pueda denunciar que dos individuos han entrado en su casa no se sabe con qué fines. Pensaran que son alucinaciones de viejo, porque nadie más en el pueblo nos ha visto. Quizá temas que, de algún modo, puedan relacionar el suceso con el coche, pero pensé en todos los detalles. Le cambié las matrículas, y además hice coincidir las características más visibles con las del coche auténtico: el color, el modelo, la antigüedad. Nada que temer, hombre. Todo lo contrario: hay que festejarlo. Por fin, el tiempo, la vida y la propia naturaleza han establecido los límites del cacique.

No sé si convenceremos a madre, pero creo que hemos hecho lo correcto, aunque ella después de tantos años esperaba que nosotros hiciéramos justicia. Qué mala impresión, verle allí con las carnes colgando, donde antes había lustre y grasa, postrado en la silla de ruedas, en silencio, solo, abandonado, no sabemos si pensando en los males que hizo a lo largo de su vida o en los momentos que el canalla disfrutó. En cualquier caso, acostumbrado a tomar lo que se le antojaba, sin pensar en el daño que podía causar a los demás, endiosado como un buda feliz, ajeno a las miserias humanas, seguro que sufre viéndose acabar de este modo. Que continúe con la penitencia, aunque no sé si madre lo entenderá, si le defraudaremos, porque ella espera noticias en un sentido, en un solo sentido, y nosotros se las llevamos en otro distinto.

 

(Del libro de relatos Algo que contar) 

línea relato Los límites del cacique

T. H. Merino

T. H. Merino. De origen extremeño, se estableció años atrás en la Comunidad de Madrid donde actualmente reside.
Su formación económica le condujo por caminos prosaicos, aunque sin soslayar nunca su natural inclinación a la Literatura.
Recientemente, obviando el pasado menos próximo, el autor ha publicado Algo que contar, un libro, compendio de diecinueve relatos, y la novela Vuelo errático de mariposa.

 

Otros textos de este autor, en Almiar: Un momento inoportuno · Antesala · Pan

 

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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