relato por
Antonio Zisis

 

D

e los lamentables sucesos de los que fui víctima, daré algunas apreciaciones:

Lo que hice —o al menos intenté hacer— no estuvo bien, lo sé, ¿pero era necesario que los dioses quisieran reírse de mí de esa forma? Humildemente creo que no. Sin embargo los designios divinos difícilmente serán cambiados por lo que crea o no crea un simple mortal como yo.

El auto estuvo estacionado durante largo tiempo —probablemente no fue tan largo, pero sí lo suficiente como para que el parquímetro marcara bastante más de lo que pretendía pagar—. Si bien, es cierto que nuestros deberes ciudadanos son pagar nuestros queridos parquímetros, no me pareció justo entregar tal suma de dinero al estacionamiento de una institución que precisamente me pagaba por ir a trabajar a sus dependencias: El centro comercial «Parque Arauco».

Haciendo caso a un queridísimo amigo, tomé la errada decisión de llamar por citófono al encargado de las máquinas que gustosamente se alimentan de nuestros billetes. Explicaría que mi tarjeta había sido tragada y que por lo tanto me dejaran salir inmediatamente, ya que estaba muy retrasado, sin tiempo que perder en nimiedades —¡y con qué vocabulario exigiría!—. Todo esto lo haría con la expresa recomendación de mi estimadísimo y elocuente compañero, quien claramente no era profeta en su propia tierra, ya que en vez de seguir sus fantásticas triquiñuelas, pagó y llegó a su casa sin problemas.

Luego de dar mis explicaciones, una voz femenina respondió de inmediato a través de la máquina:

—Caballero, no faltaba más, estos artefactos brillan por sus desperfectos, y atendiendo a su urgencia de dejar cuanto antes el lugar, enviaremos enseguida a uno de nuestros expertos, dedicados día y noche a solucionar problemas relativos a los parquímetros, para que le devuelva su tarjeta inmediatamente.

Mi mente sufrió inmediatamente un pequeño colapso nervioso que no me permitió escapar a tiempo de la bochornosa situación que se aproximaba. ¿Por qué me quedé? Probablemente mi iluso subconsciente aún tenía esperanzas de engañar al sistema.

El experto no demoró mucho en llegar; cuando lo hizo, sacó un llavero de aproximadamente 357 llaves, eligió sin demora la correcta y abrió la máquina. Para sorpresa de él —mas no mía—, dentro no había ni siquiera una tarjeta extraviada. Su cara se deformó al tiempo que la mía sudaba estrepitosamente. ¡¿Qué diría!? ¡¿Cómo salvaría la situación!? ¡Me habían descubierto!… Pero no, aún había tiempo de una jugada más.

Luego de diversas explicaciones, que esto y que lo otro, que realmente no tengo tiempo que perder y ustedes me hacen esperar, ya que sus máquinas, etc. —no debía perder la compostura, al contrario, ¡exigir, exigir, exigir!—, no me quedó más que utilizar una estrategia que difícilmente sería contrarrestada:

—Estimadísimo profesional  de  las  tarjetas  tragadas —comencé—, veo en tu rostro desconcierto, mas toda confusión será resuelta luego de las palabras que prontamente diré. Obviamente, y no existe otra explicación a esta mágica desaparición digna de David Copperfield, luego de llamar me alejé de la máquina, momento preciso en el que la tarjeta fue devuelta, ¡y tomada por otra persona aprovechándose de que probablemente la mía debía pagar menos dinero que la de él!, lo que significa que la tarjeta nunca desapareció, sino que fue robada. Ahora que el misterio ha sido resuelto, exijo de inmediato que me dejen salir de aquí, ya que no tengo más tiempo que perder —genial, hacía mi jugada con maestría.

En mi mente me vi hablando como el mayor de los oradores, dando explicaciones a diestra y a siniestra, resolviendo el entuerto tal como lo haría Sherlock Holmes, me convertí inmediatamente en un líder nato que puede convencer a los suyos de lo que sea. ¡Y así fue! Mi eminente adversario sonrió levemente y asintió varias veces aceptando la excelsa excusa que había inventado; ¡pero el destino quiso sorprenderme nuevamente! Mientras me disponía a partir —ya arreglaba mi chaqueta y gritaba al viento que abrieran cuanto antes las compuertas que retenían mi libertad—, el ilustre caballero llamó por el citófono que yo había utilizado anteriormente pidiendo que me dejaran salir, sin embargo, la arpía —que bien podría haber sido el mismísimo Lucifer—, respondió desde el otro lado lo siguiente:

—De ser así, todo debería estar registrado en las cámaras de seguridad. Que nadie se mueva mientras compruebo lo ocurrido. Cambio y fuera.

