relato por
Álvaro Salazar

 

E

l muchacho que vemos acostado sobre el lecho de rozo y hojas secas en compañía de su perro aprendió a dormir haciéndose el dormido. Al igual que aquel que nace minero sabe que, para serlo, habrá de ir habituando el ánimo a la oscuridad que alumbran los candiles en lo más profundo del pozo, este pasiego, de nombre Moisés, de siempre supo que, para ser un buen pasiego, tendría que acostumbrar el suyo al trato con la soledad de la montaña (claro que, siendo el término «siempre» una palabra excesiva que no aguanta un juicio sereno, bueno será que prescindamos de él y pongamos en su lugar un «cuándo», para lo cual habremos de escarbar en los recuerdos de Moisés hasta dar con la voz con olor a caramelo del negro susurrando a su oído: «nunca dejes que la oscuridad de la noche te encuentre los ojos abiertos»; y si el negro te advertía sobre algo, no era cosa de tomárselo a broma pues sus palabras tenían el valor de su leyenda, y es que cuentan que si le pusieron «el negro» no fue únicamente porque tenía el rostro renegrido de soles, hollines y barbas, o porque vestía chaqueta y pantalón de paño negro, o por la boina negra que nunca, ni ante el cura, dejó de presidir su cabeza, sino que le llamaron así principalmente por la oscura existencia que llevó en su cabaña del bosque desde el día en que abandonó a su mujer y a sus tres hijas llevándose consigo los perros y una de sus vacas… Pero eso, como suele decirse, es ya otra historia). De manera que cuando el negro dijo al oído de Moisés con voz de caramelo aquello de «nunca dejes que la oscuridad de la noche te encuentre los ojos abiertos», el muchacho se lo tomó muy, muy en serio, tanto, que le entró la prisa por aprender a dormir —única forma  que  él  conocía,  ésta  del  dormir,  para  no  verse  en  situación  de enfrentar la oscuridad de la noche con los ojos abiertos—.

La primera manera de dormir que Moisés probó fue la de dejarse arrullar por los sonidos de la noche: escuchó al viento sonar en el aire, en la piedra, en la madera, en las ramas del árbol y en la hierba, escuchó el parloteo de los pájaros nocturnos y el de los insectos, se ensimismó con el incansable ir y venir de los ratones en la cuadra y, en una ocasión, se vio sobresaltado con el andar sigiloso del zorro en el prado y, en otra, sintió el corazón salírsele por la garganta al sentir, cercano, el gruñido del jabalí, y cuando comenzó a imaginar que oía el culebrear de la culebra, y cuando empezó a sentir las presencias que están pero que ni se ven ni se oyen, cayó en la cuenta de que atender a los sonidos de la noche no iba a ser el mejor camino para llegar al sueño. Entonces pasó a ensayar una manera de dormir a la cual llamaban pensar en pensamientos. Con esta manera de hacer, hubo veces en las que, para cuando quiso darse cuenta, ya flotaba en la leche tibia del sueño en donde, ni las cuentas, ni el querer, cuentan algo. Pero otras veces, pensando en pensamientos, la marmita por donde se entra al sueño permaneció cerrada hasta bien entrada la noche, y era como si a los pensamientos les hubieran salido manos y con ellas hicieran fuerza para que la marmita no se abriera y los ojos no se cerraran. Y cuando Moisés advirtió que los pensamientos son caprichos, que vienen cuando quieren y se marchan cuando les da la gana, que te adormecen si les parece y que, si no les parece, pues no te adormecen, dejó de pensar que pensar en pensamientos fuera una buena forma de entrar en el sueño. Después, cuando el verano ya iba avanzado, recordó haber escuchado que lo mejor para dormir era contar ovejas y aquella misma noche se acostó dispuesto a contarlas, esperó un buen rato y no apareció ninguna, cómo te vas a dormir, debió decirse entonces Moisés contrariado, si te empeñas en contar lo que, por no ser o no estar, nada cuenta. Y como Moisés que no es un zagal que se desanime con facilidad se dijo que, a falta de ovejas, ya encontraría alguna otra cosa que pudiera ser contada y se puso a buscarla: veamos, se dijo, contar estrellas está prohibido, que por cada estrella que cuentas te sale una verruga en la mano, llevar la cuenta de las mariposas o de los milanos, pongamos por caso, sin que más de uno se escape sin ser contado, exige tener despierta la atención y no es en despejarla, sino en adormecerla en lo que hay que esforzarse ahora; y entonces pensó en los caracoles y, convencido de haber acertado, el despierto Moisés se puso a contarlos: unoooooooo, dossssssss, tressssssss y, cuando llegó a contar doce, supo que, de seguir contando, no sería el sueño el que le durmiera, sino el puro aburrimiento. Cuando al día siguiente despertó, aún le duraba a Moisés el cansancio del contar que lo había vencido, para dormir, se dijo, nunca más contaré nada.

Y, cuando ya casi había perdido toda esperanza de descubrir la manera de conciliar el sueño a voluntad, resulta que tropezó con ella. Dormitaba con la espalda apoyada en el árbol bajo el que solía vigilar el lento rumiar de las vacas, cuando dio en pensar que si no hay dos personas iguales, tampoco habría de haber una forma que sirviera a todos por igual para entrar en el sueño, tendré que dejar de probar las maneras de dormir que ya existen y encontrar la que a mí me convenga, se dijo Moisés. Y, sin perder un solo instante, se puso a la labor y empezó a traer y llevar ideas de un sitio a otro de su cabeza hasta que de tanto menearlas y menearlas, a las ideas, acabaron por convertirse en necias moscas de las que nada en limpio cabía ya esperar. Y cuando iba la tarde ya bien entrada, habiendo ya dejado de perseguirlas, a las ideas-moscas, reparó en una que estaba allí quieta al alcance de su mano, la atrapó, se la llevó al oído, y como le gustó lo que le decía, la guardó en el bolsillo y se la llevó consigo a casa. Y aquella misma noche, el astuto Moisés se puso a dormir haciéndose el dormido.

 

Este cuento es un pasaje de la novela
Si viéramos con los ojos, escrita y
autoeditada por el propio autor.

 

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Álvaro Salazar Agustino

Álvaro Salazar Agustino (Balmaseda, 1959). Es economista y trabaja como consultor en estrategia y gestión de organizaciones. Además de su trabajo, dedica el tiempo a su familia, a la montaña, a la lectura y, desde hace unos años, a la escritura. Ha publicado dos novelas: Si viéramos con los ojos y Nadie. Nunca, Nada y, desde hace un tiempo, viene escribiendo una serie de narraciones de carácter fantástico.

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 Ilustración relato: fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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