relato por
Jorge L. Ortiz Delgado

S

u primera irreverencia fue en su propio bautizo, al que accedí no con alegría pero sí convencido de contar, en ese trance, con una tregua familiar, un cese de hostilidades que nos permitiera deponer las armas para celebrar una tradición (insufrible, por cierto) con la parafernalia sosa a la que son sometidos niños y niñas sin su consentimiento ni comprensión. Así lo sintió Valentina, así lo padeció. Y la mejor forma de expresar su hastío e intolerancia con la oscura solemnidad de aquella ceremonia fue moviéndose de una banca a otra sin que nadie le pudiera detener o lograra persuadir para que se calmara. Por debajo de los asientos y entre las piernas de las abuelas y las tías, Valentina, con casi dos años, se abría camino para combatir el agobio de esa mañana calurosa. Todos estaban atentos a sus dribleos, huidas y veleidades. No recuerdo qué la detuvo por unos instantes, pero allí no terminó su revuelo. Ya a esas alturas el cura había expresado en más de una oportunidad su humor ácido y dictatorial. En mis brazos, Valentina jugaba con mi cabello y la corbata. Sus gracias me rescataron del tedio que gobernaba cada respiro mío. En medio de las distracciones, el cura empezó a masticar la hostia que antes había venerado e hizo resonar en el templo, gracias al micrófono que tenía colgado del cuello, su santo jamar. Mientras el cura devoraba a Jesús y lo trituraba lentamente, a Valentina ese sonido crujiente le resultó muy familiar, tanto así que en un respingo, rompió la quietud del momento y exigió con voz de protesta y gesto inconforme: Yo también quiero mis papitas Lay’s. El auditorio reprimió sus risas, pero el cura no hizo lo mismo con su iracundia. Allí entendí que Valentina no sólo era mi hija; comenzaba a ser mi aliada.

Valentina y yo hemos alimentado la costumbre de aprovechar los fines de semana para distender los cuerpos en cualquier parque decente que nos permita, a ella, entregarse a la libertad de las acrobacias y, a mí, disimular el sedentarismo. En una ocasión, cuando hacía sus aspas de molino, una paloma blanca e inquieta bajó de alguna rama y se posó a unos pocos metros de donde estábamos. Valentina al percatarse de la pequeña ave que picoteaba el césped se acercó muy sigilosamente adonde me encontraba, recostado como morsa dejando que mis pliegues se acomodasen en la escabrosidad de alguna roca en medio del mar, y me preguntó ¿sabías que el espíritu santo es una paloma? Le dije, luego de algunos segundos, que sí, que así lo retrataban en los libros de la escuela. No quise añadir más, sólo sujetarme a una breve verdad que no pudiera, por ahora, ya a sus seis años, confundirla o impresionarla inoportunamente. Vendrían mejores momentos para hablar de lo que creemos, lo que no entendemos y lo que aceptamos. Su mirada y su sonrisa me presagiaron algo inesperado, una reacción que no vi venir: ¿La espantamos?, me dijo con un tono travieso. ¿Por qué?, me extrañé. ¿Qué puede estar haciendo aquí si vive en el cielo? Vamos a espantarla para que regrese a su casa, ordenó segura de poner las cosas en su lugar.

No sé qué camino elijas Valentina entre la creencia y la duda. Pero te advierto: tu derecho a insubordinarte a cualquier creencia podría traer consigo no pocos muertos y bastantes heridos, desde tu mamá hasta la bisabuela. Podría granjearme (por considerarme mala junta) miradas acusadoras, atenciones hostiles y mensajes acabronados. A pesar de ello, deseo que el camino que tomes no te conduzca a destinos de obediencia, culpa y sumisión. Que no exista mayor autoridad mental en ti que la que provenga de la autocrítica y la desconfianza de la moralina: ya irás aprendiendo a descubrirla, a detectarla. Que predomine tu individualidad, la conciencia de saberte irrepetible; y sabrás reconocerte ajena a cualquier pensamiento masificado. Déjate acompañar por la perplejidad cuando enfrentes (sin ambigüedades) a cualquier demostración de poder, venga de donde venga: del púlpito, de la escuela, del escritorio de algún burócrata o de la tradición familiar (la infértil y sinsentido). Tu juventud, la del espíritu que es la que importa, dependerá de tu inconformismo. Vives en un país adolescente, que se excusa permanentemente y embadurna de epítetos el diálogo para encubrir su falta de argumento. La diferencia la harás tú cuando seas original con tu punto de vista; la creatividad te hará ganar no seguidores, más importante aún: cómplices. Si consigues de los otros, enséñales a interactuar sin percepción de jerarquías, será un buen inicio para aprender a hacerse responsables de todas sus decisiones.

Valentina, sea cual fuese el camino que escojas, ya cuentas con tu primer aliado. Uno incondicional que te mira fascinado cuando le devuelves al tonto y contradictorio de tu padre una sonrisa que lo resuelve y alivia todo. No sé si he sido destruido; la cobardía me ha vencido en muchas batallas, me ha lanzado a la oscuridad y he habitado en ella merecidamente. Pero si ser tu aliado significa, para comenzar, irritar a todos los curas del mundo y mandar a volar al espíritu santo, entonces, aunque destruido mil veces más, como diría Hemingway, no estaré hecho para la derrota. No lo estaremos.

 

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Jorge Luis Ortiz Delgado
Jorge Luis Ortiz Delgado.
Nació en Arequipa, Perú. Colaborador en prensa digital. Prepara una publicación de relatos breves y artículos de opinión. Es columnista en temas políticos, económicos y culturales. Es docente y tiene un Máster en Relaciones Internacionales Aplicadas.

🖥️ Web del autor: Memorias del escribidor
(http://elbuho.pe/seccion/memorias-del-escribidor/)

 

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

Relato Jorge Luis Ortiz Delgado

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