Me detuve en seco mientras corrían los segundos. Estaba petrificado. En cualquier momento mi mentira sería descubierta; ¿cómo salir de aquí? Mi corazón bombeaba a un ritmo de infarto, era necesario hacer algo, ¡¿pero qué!? No podía permitirme desfallecer ante la verdad que se asomaba y, mareado como me encontraba, sin entender lo que hacía, continué con mi sarta de gritos y recriminaciones al sistema exigiendo que me dejaran salir inmediatamente, ya que esto y que lo otro, que las pensiones, que el sistema de educación y el de salud, que las concesionarias y tantas otras cosas, que tenía una reunión importantísima y que el centro comercial pagaría por esto, que mis abogados y mis contactos. Pero a medida que hablaba, mi voz se hacía cada vez más pequeña, más insípida, más insignificante, me convertía nuevamente en el diminuto peón del sistema que siempre fui. ¡Quise ser David, pero Goliat sencillamente se reía de las piedrecillas que tiraba con mi hondita! Y ya no era un hombre, me había transformado en un hombrecito, mis  manos, en manitos, mis pies, en piececitos, y mi alma, en almita. Mis exigencias, en exigencitas, mis abogados, en abogaditos, y mis contactos, en contactitos. ¡Qué hacer! ¡Se aproximaba el ridículo y quizás incluso la cárcel! En un acto desesperado tomé mi celular e hice como que hablaba con el mayor de los gerentes del mundo, le gritaba que estaba atrapado por negligencias dentro del centro comercial, que llegaría lo antes posible, que lo que ocurría aquí era impensado, insólito, ¡inaudito! A medida que hablaba me fui alejando lenta pero progresivamente del hombre que me retenía, y en el momento preciso en el que el encargado de las máquinas me dio la espalda, ¡corrí como el viento! Mi velocidad era similar a la alcanzada por Usain Bolt, esquivaba transeúntes por todas partes, me convertí en un ser moldeable, que tal como un bailarín, hacía las contorsiones más impresionantes para pasar entre las personas por espacios imposibles. Nadie podría alcanzarme si continuaba eludiendo obstáculos a esa velocidad.

Entonces, entré nuevamente al centro comercial, me escondí en una librería, y recordando la gran cantidad de películas de acción que había visto en mi vida, tuve la brillante idea de sacarme la chaqueta que tenía puesta escondiéndola en mi mochila, y a cambio de ella me puse un chaleco y un gorro con el que jamás sería descubierto. Obviamente todo esto lo hacía con una velocidad, excitación e histeria máxima, por lo que al terminar de cambiar mi apariencia, pude ver como el resto de clientes me observaban atónitos, ¡hacía el ridículo nuevamente! Mas no importa, irme, caminar, tranquilo, calmo, sosegado, aquí no ha pasado nada.

Con todos mis sentidos funcionando a un ciento por ciento y atento a que nadie me siguiera, fui directo al primer parquímetro que encontré, metí el ticket y pagué. En todo este tiempo había subido 1 euro más.

*Debo decir que este episodio ocurrió muchos años atrás, hoy en día no me permitiría este tipo de ridículos, y luego de tantas vueltas al sol, puedo exponerlo, ya que probablemente el caso haya sido cerrado y nadie me siga persiguiendo.

 

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Antonio Zisis
actor, dramaturgo y escritor. Hasta la fecha ha escrito 3 obras de teatro que ya han sido estrenadas (Vorágine, Llaves y Cerraduras, La muerte de la imaginación), y una a estrenarse durante el año 2017 (Dioses Suicidas). Durante el año 2016 escribió su primer novela, que espera publicar prontamente.

📩 Contactar con el autor: antoniozisis [at] gmail.com

🖼️ Ilustración relato: Fotografía por RyanMcGuire / Pixabay

 

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